Anécdota rioplatense (1940) - Gálvez y Herrera



A continuación transcribo algunas páginas de los Recuerdos de la vida Literaria, (Tomo IV) del prolífero escritor argentino Manuel Gálvez, relacionado a su encuentro y opiniones sobre el caudillo rioplatense Luis Alberto de Herrera. Asimismo, queda incluída una anécdota que concierne tanto a argentinos como a uruguayos frente a un imperialismo, en ese momento naciente, que reemplazó al británico.

Acerca de la biografía sobre Yrigoyen, nos cuenta Gálvez en sus Recuerdos:

“El primero de los uruguayos, Luis Alberto de Herrera, historiador, prosista recio, caballero como ningún otro, empezaba así su carta:

…la impresión de su obra es formidable. Trabajo concienzudo y valiente como ninguno antes – a no ser Quesada, precursor - , quedará como un mojón de patria y de nacionalismo, soberbiamente cincelado. Sus revelaciones dejan atónita a la gente. (En el Mundo de los Seres Reales, pp. 44-45)


IV
Aventura político-oratoria en Montevideo

En 1940 los gobernantes norteamericanos tuvieron la más graciosa ocurrencia: imaginaron que la Argentina podría ser un peligro para la causa aliada, que ellos y sus seguidores llamaban “la causa de la libertad”… ¿Creían que los escasos alemanes que había en nuestro país – muchos de los cuales no eran partidarios de Hitler – podían apoderarse de Buenos Aires, y, en representación de las autoridades alemanas, establecer un gobierno de alemanes nacionalsocialistas o de argentinos que les respondiesen? No sé cuál de las hipótesis es más disparatada. Hay que tener aserrín, o goma de mascar, en la mollera, para pensar que los argentinos éramos incapaces de defendernos contra un ataque interior, realizado por un puñado de extranjeros… Lo otro no era menos absurdo. Los argentinos que simpatizaban con la causa de Alemania – no por amor a Alemania ni menos al nazismo, sino porque deseaban, para que nuestro país fuese libre, la derrota de Inglaterra, el amo – no llegaban hasta la traición, pues eso hubiera significado el buscar ser una colonia o un protectorado de Alemania.
Pero como para los yanquis el absurdo no existe, creyeron en “el peligro argentino”… Y no encontraron mejor modo de impedirlo, que establecer en la costa uruguaya bases militares aeronavales. Cañones poderosos, en la playa de Carrasco, apuntarían hacia Buenos Aires.
En el Uruguay los hombres del partido que gobernaba – los colorados – no debieron encontrar mal semejante enormidad. ¿Y cómo habían de encontrarlo mal si la pequeña nación era un estado vasallo de los Estados Unidos? Pero hubo un partido, el Nacional, fundado por el general Oribe, uno de los Treinta y Tres orientales, que vio las cosas de otro modo. Mejor dicho: hubo un hombre, un gran hombre, Luis Alberto de Herrrera, jefe de ese partido – de una de sus ramas, la popular, pues la otra estaba con los colorados – que se alzó en la Cámara de Senadores contra el establecimiento de aquellas bases. Herrera habló con la elocuencia del que está en la verdad. Siempre fue elocuente, pero esta vez lo fue, acaso, más que nunca. Convenció a los otros senadores, y triunfó por la casi totalidad de los votos. Los yanquis no establecerían bases en Carrasco.
La obra de Herrera conmovió a la opinión uruguaya, y el Partido Nacional decidió hacer un homenaje a su jefe. Surgió la idea de invitar a un grupo de argentinos que luchábamos en defensa de la soberanía de nuestra patria. Yo era uno de ellos. No militaba en el nacionalismo, sin embargo. Pero un año atrás, a fines de 1939, al salir el diario Reconquista, de Raúl Scalabrini Ortiz, escribí, un artículo a ruego del director, que ocupó el primer lugar, a manera de prólogo. El título que le puso la dirección decía: “Define Manuel Gálvez la misión de Reconquista”. Este artículo y las ideas expresadas en varios libros – Este pueblo necesita, Hombres en Soledad, Vida de Hipólito Yrigoyen y Vida de Juan Manuel de Rosas, que acababa de aparecer, me habían señalado como un nacionalista ideológico de los de mayor jerarquía.
Fui invitado, pues, a asistir a los homenajes a Herrera, y, junto con otros argentinos, como huésped del Partido Nacional Uruguayo o del comité organizador de las fiestas.

