La importancia de la obra de belleza, por Manuel Gálvez



La importancia de la obra de belleza


Las gentes singulares a quienes en este país “nos da por la literatura” – poetas, novelistas y dramaturgos – no logramos pasar sino por excepción, y después de hartas dificultades, de la vasta y afligente categoría de los pobres diablos. ¿Qué somos junto a un diputado? ¿Qué significamos en sociedad? ¿Qué lugar se nos concede en esa entidad un poco metafísica que los diarios llaman “las fuerzas vivas del país”?
Pero aún dentro de la obra del espíritu representamos poco. Las gentes cultas hablan con respeto del que escribe sobre sociología, política, educación o derecho; pero consideran sin trascendencia la labor del poeta, del novelista y el dramaturgo. Un gran poeta no puede jamás, a juicio de ellos, ser parangonado con un autor de formidables volúmenes en cuarto mayor. El poeta es apenas un artista, y los versos, ¿Qué valor social tienen? En cambio, el otro, es un erudito, un trabajador, un hombre que escribe libros que conducen a la Universidad y a los altos puestos administrativos. No suele opinarse así en las naciones civilizadas. En Francia, en Alemania, en Inglaterra, los hombres de mayor prestigio son los artistas, los filósofos, los verdaderos creadores.
Aquí no. Pero aquí nos equivocamos, naturalmente.




Apenas pasan algunos años, la obra del que escribió sobre alguna grave disciplina desaparece en absoluto. En cambio, queda en pie, viviente, engrandeciéndose, llenando los corazones y las almas, la obra del poeta, del novelista, del dramaturgo. De un país a otro, ¿a quienes conocemos? En Rusia y en Noruega hubo seguramente notables y prestigiosos autores de esos libros que llamamos “serios”. ¿Podríamos citar algún nombre? Ni uno solo. Pero todos hemos leído las obras de Tolstoi y Dostoievsky, las de Ibsen y Bjornson. ¿Y en España? ¿Quién se acuerda ahora de los laboriosos y meritorios autores que, mientras el genio de Galdós creaba algunos millares de seres humanos, parían, con dolor o sin dolor, sesudos infolios sobre El Regimen de Propiedad o sobre el Derecho visigótico? Y en Francia, ¿qué se hicieron las obras de los Du Camp y de los Tarde, de la turba infinita de los sociólogos con cuyos libros empapeló el universo la biblioteca Alcan? Pero la gloria de Balzac y de Lamartine es cada día más grande. París ha olvidado a los que hace un siglo escribían libros serios e importantes, y eleva un monumento a Stendhal, cuya obra perdurará cientos de años.
Aun en un mismo escritor nótase que lo trascendente es la obra de belleza. Benjamín Constant publicó más de treinta volúmenes, tal vez muy valiosos, que hoy nadie conoce. Pero el mundo entero leerá siempre con encanto esa maravilla de psicología que se llama Adolfo, ese pequeño relato de ciento veinte páginas, la única obra literaria del escritor. ¿Y nuestro Sarmiento? ¿Qué valor tienen ahora sus escritos políticos, sociológicos, educacionales? Sarmiento es sólo el autor del Facundo, y dentro de su obra escrita – no trato aquí de su obra de acción -, en el Facundo está su gloria.


