Transcripción
de una conferencia. Muchas gracias, Consejero; muchas gracias, Excelentísimo
Sr. D. Alberto Ruiz-Gallardón, querido amigo (me siento mejor cuando te apeo el
tratamiento), muchas gracias a todas las autoridades, a la Casa de América y, sobre
todo, a vosotros, queridos universitarios, a quienes van dirigidas estas
palabras, estas modestas palabras de una persona que se dejó guiar por la
vocación, por esa cosa tan intangible, tan inconcreta, y tan venenosa al mismo
tiempo, que es la vocación
Hay un pasaje
hermosísimo en Las Confesiones de San Agustín (cuya lectura os recomiendo a
todos porque, sin duda, es una de las cumbres del pensamiento y del ingenio
humanos); hay, como digo, un pasaje hermosísimo en el que San Agustín, que está
muy torturado por las dudas, sumido en una encrucijada vital agónica, en la que
no sabe qué camino tomar, viaja a Milán para escuchar las enseñanzas de San
Ambrosio, quien por cierto fue uno de los más grandes inventores de la historia
de la humanidad (esto es un pequeño paréntesis: San Ambrosio fue la primera
persona de la que tenemos noticia que leyó sin mover los labios, lo cual, sin
duda alguna, es uno de los grandes avances en la historia de la humanidad, como
he dicho, y al cual no se le suele prestar toda la importancia que merece)
Así pues, San
Agustín viaja a Milán para aprender de San Ambrosio y, por entonces, está
pasando los peores días de su existencia; en definitiva, no sabe cómo tiene que
ser su vida. Él ha sido un hombre que ha vivido entregado más que a la lujuria
de la carne —se suele hablar de San Agustín como un hombre entregado
febrilmente a la lujuria puramente carnal—, a la lujuria del saber, él era un
hombre de una inteligencia poderosísima, un privilegiado, que disfrutaba
muchísimo, y así lo confesaba, leyendo a Platón y a Virgilio, porque en ellos
encontraba toda la brillantez de la escritura, brillantez que trasladó a sus
escritos. Y, verdaderamente, buscaba en la vida algo más, algo más que esa
lujuria del saber, esa necesidad de alcanzar la excelencia como pensador, o la
excelencia como escritor; buscaba algo que lo colmase espiritualmente, y en un
determinado momento, sin poder aguantar más el dolor que lo corroe, sale al
patio de la casa del amigo donde se hospedaba, se tumba a la sombra de una
higuera y empieza a escuchar el juego de unos niños, que consiste en abrir un
libro y, al azar, sorprender una línea de ese libro de tal modo que esa línea
se convierta un poco en guía para el resto de la vida. Evidentemente, esos
niños probablemente fuesen ángeles o criaturas que sólo existían en la cabeza
de San Agustín; el caso es que San Agustín empieza a oír una cantinela de estos
niños que dice: tolle et lege, tolle et lege ("toma y lee, toma y
lee"). Inmediatamente, San Agustín echa mano al libro que en ese momento
lleva consigo, que es un compendio de las epístolas de San Pablo, lo abre al
azar, apunta con el dedo y encuentra así la solución para su vida. En su
lectura descubre cómo San Pablo habla de la necesidad de la conversión; de la
necesidad de la penitencia; de la necesidad de cambiar la vida, de romper con
los bienes materiales, de transformar, de revolucionar totalmente la
existencia. Y es en ese momento cuando San Agustín halla su verdadera vocación
Os he contado
esta anécdota porque creo que la edad por la que pasáis —la edad por la que
nosotros lamentablemente ya hemos pasado para no regresar nunca— es una edad
que os plantea una situación en cierto modo similar a la que planteaba ese
libro lleno de renglones confusos de los cuales hemos de elegir uno, un poco al
azar, un poco sin saber exactamente qué es lo que queremos, qué es lo que
deseamos, en ese estado de maravillosa confusión que es la primera juventud por
la que todos ahora atravesáis. Y hay un momento en la vida en el que uno
necesariamente tiene que abrir ese libro, poner el dedo sobre una línea y dejar
que esa línea sea la flecha que nos proyecte hacia el futuro. En ese momento
