I
Es
difícil hallar entre los poetas argentinos lo que constituye un itinerario
lírico. Es decir, una suerte de desarrollo interior que mantenga la vibración
de la experiencia poética y que sea al mismo tiempo un cierto progreso en la
capacidad artística de expresarla.
Es
difícil además que un tal itinerario – como podría darse en Echeverría o Guido
Spano – constituya una renovatio: es
decir, una reanudación del vínculo con las fuentes del sentido poético, o la
manifestación de un sentido histórico que permita orientarse por entre la
caducidad de las escuelas literarias. Para explicar el primer punto, deberíamos
puntualizar qué se entiende por “fuentes del sentido poético”, y ello nos
llevaría muy lejos. Provisoriamente, sólo quiero señalar que los poetas
argentinos no tienen la menor sospecha de la significación helénica de la
poesía; y por eso mismo el territorio literario que recorren suele ser muy
limitado. En cuanto al segundo punto, es decir, lo que he denominado “ausencia
de sentido histórico”, con respecto a las escuelas literarias, suele ser una
consecuencia del ambiente cultural argentino, inclinado a imitaciones más o
menos pasajeras.
En
fin, es difícil hallar en los poetas argentinos un sentido de la lengua poética
como una dimensión primigenia, de una objetividad creciente, que asume al poeta
y lo incorpora a lo que el griego entendía como “reino de la musa”. El sentido
de la lengua no se reduce pues a un conocimiento, a una experimentación o a una
destreza. En la medida en que un poeta lo afirma y desarrolla, su poesía es una
nueva physis sobreagregada a la physis cósmica, y en la cual ésta halla
su verdadera coronación.
La
causa profunda de esta triple carencia en la historia de las letras argentinas
– carencia de itinerario lírico, carencia de renovatio, carencia de sentido de la lengua – radica en el
barroquismo, que constituye el principio promotor de la mentalidad argentina.
Ahora
bien, Leopoldo Lugones se nos presenta como un poeta que ha revocado estas tres
limitaciones, y que en su itinerario lírico manifiesta una voluntad de
transformación interior, un vínculo con el sentido helénico del mundo y un
descubrimiento de la lengua y de sus espacios espirituales. Trazar la ruta de
este itinerario constituye la verdadera biografía de Lugones y la verdadera
interpretación de su obra.
Pero
Lugones, por la época de su formación primera y por las inquietudes que lo
alertaron, pertenece al ámbito del positivismo argentino, tan degradado y tan
incapaz incluso de entender el aspecto fundamental del verdadero positivismo.
Por ello, todo sus itinerario coincide con un incasable apartamiento de aquella
atmósfera finisecular, prolongada en las grandezas del centenario, y con el
descubrimiento de una realidad impregnada del sentido helénico del hombre. Como
verdadero poeta sin embargo, consagrado a oír el misterioso rumor del mundo y a
interpretar el claroscuro de las cosas, se vio envuelto en la lucha por una
realidad que aunque positiva, había sido destruida por el positivismo
rioplatense; de una cosa, que aunque fenómeno visible, había sido desdeñado por
el nominalismo feroz de los liberales; y de una instancia espiritual, es decir,
ubicada en el reino del espíritu, pero que había sido traficada y corrompida por
supuestos defensores del espíritu: esa realidad, esa cosa, esa instancia, es la
Nación y la Patria.
El
itinerario de Lugones redescubre un feliz positivismo de la Patria a la que
entrevé en la estructura vertebrada de una Nación de sentido heleno-romano, por
el lado de la inspiración; y de un profundo colorido hispano-criollo, por el
lado de la tierra. La unión de tierra e inspiración significa en Lugones la
caducidad de aquel positivismo lírico, llevado a transformarse en una verdadera
instancia espiritual al nivel de la Nación. Precisamente aquí, como
consecuencia quizá de una confrontación irremediable y trágica, cuando el poeta
está libre, definitivamente libre de las estructuras positivistas y
nominalistas de la Argentina fenicia; cuando ha adquirido la certeza de un
positivismo del espíritu, actuante en las cosas de la tierra y presente de
alguna manera en la precaria historia argentina; cuando el vínculo entre tierra
e inspiración, lo ha empujado a anhelar la unión entre inspiración y vida
interior, Lugones advierte la muerte del espíritu creador en sus contorno: la
educación argentina, consagrada a eliminar y destruir el humanismo; la política
argentina, inclinada a forjar como sistema un enfrentamiento de facciosos y a
esclavizar a la Nación, a través de un Estado corrompido; los bienes
argentinos, dilapidados, saqueados y falsamente acrecentados; en fin, la vida
espiritual en la engañosa modorra de un tradicionalismo inerte, incapaz de
defender ya las fuentes verdaderas de la tradición. La confrontación se produce
pues, entre eso que he llamado “segundo positivismo lírico” y las ruinas de una
Argentina muerta, caída de las alturas phylokhremáticas
del año 10. El resultado de esta confrontación trágica fue el suicidio… Esa
muerte injusta, que sigue doliendo como una llaga de la Patria, resulta
asimismo un signo tremendo que nos circunda y que nos urge: ella entreabre las
honduras del desastre argentino y lo ubica en el nivel de un suicidio nacional.
Si
examináramos la obra poética de Lugones y dibujáramos los rasgos fundamentales
de su itinerario de cuarenta años, discerniríamos cuatro direcciones típicas en
su elaboración lírica. Podríamos denominarlas así: 1) la lírica del profetismo
liberal; 2) la lírica del descubrimiento de la tierra; 3) la lírica de la
interioridad constructiva; 4) la lírica de las cosas. Procuraremos estudiar
sucintamente cada momento y habremos trazado de este modo la curva espiritual
del poeta e interpretado la continuidad de su obra lírica.
