JOSÉ ANTONIO PRIMO DE
RIVERA
ENSAYO SOBRE EL
NACIONALISMO
LA TESIS ROMÁNTICA DE NACIÓN
Aquella fe romántica en la bondad nativa de los hombres fue
hermana mayor de la otra fe en la bondad nativa de los pueblos. "El hombre
ha nacido libre, y, sin embargo, por todas partes se encuentra
encadenado", dijo Rousseau. Era, por consecuencia, ideal rousseauniano
devolver al hombre su libertad e ingenuidad nativas; desmontar hasta el límite
posible toda la máquina social que para Rousseau había operado de corruptora.
Sobre la misma línea llegaba a formularse, años después, la tesis romántica de
las nacionalidades. Igual que la sociedad era cadena de los libres y buenos
individuos, las arquitecturas históricas eran opresión de los pueblos
espontáneos y libres. Tanta prisa como libertar a los individuos corría
libertar a los pueblos. Mirada de cerca, la tesis romántica iba encaminada a la
descalificación; esto es, a la supresión de todo lo añadido por el esfuerzo
(Derecho e Historia) a las entidades primarias, individuo y pueblo. El Derecho
había transformado al individuo en persona; la Historia había transformado al
pueblo en polis, en régimen de Estado. El individuo es, respecto de la persona,
lo que el pueblo respecto de la sociedad política. Para la tesis romántica,
urgía regresar a lo primario, a lo espontáneo, tanto en un caso como en el
otro.
EL INDIVIDUO Y LA
PERSONA
El Derecho necesita, como presupuesto de existencia, la
pluralidad orgánica de los individuos. El único habitante de una isla no es
titular de ningún derecho ni sujeto de ninguna jurídica obligación. Su
actividad sólo estará limitada por el alcance de sus propias fuerzas. Cuando
más, si acaso, por el sentido moral de que disponga. Pero en cuanto al derecho,
no es ni siquiera imaginable en situación así. El Derecho envuelve siempre la
facultad de exigir algo; sólo hay derecho frente a un deber correlativo; toda
cuestión de derecho noes sino una cuestión de límites entre las actividades de
dos o varios sujetos. Por eso el Derecho presupone la convivencia; esto es, un
sistema de normas condicionantes de la actividad vital de los individuos. De
ahí que el individuo, pura y simplemente, no sea el sujeto de las relaciones
jurídicas; el individuo no es sino el substratum
físico, biológico, con que el Derecho se encuentra para montar un sistema de
relaciones reguladas. La verdadera unidad jurídica es la persona, esto es, el
individuo, considerado, no en su calidad vital, sino como portador activo o
pasivo de las relaciones sociales que el Derecho regula; como capaz de exigir,
de ser compelido, de atacar y de transgredir.
LO NATIVO Y LA NACIÓN
De análoga manera, el pueblo, en su forma espontánea, no es
sino el substratum de la sociedad
política. Desde aquí, para entenderse, conviene usar ya la palabra nación,
significando con ella precisamente eso: la sociedad política capaz de hallar en
el Estado su máquina operante. Y con ello queda precisado el tema del presente
trabajo: esclarecer qué es la nación: si la realidad espontánea de un pueblo,
como piensan los nacionalistas románticos, o si algo que no se determina por
los caracteres nativos. El romanticismo era afecto a la naturalidad. La vuelta
a la Naturaleza fue su consigna. Con esto, la nación vino a identificarse como
lo nativo.
Lo que determinaba una nación eran los caracteres étnicos, lingüísticos,
tipográficos, climatológicos. En último extremo, la comunidad de usos, costumbres
y tradición; pero tomada la tradición poco más que como el recuerdo de los
mismos usos reiterados, no como referencia a un proceso histórico que fuera
como una situación de partida hacia un punto de llegada tal vez inasequible. Los
nacionalismos más peligrosos, por lo disgregadores, son los que han entendido
la nación de esta manera. Como se acepte que la nación está determinada por lo
espontáneo, los nacionalismos particularistas ganan una posición inexpugnable.
