Enrique Rojas - El Hombre Light (fragmento)



Es necesario superar el cinismo

De todo lo anteriormente explicado hay una conclusión bastante clara: el hombre Light vive instalado en la atalaya del cinismo. Se ha vuelto pragmático y una cosa es lo que piensa y otra, bien distinta, lo que hace. Oscar Wilde lo definió así: << Aquel que conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna>>. Lo cínico está lleno de contradicciones, lo que hoy se critica acaloradamente, mañana se defiende con ardor; lo importante es el momento, el instante concreto del tema que nos ocupa. Pero nada es definitivo y hay que apuntarse al ganador, porque lo importante es el éxito y el triunfo [1]: es el vértigo de la fugacidad, la revolución de la urgencia.
Vivimos en la era de los antihéroes, de los videoclips, en la que el plástico es el signo de los tiempos: usar y tirar; el modelo del yuppie ha sustituido a los viejos ideales revolucionarios. Practicamos la moral del pragmatismo. Una persona así se vuelve fría, sarcástica, maniqueísta y, quizá, algo maquiavélica e insensible; es un desvergonzado, que actúa con descaro y adorna su conducta con una lenguaje florentino que hay que descifrar.
Es la mística de la nada. Al producirse la pérdida de todos los referentes, ésta es uan de sus consecuencias. ¿Qué hacer?

1.      Frente al cinismo, luchar por la coherencia personal.
2.      Ante el , perseguir y apostar por los valores inmutables y positivos que dan trascendencia al hombre.
3.      Escapar de los falsos absolutos.
4.      Huir de la idolatría del sexo, el dinero, el poder o el éxito, porque son medios, nunca pueden ser fines.

En una palabra, se trata de volver al hombre espiritual, capaz de descubrir todo lo bello, noble y grande que hay en el mundo y procurar luchar por alcanzarlo.
Saber que la pérdida de todo paradigma, en aras de una movilidad relampagueante y climatizada, no conduce a la felicidad. Ese no es el camino, sino el de escapar del culto a la novedad, que tanto nos embriaga a la persona Light y nos muestra otra serie de valores muy distintos a los perdidos. Es más, la religión llega a ser lo nuevo, como necesidad del final de un siglo en decadencia que necesita una renovación profunda y fuerte. Esta nueva moral individualista, a la carta, subjetivista, en la que se escoge lo que gusta y se deja lo que es exigente, está construida sobre unas bases amorales, donde existe la libertad ilimitada de hacer lo que creemos conveniente sin tener ningún tipo de culpa personal, ya que eso neurotiza.
Frente  esto último, también hay que propugnar las exigencias personales de una conducta moral que libera, que hace de cada hombre un ser digno, más completo, que desea esforzarse por ser íntegro, una realización personal que pasa por la entrega al otro, ayudándole a ser mejor. Cultivar y fomentar lo valioso, lo auténtico, lo que permanece y edifica un ser humano más amable, humano, fuerte, rico por dentro, armónico… Un modelo por el que merece la pena luchar. Esta meta es una aspiración grande, capaz de superar el paso de muchas décadas con un análisis serio. En ese horizonte aparece la figura de un ser superior, que para el cristiano tiene nombre propio.
La moral cristiana es el mejor vector para la realización de la eterna vocación trascendente del hombre.




[1] Sobre el valor y la importancia de las derrotas véase el capítulo “Psicología del fracaso”.

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