***
Apenas se supo que partiríamos a Montevideo, los diarios de izquierda comenzaron a tratarnos mal. Critica se distinguió en el coro de atacantes. Dijo que “los nazis se iban a Montevideo”. Pretendiendo tomarnos el pelo, publicó una caricatura con el título de Los tres diablillos levantan el vuelo y que representaba a tres sujetos que volaban en avión, y éramos Ibarguren, el general Molina y yo. Arriba se leía un telegrama de Montevideo en el que canallescamente llamaban a Herrera “jefe del nazismo uruguayo”…
La delegación no partió sin algunas dificultades. El ministro de Guerra prohibió al general Molina que se embarcase. Tampoco pudo ir Carlos Ibarguren, ignoro por qué motivo. Por mi parte, hube de ser presionado por el embajador argentino en el Uruguay, Roberto Levillier, escritor literario e historiador de mérito. Levillier me habló por teléfono desde Montevideo para pedirme que no fuera. No recuerdo qué razones me dio. También lo hizo moverse al secretario de la embajada, que era mi gran amigo Octavio Pinto. Pero yo hice “oídos sordos” a los requerimientos de Levillier, lo que no sorprenderá a quienes me conozcan…
A mí el proyecto del viaje me encantaba por dos motivos: porque me gusta enormemente Montevideo y porque quiero y admiro a Herrera. Pero como no ignoro lo que suele ocurrir en casos semejantes, le dije a la persona que vino para invitarme:
- Acepto, con la condición de que no me hagan hablar en público.
Me aterroriza eso. La sola idea de tener que pronunciar unas palabras me amargaría el viaje. Probablemente me contestaron que estaba bien. Y con esta seguridad me embarqué para Montevideo, con los demás invitados, el 28 de Diciembre de 1940, día de los Inocentes…
***

No recuerdo si ya nos conocíamos con Luis Alberto de Herrera. Tal vez sí, porque en enero o febrero de 1939, y creo también que en enero de 1940, yo había  pasado unos días de veraneo, con mi familia, en playas de Uruguay. Nuestra amistad había nacido a raíz del Yrigoyen. Mi Rosas le entusiasmó, como se ha leído. Herrera me tenía mucho afecto. Lo ha demostrado en todo momento, y encabezaba sus cartas llamándome “gran Gálvez”. Yo le dediqué mi Vida de Aparicio Saravia.
En cierta ocasión en que me visitaba en el Hotel Parque, de Montevideo, le aconsejé usar un aparato para el oído, pues estaba muy sordo.
-         No siento la necesidad – me dijo.
-         Pero sus amigos sí – le contesté.
Herrera era hombre de mucho talento y de mucha cultura histórica. Publicó uan veintena de libros en defensa de la verdad. Fue un “revisionista” de la historia rioplatense, y son de importancia los puntos que él ha aclarado. Herrera tiene verdadera garra de escritor, y su prosa era viril, recia.
El hecho de publicar libros no le impidió ser un caudillo formidable. Las masas le seguían con fervor. Las arrastraba con su oratoria y con el enorme prestigio de su nombre. En ocasiones en que se hallaba mal de salud, no dejó de asistir a lejanas reuniones partidarias y pronunciar discursos. Aunque en su partido hay hombres de valer, puede decirse que el partido era Herrera. Nadie dudaba de su ilimitado patriotismo, de su inteligencia luminosa. Los uruguayos sabían que Herrera – y lo sabían hasta sus mismos adversarios – era el primer hombre del Uruguay y uno de los tres o cuatro grandes hombres de Hispanoamérica.
Además de vigorosa escritor, de escritor, de historiador que busca y ama la verdad, Herrera, personalmente, era un hombre como hay pocos. Perfecto caballero, cordialísimo, bondadoso, generoso. Nuestros políticos, por lo general, son presuntuosos, “echados para atrás”, pero Herrera abría los brazos al saludar a sus amigos y reía con su franca risa.
Fue, como senador, un parlamentario eficaz. ¿Por qué no alcanzó la presidencia de la República este hombre de tanto valer, tan patriota, tan admirablemente preparado para ese cargo? Por esta razón sencilla: sus adversarios no le dejaron llegar al Poder. Una curiosa ley electoral, inventada por algún espíritu maquiavélico, perjudicaba a su partido y favorecía al Partido Colorado. Me contó una vez Herrera cómo, en su entrevista con Mussolini, el Duce le preguntó:
-         ¿Cuántos años hace que gobierna el partido contrario al suyo?
-         Setenta años.
-         ¡Pero entonces ustedes son más totalitarios que nosotros! – exclamó con asombró el jefe del fascismo.
Creo que a Herrera le perjudicó el hecho de que él y su partido representasen la tradición, porque el Uruguay fue convertido, por obra del jacobino Batlle y Ordóñez, en el país menos tradicionalista de América. Con decir que la Semana Santa es allí la “semana de turismo” queda dicho todo…
Herrera era un gran señor, un poco a la española. Demócrata, pero no liberal. Entusiasta, lleno de bríos, se conservaba joven, aun a los ochenta años. Hasta en esto era extraordinario.[1]
Los nacionalistas argentinos íbamos a Montevideo a celebrar, no sólo el triunfo de Herrera y el bien que había hecho a la Argentina, sino también al propio Herrera como hombre y como escritor, al enemigo de los imperialismos, al esclarecedor de la verdad histórica y al gran patriota hispanoamericano.