II
Desde
el punto de vista de la historia del espíritu, la segunda mitad del siglo XIX
en la Argentina consiste en el triunfo de la retórica sobre la tierra, en una
falsa europeización, en la muerte lenta de la vida religiosa. Es inútil tratar
de ver las cosas de otro modo. Aún para los defensores del liberalismo
positivista y el sedicente cristiano, culminante en figuras antitéticas, como
serían las de Ingenieros y Estrada, resulta muy difícil encontrar testimonios
de un empuje creativo. En este período además, se consolidan las bases de una
cuantificación de optimismo burgués, sin la menor sospecha de los trasfondos
trágicos del alma. En fin aquella dialéctica entre la mentalidad porteña, la
mentalidad de llanura y la mentalidad de montaña – que he descripto en otra
ocasión – se acelera en beneficio del puerto, con su desarraigo nominalista y
destructor, con su pseudo-cultura fundada en la riqueza, pero no en la
contemplación. Entre los años 1897 y 1909, Lugones transita por esa atmósfera
argentina, donde se mezcla una ingenua búsqueda del pasado, un talento de tipo
periodístico y el incontenible caudal de un lirismo grandilocuente, y muchas
veces lento y plúmbeo, como cuadraba a la retórica de esos años. En Las montañas de oro (1897), una especie
de nuevo mensaje social-poético, colmado de las abstracciones que Lugones
respiraba en la atmósfera cultural y política del momento, pero al mismo tiempo
transido por un fuerte sentido visionario, que el poeta trae de su terruño
cordobés y del aire más nítido de la montaña, se configura este “profetismo
liberal” de su primer ritmo literario. Este profetismo de Lugones, aunque debe
atribuirse a influencias literarias concretas y aunque, como he dicho,
correspondería a esa “mélange” indescriptible que el Buenos Aires del 900,
revela sin embargo un intento de asir, sin demora, las realidades del mundo y
del hombre, en una suerte de primera interiorización. Su profetismo lírico, que
nos anuncia metamorfosis oscuras y sin mucho sentido filosófico, resulta sin
embargo muy diverso al de Almafuerte, que se mantuvo en ese nivel deplorable y
que quiso hacer de la poesía una especie de santuario de mal gusto. Lugones no
escapa desde luego a esta tentación; y la mezcla de ideas, imágenes,
descripciones y apóstrofes que se suceden en un torrente sin término, traduce
en el poeta cordobés el ímpetu de un temperamento, inclinado a lo que
llamábamos renovatio. En este
sentido, entre le profetismo de Lugones y el de Almafuerte median notables
diferencias. El predominio de una literatura romántico-realista; los caracteres
de una temática, colmada por un diluído humanismo socialista y el entusiasmo
por esas ideas generales – que han sido la ruina de la verdadera tradición
hispano-criolla – no llegan a cegar en Lugones la fuente de su expresión
poética, el poderoso ritmo de un lenguaje que se afirma como visión y
pensamiento, y el hecho que de cualquier modo la poesía es vida y no retórica.
Si la retórica existe, representa el ineludible tributo a la atmósfera
restringida de la época.
Conviene
puntualizar asimismo que en este primer período que hacemos llegar hasta el año
1910, se observa una lucha interna en la expresión poética de Lugones:
podríamos llamarla el conflicto entre un lenguaje de caracteres inconfundibles
y un ritmo que no vence ciertos obstáculos para alcanzar una armonía musical.
Este conflicto perdurará a lo largo de todo el itinerario del poeta, y
entrañará algunos aspectos de su caducidad literaria. Lugones tiene un poderoso
sentido musical del verso, un sentido casi salvaje y primitivo; pero no alcanza
a proyectarlo en una homogeneidad y coherencia de estirpe virgiliana. Y creo
que esta circunstancia ha ahondado algunas rupturas líricas. El problema de la
musicalidad del verso de Lugones es más complejo sin embargo; me limito a
subrayar los antecedentes más remotos de esa situación, y que en definitiva
deben atribuirse al ámbito lingüístico argentino.
Pese
a lo que suele decirse, con excesivo apresuramiento, estimo que hay mayor
fuerza y poesía más soberana en su libro inicial Las montañas del oro (1897), que en Los crepúsculos del jardín (1905) y Lunario sentimental (1909). Los elementos comunes a las tres
colecciones, los detalles de mal gusto, la ruptura del habitual lenguaje
lírico, heredado del barroquismo colonial, la introducción de una terminología
exótica, atenúan en los dos últimos libros el fervor de la imagen lírica. El
poeta no está maduro todavía para una captación profunda de esa imagen; se
mueve dentro de una nueva retórica “revolucionaria”, adscripta en cierto modo a
la superficie de un lenguaje casi “snob”. Sin embargo, en Las montañas de oro el joven de veintidós años, colmado de
concepciones todavía confusas, inclinado a los grandes gestos literarios,
escucha quizá con mayor fidelidad las resonancias de su alma, contagiada por
los estímulos del ámbito provinciano. Y aunque constreñido a lo que podría ser
una rebelión intelectual en la Córdoba del 90 – mezcla de rancios campanarios y
liberalismo abstracto – su temperamento poético deja transcurrir el fervor de
las imágenes iniciales. Este fervor se apaga un poco en el estilo entre
afrancesado y modernista de sus colecciones posteriores.
Nada
mejor que el poema La voz contra la roca
para definir este “profetismos liberal”, confuso, metamórfico, alimentado por
una especie de evolucionismo-espiritualismo, de ediciones baratas, con una
atmósfera mediúmnica, derivada tal vez de Poe, profetismo gozoso con sus gestos
titánicos… Y nada mejor que el poema El
viento para circunscribir esa potencia primera de las imágenes en Lugones.
El optimismo de sus proclamaciones con su trágico destino y cómo suena hoy
desde un lejanísimo y arcaico pasado:
Pueblo, sé poderoso, sé grande, sé
fecundo;
Ábrete nuevos cauces en este nuevo
mundo.
Respira en la montaña saludables
alientos;
Destuerce los cerrojos del antro de
los vientos;
Recoge las primicias de los frutos
opimos,
Cíñete la corona de espigas y racimos
(Aguilar,
p. 57)
A
esa poesía de Prometeos desatados, a esa imágenes ardientes y desaforadas,
suceden los tranquilos ámbitos de una lírica que oscila entre los primores del
salón y la sátira de café porteño, con una atmósfera de melodía melancólica,
que no alcanza a romper el tedio de esta contemplación estética. Ni en Los crepúsculos del jardín, ni en el Lunario Sentimental encontramos todavía
el ímpetu de una interioridad constructiva. Esos poemas son más bien el efecto
de una suerte de contraposición en que se complace Lugones, ritmo que lo ha
llevado precisamente al último instante de su lírica entrañable y madura. A la
imagen violenta, monumental y que se edifica en un verso prolongado de
sonoridades oscuras, sigue un gusto por el colorido nítido y discreto. Pero ese
ritmo de contraposición que señalo en estos diez o doce años inciales del
poeta, esa especie de búsqueda que fue primero en la literatura y luego en las
cosas, implica que el profetismo liberal está ya vencido en el poeta cordobés y
que su obra inicia la ruta de los verdaderos descubrimientos líricos. Basta
comparar a los ejemplos que he mencionado el Soneto Delectación morosa (Los crepúsculos del Jardín):
La tarde, con ligera pincelada
Que iluminó la paz de nuestro asilo,
Apuntó en su matiz crisoberilo
Una sutil decoración morada.
Surgió enorme la luna en la enramada;
Las hojas agravaban su sigilo,
Y una araña, en la punta de su hilo,
Tejía sobre el astro hipnotizada
(Aguilar,
p.121)
III
En
1910 publica Lugones su libro Odas
seculares. Esta colección inaugura su segundo momento espiritual y
literario, que hemos denominado “la lírica del descubrimiento de la tierra”.
¿Cómo se explica este rumbo de Lugones y cuáles podrían ser las causas y las
consecuencias de esta actitud? Entre las causas sólo quiero mencionar una,
frecuentemente atenuada por nuestros críticos; y entre las consecuencias
prefiero circunscribir aquéllas que se ubican en la línea de nuestro tema.