No cabe duda de que lo espontáneo les da la razón. Así es tan fácil de sentir
el patriotismo local. Así se encienden tan pronto los pueblos en el frenesí
jubiloso de sus cantos, de sus fiestas, de su tierra. Hay en todo eso como una
llamada sensual, que se percibe hasta en el aroma del suelo: una corriente
física, primitiva y encandilante, algo parecido a la embriaguez y a la plenitud
de las plantas en la época de la fecundación.
TORPE POLÍTICA
A esa condición rústica y primaria deben los nacionalismos de
tipo romántico su extremada vidriosidad. Nada irrita más a los hombres y a los
pueblos que el ver estorbos en el camino de sus movimientos elementales: el
hambre y el celo –apetitos de análoga jerarquía a la llamada oscura de la
tierra– son capaces, contrariados, de desencadenar las tragedias más graves.
Por eso es torpe sobremanera oponer a los nacionalismos románticos actitudes
románticas, suscitar sentimientos contra sentimientos. En el terreno afectivo,
nada es tan fuerte como el nacionalismo local, precisamente por ser el más
primario y asequible a todas las sensibilidades. Y, en cambio, cualquier
tendencia a combatirlo por el camino del sentimiento envuelve el peligro de
herir las fibras más profundas –por más elementales– del espíritu popular, y
encrespar reacciones violentas contra aquello mismo que pretendió hacerse
querer.
De esto tenemos ejemplo en España. Los nacionalismos locales,
hábilmente, han puesto en juego resortes primarios de los pueblos donde se han
producido: la tierra, la música, la lengua, los viejos usos campesinos, el
recuerdo familiar de los mayores... Una actitud perfectamente inhábil ha
querido cortar el exclusivismo nacionalista, hiriendo esos mismos resortes;
algunos han acudido, por ejemplo, a la burla contra aquellas manifestaciones
elementales; así los que han ridiculizado por brusca la lengua catalana. No es
posible imaginar política más tosca: cuando se ofende uno de esos sentimientos
primarios instalados en lo profundo de la espontaneidad de un pueblo, la
reacción elemental en contra es inevitable, aun por parte de los menos ganados
por el espíritu nacionalista. Casi se trata de un fenómeno biológico. Pero no
es mucho más aguda la actitud de los que se han esforzado en despertar
directamente, frente al sentimiento patriótico localista, el mero sentimiento
patriótico unitario. Sentimiento por sentimiento, el más simple puede en todo
caso más. Descender con el patriotismo unitario al terreno de lo afectivo es
prestarse a llevar las de perder, porque el tirón de la tierra, perceptible por
una sensibilidad casi vegetal, es más intenso cuanto más próximo.