***

La delegación era excelente y en ella me encontré con varios amigos, todos miembros del Instituto de Estudio Históricos Juan Manuel de Rosas. Presidía la delegación el coronel Natalio Mascarello. Nada de particular ocurrió durante el viaje. Sólo recuerdo que en cierta ocasión, en un grupito de amigos, alguien aludió a que todos éramos germanófilos. Adviértase que no digo “nazis”, sino germanófilos.
Yo interrumpí:
-         No soy germanófilo.
-         ¿Cómo?- se asombraron dos o tres.
-         Deseo la derrota de los ingleses, pero no soy exactamente germanófilo.

Pensé que era demasiado latino, demasiado español, para ser partidario de Alemania.

Al llegar a Montevideo, nos esperaba mucha gente en el puerto. Vítores, abrazos. Buscamos los diarios, o, mejor dicho, El Debate, el diario oficial de los herreristas. Si me halagó ver mi retrato en el centro de la página y en mayor tamaño que los de los demás, en cambió encontré allí algo para mí terrible: en el programa de las fiestas, figuraba un banquete en el Parque Hotel, en el que yo pronunciaría un discurso…
Esto me amargó el viaje. Porque negarme habría sido considerado como un desaire. Y ya no pensé en otra cosa que en el momento, para mí penoso, en que tendría que tomar la palabra. Los nervios empezaron a torturarme.
Nos desayunamos en un hotel y nos dirigimos a colocar una palma de flores en el monumento de Artigas, en la plaza de la Independencia. Luego, nos llevaron a la iglesia de San Agustín, en el barrio de la Unión, en la que está el sepulcro del general Oribe. Allí también colocamos una palma de flores y habló, en nombre de los argentinos, José María Rosa (hijo).
Ahora estamos en la residencia de Herrera. La concurrencia desborda del local y nos aplaude entusiastamente al vernos entrar y mientras desfilamos hacia nuestros asientos. Todo es alegría. Pero un hombre está terriblemente preocupado porque a la noche tiene que pronunciar un discurso. Y pide excusas y se va al hotel para preparar su espiche.
En el hotel almorcé, por no haberlo hecho en la cervecería. Después, pasé un par de horas componiendo mi discurso. El tema era muy difícil para mí. En fin, realicé mi trabajo con calma, como hago siempre. El banquete no tenía carácter popular; asistirían todos los hombres descollantes del Partido Nacional, los senadores, los diputados. Iba a escucharme una gran parte de lo mejor del Uruguay, intelectual y socialmente hablando.
Cuando terminé de escribir mi discursito, fui a visitar a Rufino Blanco Fombona, ministro plenipotenciario de Venezuela.
Y llegó la noche. El banquete era temprano, a las ocho, pues esa noche regresaban los delegados de Buenos Aires. Yo me quedé a dormir en Montevideo, porque a la mañana siguiente partiría para la Colonia, vieja ciudad histórica, que deseaba conocer.
Tengo idea de que comíamos al aire libre, y no es extraño que así fuera porque estábamos en diciembre, a fines, y, debía de hacer mucho calor. No menos calor había en el ánimo de los asistentes, y es seguro que mi discurso aumentó aún la temperatura…
***
Debo aclarar, antes de reproducir el espiche con el que me estrenaba en la oratoria política – pues no era precisamente político el discursito con que presenté a Ernesto Laclau en Córdoba - , que no se publicó todo lo que dije. Y ya veremos por qué.
El diario El Debate daba el título de “La palabra de Gálvez” a mis párrafos, que decían así:

Hace ciento dos años, un rapaz imperialismo extranjero quiso hacernos la guerra a los argentinos. Como le hacían falta bases, las pidió a Montevideo. Pero el Uruguay estaba gobernado por un hombre de carácter, por un hombre noble y un caballero, que era un gran patriota uruguayo y un gran patriota americano: el general Oribe. A esos enemigos de la Argentina y de la América, el general Oribe les dijo: ¡No! Y esos enemigos nuestros le hicieron la guerra y le quitaron el gobierno. Señores: la historia se repite. Como hace ciento dos años, el otro - ¡díganlo, si no, nuestros hermanos de Méjico! – viene a humillarnos, a oprimirnos moral y económicamente. Como el otro imperialismo, éste también empieza por pedir bases al Uruguay; y, como el otro, oculta sus designios, que harto bien los conocemos porque no hemos olvidado la historia de la América Hispana. Pero un hombre nos ha salvado. Como hace ciento dos años, un hombre de carácter se irguió en Montevideo, un hombre noble y un caballero, un hombre que es, como era el otro, una gran patriota uruguayo y un gran patriota americano. A este imperialismo de 1940, que, con pretexto de remotos peligros, piensa humillar nuestras soberanías, oprimir a los uruguayos y a los argentinos, el doctor Herrera le ha gritado, con todas las fuerzas de su alma, un valiente y enérgico ¡no! Por obra de este gran ciudadano de América, que continúa la tradición de Oribe, ha despertado el pueblo uruguayo y no habrá bases. Ha salvado a su patria y ha salvado a la mía. Y por eso, un puñado de argentinos patriotas hemos venido a presentarle nuestros homenajes. Y hemos querido unir su nombre a los de Artigas y Oribe, creadores de la tradición patriótica del Uruguay. Señores: por el doctor Luis Alberto de Herrera y por el éxito definitivo de su magnífica obra americana.

Fui rabiosamente aplaudido. Por las palabras que se publicaron y acabo de transcribir, y por otras que, según parece, no era posible por lo tremendamente bravas, publicarlas en El Debate. Por esto, concluido el banquete, me llevaron a la redacción del diario, en donde Herrera me esperaba. Tanto él como el director, consideraban necesario suprimir algunas frases, probablemente en exceso violentas, contra el gobierno uruguayo. Debían ser muy fuertes, y todo el discurso debió haber sido pronunciado en forma harto enérgica, porque se dijo que yo había hablado muy fogosamente.
***
Nuestro viaje tuvo extraordinaria repercusión, tanto en el Uruguay como en la Argentina, el Paraguay y otros países americanos. Basta para demostrarlo la carta que a Herrera dirigió Juan E. O’Leary, el primero de los paraguayos, el reivindicador del mariscal Francisco Solano López. Su carta, que fue publicada en El Debate, dice:

Mi querido Herrera: Por El Debate me he enterado de la grandiosa manifestación de la juventud nacionalista argentina. El mensaje de Ibarguren es formidable. La presencia de Gálvez en la delegación da excepcional importancia al homenaje. Lo felicito, mi querido amigo. Usted se lo merece. Es justo premio de su heroico gesto frente al usurpador, taimado, buen vecino, insaciable en su apetito imperialista. Esto me demuestra que la noticia de Radio Belgrano, de Buenos Aires, ha sido un cuento tártaro. ¡Radios vendidas a los extranjeros! Me figuro la ira de sus adversarios. ¡Un golpe de maza! Su figura se ha hecho continental. Es usted, hoy, el primero de los uruguayos. Le abraza, lleno de júbilo, su amigo de corazón.

En el Uruguay, el acto conjunto, y mis palabras especialmente, indignaron a los enemigos de Herrera, a los colorados partidarios de las bases yanquis.
Hablóse del asunto en la Cámara de Diputados. No poseo sino un recorte. Es del diario El País, de color blanco, pero disidente. Este diario era en esos tiempos extranjerizante y partidario del sometimiento a los yanquis. Titulaba así la crónica: “Originado por el acto naziherrerista se produjo en la Cámara un gran escándalo”.
Uno de los oradores fue el doctor Emilio Frugoni, socialista, liberal, y poeta de regular para abajo. Frugoni me conocía. Años atrás, mi cuñado Augusto Bunge, socialista como él, se empeñó en que nosotros invitáramos a comer a Frugoni. Copio unas palabras que, según El País, pronunció el doctor Frugoni:

De lo que se dijo en el acto yo tengo la versión que está en el diario El Debate, y es ahí donde me he encontrado con un discurso – no sé si habrá sido un discurso pronunciado en público o palabras expresadas en una conversación privada – pero a las que se dio trascendencia pública para que figuraran como síntesis de la posición espiritual de uno de los más destacados integrantes de la delegación y son las que se atribuyen al señor Manuel Gálvez, que figuran en un gran recuadro a tres o cuatro columnas. Estas palabras de un distinguido escritor argentino – amigo personal mío, por otra parte – son hondamente significativas en cuanto al espíritu de la misma demostración y son ellas, además, las que a mi juicio implican un ataque intolerable para todos aquellos que hemos aceptado el establecimiento de bases en nuestro país con fines de defensa continental. Y es ahí donde me he encontrado esa expresión que hace un instante recordaba de que la historia se repite y que ahora en el Uruguay estamos pasando por un trance parecido, igual, mejor dicho, al de aquellas épocas de Rosas, en que el patriotismo impedía que nuestra República sirviera de punto de apoyo para no sé qué siniestras aventuras u oscuras maniobras contra la independencia argentina.

Asombra que Frugoni no advirtiese que se trataba de un discurso: basta la palabra “señores”, colocada al principio y al fin de mi breve espiche. No menos asombra lo del título a tres o cuatro columnas cuando eran exactamente dos. Y todavía asombra mucho más la ignorancia de Frugoni, que no sabía cómo los franceses – lo dijo el propio jefe del gobierno de Francia – necesitaban tener un apoyo, unas bases, para poder luchar contra Rosas.
Pero el lector informado preguntará: ¿no se establecieron, acaso, bases en el Uruguay? En efecto, se establecieron, más no las que construyó el gobierno de los Estados Unidos sino el gobierno del Uruguay.

(Gálvez, Manuel: En el Mundo de los Seres Reales, Hachette, Buenos Aires, 1965, pp.52-58)



[1] Después de escritas estas páginas, Herrera, de ochenta y cinco años, tomó parte activísima en la campaña electoral del 58. Tuvo la alegría de ver triunfar a los suyos. Por razones que aquí no interesan, no pudo ser presidente del Consejo, que, en el sistema de gobierno uruguayo, equivale al cargo de presidente de la República. Meses después de las elecciones murió, llorado por todos los que le queríamos y admirábamos y por todos los que amamos la independencia y la soberanía de Hispanoamérica.

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