Lugones
redescubre el mundo helénico, o mejor dicho, heleno-romano. Intuye la
consistencia poética de este mundo y la significación espiritual de su legado.
Este descubrimiento habría de prolongarse en búsquedas más o menos profundas de
la vida griega, y en una reorientación de su actitud frente a la tierra
argentina. Pero entendámosnos: Lugones no es ni un helenista ni un latinista,
capacitado para enfrentar los arduos problemas de la antigüedad clásica. No
tenía por qué serlo, y ha sido mejor quizá que no lo fuera. No tenía por qué
serlo, y ha sido mejor quizá que no lo fuera. Por lo demás, ¿quién era helenista
hacia el año 1910? Conviene sin embargo colocar el problema en su marco
verdadero: no se explica la ruta del poeta cordobés, desde el año 10 en
adelante, sin la presencia de lo helénico, aunque ello no autoriza a
considerarlo con los rasgos de un filólogo.
Este
redescubrimiento de la antigüedad – preludio de una nueva experiencia lírica de
la tierra – reproduce al nivel argentino el ritmo del siglo XVI: desde lo
romano a lo griego, y en lo griego la significación inigualable del acto
poético o de la vida poética, no en tanto que literatura, sino en tanto que
dimensión metafísica del hombre. Dicho de otra manera: Lugones redescubre Roma
a través de Horacio y Virgilio. Este encuentro señala el encuentro con la
tierra – que se le revela por Virgilio – y particularmente con la tierra
argentina; pero la profundización de este hallazgo exige la coronación que sólo
puede hallarse en lo helénica, en la nitidez alertada del reino de la Musa y de
su significación metafísica. Se descubre pues el rostro de la tierra, de las
cosas, y se abre por primera vez la fidelidad al soplo de las musas. Comienza
la muerte de la “littérature”, y Lugones inicia un camino signado por dolorosos
desastres interiores. Al mismo tiempo, con esta especie de callada
controversia, en que se juega su destino, Lugones advierte quizá por primera
vez la contextura del clasicismo español del siglo XVI, y por allí recupera lo
hispánico y por ende lo criollo, lo que está inscripto de alguna manera en el
decurso de la Nación y que parece estar muriendo ante el empuje de la
mentalidad porteña, sin motivaciones creadoras.
Nuestra
conclusión es pues un poco sorprendente: en 1910 Lugones es un poeta del siglo
XVI. Y en esta fórmula resumimos la causa de su posterior itinerario de treinta
años, el carácter de su contextura espiritual, profunda y creadora, el
desarrollo de su temperamento polémico, a medida que abandonaba la atmósfera
positivista y liberal de los años 90 al 10, en fin el desastre de su vida
trunca, como un postrer cansancio y un postrer olvido de sus entusiasmos
iniciales.
Las
Odas seculares son el testimonio de
este redescubrimiento de la tierra, el cual está en la base del itinerario
posterior del poeta. En este redescubrimiento, la presencia de Virgilio y
Horacio corresponden a diversos niveles de contemplación lírica. El nombre de
la colección es horaciano, y el hecho de que Lugones cite algunas estrofas del Carmen saeculare del poeta latino, nos
revela el sentido de la rememoración. Pero al mismo tiempo su extenso poema A los ganados y las mieses, nos
advierte que Lugones, ubicado en la antigua tradición greco-latina de los temas
geórgicos, acepta la presencia de Virgilio, como una insigne relación
promotora, como una suerte de virtud iluminante, que restaura el vínculo entre
la Argentina philokhremática y el aire misterioso y divino del príncipe y
maestro de los poetas occidentales.
Detengámosnos
brevemente para medir el nuevo ámbito que se distiende ante nuestra mirada. La
grandilocuencia profética –y a veces desaforada –; la afrancesada delicadeza de
bibelot modernista y la sátira porteña, organizada sobre el mal gusto y la
estrechez espiritual, quedan vencidas por la presencia simultánea de dos
instancias, absolutamente dispares, pero vinculadas en lo íntimo de la obra
poética: la de dos grandes poetas latinos, que desde un remoto pasado
histórico-literario, cada vez más remoto para las letras argentinas, surgen de
pronto con la verdadera fuerza de los clásicos; y la de la tierra, que se abre
por primera vez ante los ojos de Lugones, liberado de las trabas estéticas del
positivismo. Virgilio y la tierra argentina, en el sentido más concreto y obvio
de su significación, incorporan a Lugones al “reino de la musa”, lo erigen
poeta después de haber sido durante unos quince años un brillante decidor de
versos más o menos vacíos. En este momento se produce o se inicia aquella
triple revocación, aludida al comienzo, que origina el desarrollo de su
itinerario lírico, la intuición de lo helénico y el descubrimiento de la lengua
poética, como un espacio espiritual de resonancia inalcanzables y divinas. Pero
Virgilio es sin duda alguna el genio promotor de estos trasfondos; por ello
nuestra patria debe al poeta mantuano la consolidación de su destino
espiritual, y Lugones el carácter de su existencia interior y de su ruta
literaria.
IV
En
la colección Odas seculares hay un
tono de glorificación, sugerido ya por el título del volumen, y la articulación
de tres niveles poéticos fundamentales: la tierra en su magnífica y opulenta
fecundidad; la tierra en su paisaje multiforme y vasto; la tierra en su
transfiguración histórica, como Nación y como Patria Argentina.
Suele
explicarse el tono de glorificación por las circunstancias del centenario de
Mayo. Y este elemento es indudable. Sin embargo, cuando hablo de
“glorificación” me refiero más bien al abandono de la retórica del 900, y al
hallazgo de una dimensión de la palabra poética que consiste en coronar la
exstiencia de las cosas visibles por su incorporación al canto del poeta. Y
esto es precisamente lo que el griego entiende por “reino de la musa”. Desde
este punto de vista, las Odas seculares
están muy lejos de ser, en su contextura fundamental, poemas de circunstancias
patróticas, con todo lo que esto denota en las costumbres argentinas de
celebraciones vacías; en tanto que el término glorificación alude al diseño de un
rostro oculto en la precariedad de la tierra y a una dinámica nueva en la
elaboración misma de la palabra poética. El vínculo entre poeta y tierra
transcurre pues en niveles más profundos y decisivos, en niveles creadores: el
poeta recibe de la tierra el estímulo de una vida interior que se libera de los
tópicos y del lenguaje finisecular; y la tierra recibe del poeta una existencia
de entidad espiritual, imperecedera, como nueva creatura de la musa. Es esto
precisamente lo que entiendo por glorificación. ¡Cuántos entusiasmos verdaderos
despertó en Lugones este descubrimiento, y cuántas desazones y decepciones
surgieron en los años subsiguientes! Sería tal vez esclarecedor tener presente
esta dolorosa confrontación respecto de una pseudocultura argentina y sobre
todo de una política argentina que ha negado permanentemente la tierra, para
comprender el trágico final en el itinerario el poeta.