EL DESTINO EN LO
UNIVERSAL
¿Cómo, pues, revivificar el patriotismo de las grandes
unidades heterogéneas? Nada menos que revisando el concepto de
"nación", para construirlo sobre otras bases. Y aquí puede servirnos
de pauta para lo que se dijo respecto de la diferencia entre
"individuo" y "persona". Así como la persona es el
individuo considerado en función de sociedad, la nación es el pueblo
considerado en función de universalidad. La persona no lo es en tanto rubia o
morena, alta o baja, dotada de esta lengua o de la otra, sino en cuanto
portadora de tales o cuales relaciones sociales reguladas. No se es persona
sino en cuanto se es otro; es decir: uno frente a los otros, posible acreedor o
deudor respecto de otros, titular de posiciones que no son las de los otros. La
personalidad, pues, no se determina desde dentro, por ser agregado de células,
sino desde fuera, por ser portador de relaciones. Del mismo modo, un pueblo no
es nación por ninguna suerte de justificaciones físicas, colores o sabores
locales, sino por ser otro en lo universal; es decir: por tener un destino que
no es el de las otras naciones. Así, no todo pueblo ni todo agregado de pueblo
es una nación, sino sólo aquellos que cumplen un destino histórico diferenciado
en lo universal. De aquí que sea superfluo poner en claro si en una nación se
dan los requisitos de unidad de geografía, de raza o de lengua; lo importante
es esclarecer si existe, en lo universal, la unidad de destino histórico. Los
tiempos clásicos vieron esto con su claridad acostumbrada. Por eso no usaron
nunca las palabras "patria" y "nación" en el sentido
romántico, ni clavaron las anclas del patriotismo en el oscuro amor a la
tierra. Antes bien, prefirieron las expresiones como "Imperio" o
"servicio del rey"; es decir, las expresiones alusivas al "instrumento
histórico". La palabra "España", que es por sí misma enunciado
de una empresa, siempre tendrá mucho más sentido que la frase "nación
española". Y en Inglaterra, que es acaso el país de patriotismo más clásico,
no sólo existe el vocablo "patria", sino que muy pocos son capaces de
separar la palabra king (rey), símbolo
de la unidad operante en la Historia, de la palabra country, referencia al
soporte territorial de la unidad misma.
LO ESPONTÁNEO Y LO
DIFÍCIL
Llegamos al final del camino. Sólo el nacionalismo de la
nación entendida así puede superar el efecto disgregador de los nacionalismos
locales. Hay que reconocer todo lo que éstos tienen de auténticos; pero hay que
suscitar frente a ellos un movimiento enérgico, de aspiración al nacionalismo
misional, el que concibe a la Patria como unidad histórica del destino. Claro
está que esta suerte de patriotismo es más difícil de sentir; pero en su
dificultad está su grandeza. Toda existencia humana –de individuo o de pueblo–
es una pugna trágica entre lo espontáneo y lo difícil. Por lo mismo que el
patriotismo de la tierra nativa se siente sin esfuerzo, y hasta con una
sensualidad venenosa, es bella empresa humana desenlazarse de él y superarlo en
el patriotismo dela misión inteligente y dura. Tal será la tarea de un nuevo
nacionalismo: reemplazar el débil intento de combatir movimientos románticos
con armas románticas, por la firmeza de levantar contra desbordamientos
románticos firmes reductos clásicos, inexpugnables. Emplazad los soportes del
patriotismo no en lo afectivo, sino en lo intelectual. Hacer del patriotismo no
un vago sentimiento, que cualquiera veleidad marchita, sino una verdad tan
inconmovible como las verdades matemáticas. No por ello se quedará el
patriotismo en árido producto intelectual. Las posiciones espirituales ganadas así,
en lucha heroica contra lo espontáneo, son las que luego se instalan más
hondamente en nuestra autenticidad. Por ejemplo, el amor a los padres, cuando
ya hemos pasado de la edad en que los necesitamos, es, probablemente, de origen
artificial. conquista de una rudimentaria cultura sobre la barbarie originaria.
En estado de pura animalidad, la relación paterno filial no existe desde que
los hijos pueden valerse. Las costumbres de muchos pueblos primitivos
autorizaban a que los hijos matasen a los padres cuanto éstos ya eran, por
viejos, pura carga económica. Sin embargo, ahora, la veneración a los padres
está tan clavada en nosotros que nos parece como si fuera el más espontáneo de
los afectos. Tal es, entre otras, la dulce recompensa que se gana con el
esfuerzo por mejorar; si se pierden goces elementales, se encuentran, al final
del camino, otros tan caros y tan intensos que hasta invaden el ámbito de los
viejos afectos, extirpados al comenzar la empresa superadora. El corazón tiene
sus razones, que la razón no entiende. Pero también la inteligencia tiene su
manera de amar, como acaso no sabe el corazón.
(Revista JONS, núm. 16,
abril de 1934)
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