Y todo esto, ¿por qué? Porque los libros que tratan de sociología, de pedagogía, de política tienen una importancia transitoria. Son muy útiles, ciertamente, y muy necesarios, pero ocúpanse de las formas de vida humana, mientras los poetas, los novelistas y los dramaturgos nos ocupamos de las esencias. Aquellos resumen, comentan o juzgan la moral, el derecho y las ideas políticas de un instante. Los filósofos y los creadores de belleza se ocupan de lo eterno: las pasiones, las almas, los ensueños. A veces aquellos hablan también de estas grandes cosas. El tratadista de psicología, por ejemplo, estudia el amor. Pero no crea; limítase a comentar o explicar, y basándose en la obra de los artistas, de los creadores de seres que aman, de los que muestran el amor naciendo y desarrollándose en una alma humana, embelleciéndola hasta el heroísmo o trastornándola hasta el crimen. Aquel preocúpase de cómo es la esencia misma del amor, cómo es el amor en sí, independientemente de las épocas. El psicólogo y el sociólogo analizarán los ideales y observarán a los idealistas; pero sin crear, mientras que los poetas crean los más bellos ideales y las más maravillosas ilusiones. La obra de los que escriben libros serios es tan poco trascendente que sólo da prestigio social y personal. Sus contemporáneos apenas la leen, y muere para siempre con su autor.
La obra del pobre diablo que escribe versos perdura a veces siglos. Y no perdura en los anaqueles, que es la única vida a que puede aspirar la otra. Perdura en el corazón de los hombres, les enseña a amar y les consuela, les llena de ensueños y de esperanzas y fecunda sus almas. Los artistas siguen creando aún después de muertos, porque sus obras vánse agrandando y modificando con lo que a ellas agregan las generaciones que les siguen.
Y, finalmente, debe afirmarse que las obras eruditas y útiles no son verdaderamente libros, sino obras de información. Ruskin considéralas como cartas o diarios, como algo que reemplaza a la conversación, mientras el verdadero libro no es una cosa hablada sino escrita; y escrita, no con un simple propósito de comunicación, sino de permanencia.


Pero, ¿cómo se explica que no entiendan esto las personas cultas, siendo evidente que el pueblo, por puro instinto, sabe cuál es la diversa trascendencia de unos y otros escritores? Es que hay gentes innumerables que sólo tienen ojos para lo actual, para lo transitorio, para lo social, y están a ciegas ante lo futuro, ante lo eterno, ante la gloria verdadera. Y como lo transitorio es, mientras existe, lo importante y trascendental – precisamente porque pronto dejará de existir y perderá toda importancia -, aquellas gentes superficiales sólo comprenden su grandeza o su valor efímeros, incapaces de sentir la grandeza que no se ve y que o se palpa, que no se traduce en honores, en condecoraciones, en títulos académicos, en todas esas cosas fugaces y pequeñas. Más grande y más importante que un escritor “serio”, lleno de títulos y volúmenes, de cargos bien rentados y gloriola oficial, es el poeta cuyos versos nos dejan un consuelo o una emoción. Aquel pasará con su baúl de cachivaches relumbrantes; el poeta quedará viviendo en el corazón de los hombres.
¿Necesitaré explicar que cuando hablo de poetas, novelistas y dramaturgos, sólo me refiero a los que han creado, es decir, a los realmente geniales? Claro es que no todos, sino rarísimos, son los poetas que perduran. Pero puede afirmarse que nada perdura tanto como la obra del poeta. ¿Y necesitaré explicar también que no niego la gloria a los historiadores y a otros creadores de belleza que no son precisamente poetas, ni novelistas, ni dramaturgos? ¿Y qué tampoco excluyo al genio filosófico ni a los autores geniales como Santa Teresa, cuyos libros, que no caben en ninguna de estas denominaciones, viven aún?
Para terminar diré cómo entre los artistas literarios, la naturaleza de sus obras – aparte del mérito y del genio creador – determina diferencias de perduración. Así las novelas, porque participan de lo efímero y revelan más las formas que las esencias – refiérome principalmente a las novelas realistas – serán olvidadas antes que los versos de los grandes poetas. Y los que crean hombres que aman y odian, sometidos al ambiente que les rodea y a las costumbres de su tiempo, serán olvidados antes que aquellos -¡oh Shakespeare gigantesco! – que revelaron la esencia misma de las pasiones, de las pasiones en la libertad de la naturaleza, en la rebeldía de los instintos, contra todas las leyes, contra todas las convenciones, contra todos los obstáculos de las costumbres y de cuanto es transitorio en la vida humana.
Un artista que penetra de este modo hasta las raíces mismas de la humanidad para extraer de allí la esencia misma del alma, realiza la mayor grandeza a que podemos aspirar los hombres sobre la tierra.




Gálvez, Manuel: El Espíritu de Aristocracia y otros ensayos, Agencia general de librerías y publicaciones, Buenos Aires, 1924, p.85-95

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