Veamos
brevemente la triple perspectiva de la tierra. En primer lugar la tierra en su
magnífica fecundidad. El extenso poema A
los ganados y las mieses pertenece al género didáctico, aunque Lugones no
se propone tanto enseñar las labores campesinas, como configurar el carácter
del campo criollo, sus cosas, sus faenas, animales, figuras humanas,
transformadas a veces en típicos personajes de una ambiente sencillo y robusto.
No cabe duda sin embargo que el poema corresponde a la tradición heleno-romana
de las Geórgicas de Virgilio y que
desde este punto de vista representa en la literatura castellana un
sorprendente testimonio de la continuidad del género.
El
ámbito del poema es llanura bonaerense y santafesina, con su prodigiosa
fecundidad y el generoso trabajo que la transformó en los años que van del
ochenta al centenario. No es la pampa bravía del indio y del gaucho, el paisaje
de la Cautiva o de Martín Fierro; pero tampoco es la
composición estética de Don Segundo
Sombra. El paisaje está en cierto modo, en el poema de Lugones, subordinado
a las cosas que lo integran, y esas cosas se presentan como fruto de un nuevo
vínculo entre la naturaleza y el hombre. Podría denominarse quizá la pampa del
inmigrante, aunque ello no elimine el carácter sustancialmente criollo del
conjunto.
En
este sentido una tensión interna sacude el poema; ella tal vez arranca de una
confrontación entre la llanura y la montaña, entre la psicología del
provinciano, cordobés o santiagueño, con su indeleble resabio hispánico, y esta
nueva atmósfera bonaerense, para recoger los caracteres del italiano o del
vasco. Esa confrontación es visible sobre todo en dos momentos del poema:
cuando Lugones expone la alabanza del maíz y al final de la obra, cuando canta
las colmenas:
En las cañadas de mi sierra verde
Sube tanto el maizal cuando se logra,
Que con caballo y todo nos perdíamos
En las chacras sonoras,
Buscando las espigas que manchaba
Una coloración morada o roja…
(Aguilar,
p.440)
Como era fiesta el día de la patria,
Y en alguna ladera barrancosa,
Las mañanas de mayo, el veinticinco
Nuestra madre salía a buena hora
De paseo campestre con nosotros,
A buscar por las breñas más
recónditas
El panal montaraz que ya el otoño
Azucaraba en madurez preciosa.
(Aguilar,
pág. 446)
Desde
el punto de vista de la estructura poética, sobre el panorama de la pampa
bonaerense que se enmarca a veces por el recuerdo de la sierra cordobesa, o del
paisaje mendocino y riojano, el poeta entrelaza tres elementos literarios, de
diversa significación: el primero es el tono o la actitud laudante, que le
permite transfigurar la tierra y las cosas; el segundo es el elemento de sátira
horaciana, con el que Lugones intercala, en el curso de la transfiguración
poética, un cuadro cotidiano:
Al estribo saluda el comisario
Muy orondo, atusándose la mosca,
Con su golilla negra y su chambergo
(Aguilar,
p. 438-9)
Y
el tercero es un estilo descriptivo, nítido y escueto, como el de un buril que
grabara con precisión inigualable las formas de las cosas, y no retrocediera no
se fatigara ante ninguna dificultad. Este último elemento prolonga la gran
tradición de algunos clásicos, particularmente Lope de Vega y Francisco de
Quevedo. Tal por ejemplo la descripción del toro:
Una sangre excelente engarza su ojo
Con bravío coral. Fuego de aurora
Parece que se atarda empurpurando
En su tostada piel. Su poderosa
Fábrica funda en los enjutos remos
Una gravedad brusca y categórica.
……………………………………………..
En la húmeda penca de su morro
Irisa el sol una hebra perezosa,
Y la luz, en el ágata del cuerno,
Fija un bélico lustre de arma corva.
Soplos de brisa matinal le barren
Con tibia suavidad la crespa cola…
(Aguilar,
p. 431-2)
Esos
elementos literarios configuran y transfiguran, y en estos dos actos poéticos
fundamentales Lugones se coloca a la cabeza de los poetas de habla castellana a
principios de este siglo.
V
Pero
además está la tierra en su paisaje multiforme y vasto. Ya hemos advertido en
la Oda a los ganados y las mieses, el predominio del ámbito
pampeano; y al comienzo del poema, antes de la descripción del toro, en una
suerte de ajustada contemplación, con los primeros treinta versos recoge
Lugones los detalles característicos de este ámbito:
Un verde matinal lustra los campos
donde el otoño, en languidez dichosa,
con dorado de soles que se atardan
va dilatando madureces blondas.
A través de la pampa un río, turbio
de fertilidad, rueda silenciosa
su agua, que tiene por modesta fuente
la urna de tierra de la tribu
autóctona.
(Aguilar, p. 431)
A
este cuadro se añade la contemplación de la montaña y do los grandes ríos.
Lugones vuelve a las grandes pinceladas de su primer libro, pero con una rara
maestría en ceñir las dimensiones objetivas del mundo, con la misma precisión
para lo diminuto y pequeño, o para lo monumental o majestuoso. Estamos en
presencia de una victoria lírica sobre la retórica del siglo, y al mismo tiempo
frente a un retorno al fervor primero de las imágenes, aquel fervor que es el
principio mismo de su lenguaje lírico.
En
fin, la transfiguración histórica de la tierra como Nación y como Patria
argentina. Aquí se encuadran las dos últimas partes del libro, “Las ciudades” y
“Los hombres”, pero sobre todo la oda inicial A la Patria, posiblemente
uno de los poemas más acabados del vate cordobés:
Patria, digo, y los versos de la oda
como aclamantes brazos paralelos,
te levantan ilustre, única y toda,
en unanimidad de almas y cielos.
Visten en pompa de cerúleos paños
su manto de Andes tus espaldas nobles
y sobre ellas encumbran tus cien años
su fresca fuerza de leales robles.
(Aguilar,
p. 423)
Esta
Oda hace de proemio para toda la colección. Y es en ella donde aquella actitud
que he llamado laudante entreabre el sesgo más profundo de Lugones, su
verdadera ruta artística y el sentido fundacional de su poesía, que no sólo
nombra, sino que erige y recrea en una definitiva existencia espiritual. En
esta Oda, la "patria” es la tierra como numen, en el sentido fuerte de la
expresión, numen que penetra y configura la contextura de los hombres y que se
yergue entonces como un destino histórico incambiable y en cierto modo
absoluto. Hay que tener en cuenta estas instancias para explicarse el giro
interior del poeta, aquella su dinámica espiritual que lo enfrentó con las
falsificaciones nacionales, que le enajenó la voluntad de los políticos de turno
y que finalmente lo mantuvo en aquella su soledad trágica y sin término.
Lo
que ha sido la tierra para el indio y para el conquistador hispánico; lo que
ha sido sucesivamente para las generaciones de los siglos XVII y XVIII,
embarcadas muchas veces en una cultura sin verdadera vigencia religiosa ni verdadero
sentido histórico; lo que ha sido para los políticos y literatos del siglo XIX,
tomados por el racionalismo afrancesado o anglo-yanqui, y eufóricos con las
abstracciones contra la tierra; lo que ha sido ésta en fin para las
generaciones de fin del siglo XIX y primer tercio del XX, explicaría, en un
aspecto al menos, la dirección del país, esa progresiva ausencia de sentido
creador, ese gusto por las grandezas vacías.
Lugones
abandona resueltamente esa contextura, en un triple sentido: abandona la
ideología liberal positivista; abandona el lenguaje del barroquismo
finisecular; abandona aquella temática estetizante de su Lunario sentimental. En el punto de arranque de esta curva
indudable —y que el crítico debe interpretar— encontramos precisamente esta
colección del año 10, Odas seculares;
en ella, la oda proemio adquiere la significación de un testimonio profundo y
nítido, como una especie de lumbre que desentrañara la ruta dolorosa del poeta.
Pues entre el año 10 y el año 38 se consolidan precisamente las raíces del
desastre argentino; el país se extranjeriza, la nación pierde el rostro de sus
fundadores, y los verdaderos cimientos espirituales se deterioran sin remedio
como consecuencia de una educación contraria al humanismo helénico. Mientras el
poeta descubre con esa oda y con ese libro el verdadero rostro de la tierra
como Nación y como Patria, ésta es traficada, sojuzgada, ignominiosamente
confundida y finalmente entregada a la devastación que nosotros vivimos.
El
abandono de la ideología liberal-positivista culmina, como sabemos, con sus
cuatro conferencias sobre la situación nacional, pronunciadas en julio de 1923.
A cincuenta años cabales de aquellas páginas enardecidas; cómo duele ver su
herencia vilipendiada por algunos, traicionada por otros, olvidada por los más.
Y quizá nunca como ahora convenga oír las admoniciones de sus discursos
soberanos, cuando la extranjería ha cubierto su designio con un manto de
tecnología o de cultura superior:
“El
asombroso olvido —decía Lugones —de la conveniencia recíproca que engendra la
vinculación leal del residente extranjero con el país impone definiciones
categóricas. Y es la primera que la condición de ciudadano comporta dominio y
privilegio para administrar el país, porque éste pertenece a sus ciudadanos, en
absoluta plenitud de soberanía. Nosotros ejercemos el gobierno y el mando.
Somos los dueños de la constitución… podemos modificarla o suprimirla por acto
exclusivo de nuestra voluntad. No hemos creado con ella ningún dogma, ni nos
hemos comprometido temporalmente ante los extraños... Nosotros somos quien
acepta al extranjero, no el extranjero quien nos acepta a nosotros. Entre el
extranjero y el país hay reciprocidad de conveniencia, no de potencia”.
En
su tercera disertación, titulada Disciplina
nacional, señaló los peligros del electoralismo desenfrenado con estas
palabras: “El electoralismo es prácticamente un régimen de soborno, que trata
de poner la masa de votantes a sueldo más o menos permanente o disimulado,
invirtiendo en dicho objeto los recursos del país. Por eso hemos visto que
todos nuestros partidos, sin excepción, entregáronse bajo su estímulo a una
verdadera puja, no para ganarse la voluntad del pueblo, según reza la
paparrucha democrática, sino para crear realmente una monstruosa burocracia: la
más abundante y cara del mundo”.
En
este apartamiento ideológico sin embargo no explicaríamos ni el tono ardiente y
polémico, ni el enfrentamiento irremediable que lo puso ante un sanhedrín de
mediocres o de tibios, si no partiéramos
del descubrimiento lírico de la tierra, de la transfiguración que sufre en su
verso magnífico la nación humillada y si no reviviera, por imperio de su fuego interior,
la hazaña inconmensurable de nuestros viejos soldados, que Lugones recuerda
precisamente en su poema a los granaderos:
Con arrebato de horda va el corcel
formidable
enredado a sus crines ruge el viento
de Dios;
sobre el bosque de hierro vibra en
llamas un sable
que divide a lo lejos el firmamento
en dos.
La montaña congénere donde el cóndor
empluma,
sonreída de aurora despertó a ese
tropel
de patria, y la simétrica marea ungió
en la espuma,
de un brindis gigantesco los flancos
del corcel.
(Aguilar, p. 478)
El
abandono del barroquismo finisecular se advierte en el esfuerzo por recrear el
lenguaje poético, hasta conferirle una especie de potencia revelatoria de la
tierra. Y a su vez el abandono de la temática estetizante implica el retorno de
Lugones al ámbito de sus raíces espirituales hispano-criollas, el
redescubrimiento lírico de la montaña, el hallazgo virgiliano de las cosas, de
aquellas cosas inscriptas en el marco de nuestra tierra sufriente y prontas a
entreabrirse a una mirada según el hexámetro del poeta latino: Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia
tangunt.
VI
Entre
1912 y 1924 se extiende un período de búsqueda de la interioridad, que
emparenta a Lugones con ciertos aspectos de la lírica anglo-germánica. Tal vez
este proceso de interiorización emocional, amorosa, de una vibración tierna y
como recogida en una calidez, incomparablemente humana, signifique la
convivencia de Lugones con el paisaje otoñal, de dorados y neblinas,
contrapuesto al nítido trazo de la montaña cordobesa o riojana. Además, una
suerte de invasión musical parece asumir las imágenes y el verso, para
trocarlos en verdaderas composiciones sonoras, donde la significación estricta
del contexto se insume en el itinerario de una melodía o de un contrapunto,
diestramente concebido y ejecutado. Finalmente, tal vez podría insinuarse en
esta atmósfera entrañable, de música de cámara y de “lied” alemán, el fruto de
sus repetidos viajes a Europa, su contacto con los ambientes de verdadera
cultura estética, sus lecturas renovadas, tal como se desprende de la biografía
escrita por su hijo. La presencia de Europa, España, Alemania, Francia, una
Europa realmente interiorizada, indagada y asumida, me parece que se insinúa
constantemente entre El libro fiel y
el Romancero; y que es Europa, en
definitiva la señalará al poeta la ruta de su lirismo y de su denodada lucidez
patriótica por la Nación. Pero esta Europa madura en el poeta a través de una
nueva sensibilidad musical, lo que podríamos llamar un redescubrimiento de la
música, y en un nuevo sentido del color, como consecuencia de su observación de
las grandes obras pictóricas; y es esta misma ropa la que quizá promueva, en
los trasfondos espirituales del cordobés insigne, la remoción de la utilería
ideológica del liberalismo, hasta devolverle en un positivismo de raíces hispánicas
el rostro oculto de una tierra sojuzgada.
Dos
ejemplos típicos de eso que he llamado invasión musical en su poesía de este
tercer período, entre los muchos que podrían aducirse. En El libro fiel (1912) los cinco sonetos de Crepúsculos del jardín, que constituyen una sonata poética, con títulos
de movimientos musicales (andante, adagio, scherzo, etc., Aguilar, pág. 518). En
El libro de los paisajes (1917) el Quinteto de la luna y el mar, distribuido
según los instrumentos: piano, primer violín, segundo violín, contrabajo, violoncello
(Aguilar, pág. 551); y en Las horas
doradas (1922), el Sexteto del otoño (Aguilar, pág. 698) donde están unidos
estos dos impulsos de la interioridad constructiva: el descubrimiento otoñal y
el espíritu de la música:
Alamo solitario que te apiadas
de no sé qué recónditas congojas,
menguando el parpadeo de tus hojas
en un temblor de lágrimas doradas.
Flota una dulce angustia en los
efluvios
del jardín que tardío se sonrosa,
y la estación para morir hermosa
se envuelve, lenta, en sus cabellos
rubios.
Diríase que hilando esta la calma
su copo de oro en tu vibrante rueca,
y el lento día, como una hoja seca,
va a caer sin rumor dentro del alma.
y la
última composición de este conjunto cíclico -que corresponde al violoncello— y
que siendo un soneto sugiere la voluntad constructiva del poeta y la atmósfera
de música otoñal, casi definitiva y perenne:
Deja caer las hojas y los días
una vez mas, segura de mi huerto.
Aun hay rosas en él, y ellas por
cierto
mejor perfuman cuando son tardías.
(Aguilar, p. 701)
Sin
embargo, el poeta no pierde el vínculo con la tierra; por el contrario, parece
que comienza a entreverla en su vigor inalcanzable y duradero, visible en el
relieve de sus creaturas multiformes. De allí también que se subraye aquel
poder plástico de configurar con la palabra y el verso, según una tendencia
contrapuesta al movimiento musical. En tres direcciones se ejerce este poder de
visión y objetivación: el mundo de los pájaros, el mundo de las flores y la
captación del paisaje, en su totalidad o en sus elementos, cual si fueran
realidades incambiables, habitadas por un espíritu, que se hace forma visible o
audible y que pasa a la palabra en un acto de denominación lírica.
En
El libro ele los paisajes, recordemos el capítulo titulado Alas, donde desfilan
con nítido contorno y movimiento, los pájaros de nuestra tierra, poemas cuya
lectura ha sido delicia en nuestras clases de la escuela primaria: (El chíngalo,
Aguilar, p. 576):
Cuando el campo está más solo
y la casa en paz, abierta,
aparece por la puerta
muy sí señor el chingolo.
Viene en busca de una miga,
o una paja de la escoba,
que ciertamente no roba
porque la gente es su amiga.
Y así
pasan, con incomparable contorno y en una atmósfera de nostalgia, el federal,
el carpintero, los tordos, el jilguero, la golondrina, etc.
En
el libro Las horas doradas recordemos
en cambio el mundo de las plantas y las flores, particularmente en Loas de la primavera, y en Elogio de las rosas (Aguilar, 655). Pero
aquí un vago aire a lo Rubén Darío, un detalle descriptivo o evocativo parece
recordarnos el Lugones anterior a las Odas
seculares. Sin embargo, siempre contenido y nítido, su verso ha conquistado
el espacio entrañable de las cosas, les ha comunicado la música interior que se
desarrolla en el poeta, o las aprehendido en un gesto de noble inspiración
humana.
En
cuanto al paisaje, se insinúa y consolida un arte de la descripción elemental,
una tendencia pictórica que pienso puede derivar, como ya dije, del contacto de
Lugones con la gran pintura europea. Resulta sorprendente en todo caso, la
severidad con que el poeta asimila tales estímulos y los subordina a su
itinerario personal, sin hacer concesiones fáciles ni abandonarse a una literatura
de trasposiciones estéticas, que fue la moda en el período de la primera guerra
mundial.
Es
curioso sin embargo una circunstancia ya señalada: mientras en la poesía
transcurre esta hondura de la interioridad; mientras el paisaje de otoñal
envuelve el verso de Lugones en una tierna y melancólica melodía – donde entra
mucho de la nostalgia por su tierra – ; y mientras aquel reencuentro con la música
sobre todo con la música de cámara, completa la sobria línea de una
interioridad verdaderamente sensible y pura, el estilo polémico de Lugones se
hace más incisivo, su pensamiento más tajante, sus actitudes más comprometidas
respecto del destino de nuestra tierra, que descubre y canta con sorprendente
sencillez. Y por ello, aunque por algún sesgo, parezca retornar al Lugones
aporteñado del 900 y aunque en algún sentido, su poesía parezca haber
abandonado aquella religiosidad de la tierra, tan poderosa en sus Odas seculares, sin embargo la ruta
hacia las cosas y el dominio de un lenguaje incomparable hallan en este período
intermedio sus raíces más hondas y su plena vigencia en una poesía que nombra y
transfigura para el “reino de la Musa”. Lugones regresa pues a la tierra, al ámbito
de sus montañas, al redescubrimiento de su estímulo numinoso, para cincelar en
un último esfuerzo el rugoso y sufriente contorno de sus creaturas, o la alegre
y festiva madurez del provinciano, o el indomable carácter hispano-criollo, que
está en el paisaje, en los hombres y en las cosas, y que retroceden ante el
vacío de Buenos Aires, frente a una política de destrucción nacional y a
consecuencia de una educación erigida contra la tierra y el espíritu.
VII
Estamos
así en lo que hemos llamado “la lírica de las cosas”, que constituye en cierto
modo la gran herencia de Lugones para las generaciones más jóvenes. Conviene
aclarar sin embargo que no se trata de una novedad absoluta en el itinerario
del poeta, sino de una suerte de definitiva concentración en éste su
descubrimiento de las cosas. Desde los lejanos días de sus libros iniciales,
las cosas han estado presentes do alguna manera en su inspiración; ellas le han
mostrado, desde su niñez provinciana, algo inasible pero actuante en la tierra
y en el hombre; lo han salvado del esteticismo literario, de la vulgaridad
portería, del snobismo tan típico de los argentinos en busca de una cultura
fundada en el dinero y en la exhibición; y en fin esas mismas cosas, conjugadas
con el hombre, en una atmósfera de verdadera custodia de la tradición le revelan
al poeta el rostro de la “nación”, el contexto de su historia dolorosa. En esto
se reconoce precisamente aquella triple característica, que hemos señalado
inicialmente: en el modo de estar presentes las cosas se diseña un itinerario
poético, un vínculo entrañable con el cosmos, un poder lingüístico de creación
literaria, que le confiere indudable universalidad, es decir, lo erige en un
clásico de la lengua española. Frente pues a sus dos últimos libros Poemas solariegos y Romances del río Seco, advertimos la curva ascendente de esta
presencia de las cosas. Esa curva podría ser trazada, desde Las montañas del oro, en las siguientes
etapas:
En
un principio la tendencia a lo monumental y cósmico, a los cuadros de grandeza
histórico-profética, hacen de la naturaleza y del mundo una especie de cantera inagotable,
donde Lugones deja transcurrir su vigor retórico. Sin embargo, la convivencia con
el paisaje provinciano, la observación de los hombres y su propio mundo
interior lo apartan de una poesía de composición sobrepuesta, como si viniera
de afuera, tal como ocurre per ejemplo con Olegario V. Andrade. La composición
literaria en su primer libro revela una feliz articulación entre palabra y
realidad, donde se descubre precisamente la raíz de su itinerario.
Luego,
Lugones siente la tentación de la literatura; pero la exigencia de un lenguaje
personal, la tendencia a observar el colorido y las formas, la multiplicidad de
sus lecturas y el fervor que pone en sus viajes le devuelven las cosas como en
otro nivel, asumidas en una atmósfera entrañable, que se ha ido purificando de
los lugares comunes. Aquí se inserta el descubrimiento lírico de la tierra
argentina, donde las cosas enmarcadas con sus rostros inconfundibles le obligan
a un esfuerzo de observación y estilo, que son en definitiva el triunfo de una
especie de objetividad poética, armoniosa y segura.
Finalmente
las cosas penetran en la potencia recreadora del poeta y le confieren una
tarea: la de restablecer su verdadero trasfondo arcaico, o de configurarlas
según la verdadera significación telúrica o tradicional. Al mismo tiempo, el
estilo del poeta se ve constreñido a una llaneza clásica, a una austeridad
expresiva que no tiene parangón con la literatura hispanoamericana. La armonía
entre el mundo exterior, que pervive bajo la mirada del poeta, y el estilo nítido
y llano, ha alcanzado su máxima formulación lírica: las cosas imponen al poeta
una definitiva mesura y el poeta comunica a las cosas una definitiva existencia
espiritual. Tal es a grandes rasgos, el itinerario cumplido en la poesía de
Lugones, en lo que atañe a la presencia de las cosas; en ese itinerario sus dos
últimos libros Poemas solariegos y Romances del río Seco traducirían pues
esa armonía sustancial y es acorde incomparable que hace de Lugones no sólo un
poeta que canta la patria, sino un poeta que la funda con su canto.
La
suprema “cosa” es pues la “patria”, no sólo como un motivo de celebración
emocional, sino como una entidad cuyos rasgos ss hacen visibles en un nivel de
sus creaturas históricas: primero en sus raíces incambiables que siguen funcionando
en la remota y activa presencia del pasado; y luego en la magnífica madurez de
una tierra, que se ha liberado de las oscuras potencias indígenas, para
constituirse en una nueva dimensión humana.
Hay
un rasgo común en estos dos últimos libres de Lugones: la atmósfera del relato.
Sin embargo, Lugones no es un juglar ni un bardo, aunque parece combinar
elementos de uno y otro. Esa atmósfera del relato es la contraparte de la
“cosa”, el detalle dinámico que la envuelve en una suerte de resurrección o
transfiguración poética. Este vínculo entre cosa y relato, esta interacción del
mundo objetivo y de la atmósfera creada por la palabra poética restaura en un
cierto sentido la significación homérica del relato, al nivel del itinerario de
Lugones y de las posibilidades de la lengua castellana. Hablo de significación
homérica, en el sentido de un vínculo primigenio entre palabra y realidad,
entre atmósfera poética y acción poética. Por eso hay también algo de
juglaresco en los dos últimos libros.
A
medida que el descubrimiento de la tierra y de sus cosas a ido profundizando,
Lugones encuentra el gozo de decir, que es la misión fundamental del juglar.
Pero también tiene algo de bardo; a medida que aquel redescubrimiento le ha
mostrado algo del misterioso poder de las acciones humanas, Lugones encuentra
el gozo en crear una especie de mito con las creaturas de la tierra, con los
hombres que la han amado o dominado.
Este
relato arranca en el recuerdo de los antepasados, a través de cuatro siglos de
generoso vínculo con la tierra:
a Bartolomé Sandoval
conquistador del Perú y de la tierra
del Tucumán, donde fue general,
y del Paraguay, donde como tal
a manos de indios de guerra
perdió vida y hacienda en servicio
real.
Al maestre de campo francisco de
Lugones. . .
(Aguilar, pág. 805).
Esta
entrañable dedicatoria, con algo del sabor castellano del Cid, o de la morosa
meditación de un Berceo, nos ubica en la línea del juglar. Luego en el poema La muerte del manantial nos introduce el
poeta en un relato casi mítico, transido de una potencia numinosa,
indiscriminada pero actuante:
Cuando el ojo de agua que al pueblo
daba nombre
se agotó para siempre, el vecindario
le hizo el debido comentario
como si se tratara de la vida de un
hombre.
(Aguilar, p. 843)
En
los Romanees del río Seco esa
simbiosis de juglar y bardo recupera el tono trágico (le muchos episodios nacionales,
y sobre todo devuelve a las figuras humanas su verdadero trasfondo dramático,
borrado en las polémicas de la historia liberal. Y así se inicia el libro con
el poema La cabeza de Ramírez:
En la guerra federal
y entre esos hombres impíos
perdió la vida Ramírez
tirano del Entre Ríos.
Le cortaron la cabeza
que es lo que voy a contar
cerca del pueblo llamado
San Francisco del Chañar.
Yo lo sé bien porque soy
nativo de aquellos pagos
que tanto tiempo sufrieron,
con la guerra y sus estragos.
(Aguilar, p. 921)
Entre
los antepasados hispánicos y las vigorosas figuras de nuestros caudillos; entre
el esfuerzo fundacional de los conquistadores, apenas sugerido, y el trazo
completo de nuestros hombres, nuestras cosas y nuestra tierra, transcurre en
realidad una sola curva poética, que envuelve en el dinamismo de su verso
seguro y poderoso los múltiples detalle objetivos de aquel mundo perimido. Esa
curva parece afinarse, cobrar un ritmo más isócrono y un movimiento más rápido
en Los romances del río Seco. Esta
presunción podría confirmarse y ejemplificarse estudiando la métrica de sus dos
últimos libros. Empero ahora sólo nos interesa destacar la maestría de Lugones
en el dominio del mundo objetivo, recobrado vigorosamente dentro de la
perspectiva de sus romancos históricos.
Esa
unión de relato, contorno y personajes adquiere una extraña vibración, dentro
del género popular que es el romance de Lugones, en el breve ciclo sobre Fray
M. Esquiú. La figura del obispo, la atmósfera circundante, su misteriosa
mansedumbre, el coloquio con los pobres, todo es sugerido o dibujado con
discreta contención narrativa. De vez en cuando los caracteres líricos de
algunas estrofas concentran, en desarrollo escueto de la anécdota, algo de la
profunda sensibilidad de Lugones, algo de su nostalgia por el sabor de la vida
religiosa.
Así, al ocupar la sede
dispuso, con mano abierta,
que todo el ajuar de precio
en la limosna se invierta.
Notorio era que después
de porfiada resistencia,
había aceptado la Silla
bajo rigor de obediencia.
Pero bien pronto en las almas
su mansedumbre imponía
la claridad del lucero
sobre las puertas del día.
Por eso es que algunas veces
en la plaza predicaba,
a la claridad benigna
que la tarde le prestaba.
Tardecitas de la sierra
que al aplacarse el bochorno
bajaban como cantando
por las peñas del contorno.
Ya se azulaba el faldeo
donde a la oración asoma
tan bella en su soledad
la azucena de la loma.
Y solían mezclarse al eco
de las palabras sagradas
el silbo de las perdices
y el balar de las majadas.
(Aguilar, p. 961)
VIII
El
último giro de la curva poética de Lugones es el redescubrimiento espiritual de
su terruño con todo lo que éste significa como realidad concreta, con sus
cosas, sus gentes y sus tradiciones; con todo lo que ello supone frente al desarrollo
de la urbe porteña, contraria al espíritu de las provincias, al vigor de los
caudillos, al relieve de la tierra. El último giro es sobre todo el redescubrimiento
espiritual de la montaña, como sede de la vertebración del espíritu que crece o
se aplasta en la vastedad limosa de la llanura. Hay pues en el poeta un ritmo
cíclico, que define acabadamente la denodada búsqueda del verdadero trasfondo
argentino, o el logro de una ruta que denote la consolidación de una política
fundacional, para la cual la poesía es como el anuncio cierto de su hallazgo.
En
este ritmo debemos colocar la súbita interrupción de su trazo, la dolorosa
ruptura de su aliento, esa muerte injusta que es, según he dicho, un signo
ominoso suspendido sobre el país. En el limo del delta yace la cabeza del
lírico, cuyo itinerario ha transcurrido desde el paisaje provinciano a la urbe
soledosa, desde la montaña cordobesa al litoral porteño, para retornar
nuevamente a ese paisaje y a esa tierra en un acto de redescubrimiento
espiritual que la recrea y la hace perdurable en el ámbito de la palabra. Ese
ritmo de retiro y regreso, esta conversión del profetismo liberal a la entrañable
vigencia de las cosas, este ahondamiento permite a Lugones romper la amurallada
clausura de la Argentina philokhremática
es al mismo tiempo la causa extrínseca de su muerte y el rasgo externo que
define el preso e interiorización de su lirismo. La curva que ha procurado
circunscribir e interpretar confirma, sin duda alguna, nuestro punto de vista
inicial: Lugones es el poeta que ha revocado las tres limitaciones de la poesía
argentina en orden al itinerario lírico, al sentido helénico de la poesía, a un
poder lingüístico de caracteres glorificadores y creativos.
En
el limo del delta yace pues la cabeza del lírico; atrás en el aquende de su
sombra dolorosa se yergue la vertebración de sus montañas que parecían sostener
la erección y el ritmo espiritual del poeta. Entre la montaña y el limo, en una
geografía incambiada, pero de fulgores siniestros el país ha entrado en el
curso fluyente del río leonino, que todo lo conduce hacia las aguas genésicas
del océano informe. Y Lugones, arrastrado por esa infrangible potencia
terciaria que subyace tal vez en la inmadura tierra americana, ha sucumbido
sobre la boca inmensa del río. Es éste el símbolo lúcido de su muerte, para los
argentinos alertados, capaces de meditar sobre esta cabeza yacente.
Esa
boca mira hacia el este, como en busca de la luz, pidiendo la conformación
apolínea para su barro sin fondo, el rasgo definitivo y sublime, el dominio
sobre las oscuras potencias de la sangre; por esa boca misteriosa la tierra y
la nación son cotidianamente traficadas por una política del limo, por un
filisteísmo que pone sitio al espíritu; que persigue sin misericordia, en
nombre a veces de la misericordia; o que como signo de cultura, odia la
inteligencia y la inspiración, en la misma medida en que ellas congregan la
inasible presencia del fervor apolíneo en el mundo. Por esa boca en fin
ingresan y dominan alianzas esotéricas contra la sencilla esperanza del
humilde; la falsa cultura del dinero contra el vigor primigenio de la tierra;
la traición y el engaño, cubiertas con un decoro de piedad o de maestría en la
ley, contra la verdad, la nobleza, el entusiasmo creador, o el simple
testimonio de quien dice: esto es así.
Ese
es el limo que ha matado y sepultado a Lugones; el limo que se impone agresivo,
y que llama resentimiento á la proclamación intolerable de la verdad; que
considera exagerado el fuego patriótico, cuando no pierde su brillo en medio de
la niebla; el limo que desprecia la-cruz y que quiere confundir el sereno
despliegue de la inteligencia lúcida. La lucha de Lugones con el limo recuerda
lo que los griegos dijeron de la lucha entre Apolo y la serpiente Pitón. Salvo
que aquí, en la boca del río americano, cuyas aguas se unen al océano del
hemisferio sur, que es para los antiguos el hemisferio de la muerte, el triunfo
parece haber sido del limo sin fondo y sin figura. Los cincuenta años
transcurridos muestran hasta cierto punto la validez del signo tremendo, y
renuevan en la meditación que procuramos, la reanudación imbatible de aquella
lucha. Porque aunque el poeta ha caído en el delta, y se ha desplomado la
estatura de su mente esclarecida, Lugones es un lírico incomparable, y como tal
significa con su itinerario sin declinaciones el triunfo de Apolo, la aurora de
la inspiración, el nacimiento del reino de las Musas, y por tanto el anuncio de
la definitiva consagración de la tierra al espíritu apolíneo.
Por
eso hoy lo recordamos con una melancólica pausa ante su cabeza yacente, que
aunque vencida por el delta del terciario argentino, por el limo sin fondo del
río sin figura, ha preparado empero con su palabra nítida y vertebrada la
existencia de la Patria en el reino de la Musa, la congregación de los
valientes para el combate por un nuevo Estado, el imperioso gesto de una nación
soberana que se goza en la justicia, aunque ella sea la justicia que es sólo
por ahora presunción de la tierra. Por eso, ante su imagen indeleble como una
roca de montaña y ante la desdicha de su muerte incomprensible, podríamos
repetir lo que dice Shakespeare en su Julio César: “Su vida fue sincera y los
elementos estaban en él tan armoniosamente equilibrados, que la naturaleza
podría erguirse y señalarlo ante el mundo entero diciendo: éste era un
hombre".
Fuente: Disandro, Carlos A. : Lugones, poeta americano, Hostería
Volante, Bs.As., 1977, p.p. 45-82
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