creo que estáis todos vosotros. Es un momento extraordinariamente difícil, en
el que de repente se nos agolpan en la cabeza pensamientos contradictorios,
apetitos muy distintos; no sabemos si queremos ser una cosa o si queremos ser
otra; no sabemos exactamente cuáles son nuestros modelos vitales; no sabemos
cuál es la senda que debemos elegir en la encrucijada. Pero, en todo caso, es
un momento trascendental en nuestra vida, puesto que nuestras decisiones
virginales (utilicemos esta palabra) son, como tales, decisiones muy puras, son
decisiones que no están mediatizadas por el interés; decisiones que están
dictadas, sobre todo, por la necesidad de transformarnos y de transformar el
mundo que nos rodea. Ese momento, que yo he querido comparar con el de ese
agónico San Agustín a la busca de algo que dé sentido a su vida, creo que es el
momento en el que vosotros os halláis ahora
Hablo del
nacimiento de la vocación en esta conferencia y seguramente os estaréis
preguntando: "pero ¿cómo nace la vocación?", o, "¿cómo
descubrimos el nacimiento de nuestra vocación?" Creo que la vocación que
es algo revestido de un indiscutible componente de misterio, casi de índole
sobrenatural (por eso generalmente se vincula con la vocación religiosa o con
la vocación artística, porque tanto el arte como la religión tienen algo de
emanación que nos sobrepasa y que, súbitamente, desciende sobre nosotros, como
las llamas de Pentecostés); pero, a mi modo de entender, la vocación, esa
llamada interior que sentimos, esa necesidad de aplicar nuestra vida a un
propósito, y de hacerlo además con denuedo, con esfuerzo, sacrificándonos hasta
el último impulso vital, es algo que todos, tarde o temprano, experimentamos
Evidentemente,
para escuchar esa llamada tenemos que estar predispuestos. Tenemos que ser un
terreno fecundo para esa semilla que algún día va a caer sobre nosotros
Lo cierto es
que si hay que señalar una condición primordial, una condición necesaria para
que prenda esa vocación, para que esa semilla se convierta en árbol, sin duda
alguna esa condición es la curiosidad, la capacidad para interpelar al mundo
que nos rodea. Desgraciadamente, hoy vivimos un tiempo en el que estamos muy
sofocados por las concepciones o interpretaciones de la realidad que se nos
intentan imponer; ciertamente, un exceso, no sé si de comodidad, pero sí un
exceso de información, un exceso de datos que nos sacuden y nos ofuscan, nos ha
convertido de alguna manera en criaturas un poco pasivas a quienes les basta
que se lo den todo hecho, que se conforman con limitarse a intentar digerir
cuanto les llega. Por eso yo envidio mucho vuestra edad, porque cuando rememoro
cómo era yo a vuestros años, recuerdo, sobre todo, la capacidad para negar o
para subvertir, o para desafiar ese cúmulo de informaciones rutinarias que nos
llegan por muy diversos cauces; esa capacidad, en definitiva, para interpretar
el mundo de una forma original, sin someternos a intereses o a otra serie de
condicionantes no demasiado limpios, no demasiado puros, a los que uno va
capitulando con el paso de los años. Me estoy refiriendo a esa capacidad
inquisitiva, esa capacidad de excitar nuestra curiosidad, de poner en duda lo
que se nos dice y que, en cierto modo, también es una creencia utópica en la
capacidad para imponer el deseo sobre la realidad
Uno, a medida
que se hace viejo, siente cómo su deseo y la realidad se van distanciando;
comprueba cómo la realidad es un barco que parte del amarradero y se aleja de
nuestro deseo. Sin embargo, cuando uno es joven, se siente capaz de imponer su
deseo a la realidad, como antes dije; se siente capaz de transformar el mundo
en función de sus anhelos, guiado por su propia concepción del mundo y de las
cosas. Por todo ello, puedo decir que ahora estáis en una edad privilegiada;
una edad no exenta de circunstancias en cierto modo dolorosas, porque a medida
que el hombre constata la imposibilidad de que sus deseos sean del todo reales,
puede apoderarse de su ánimo una suerte de sentimiento de frustración. Pero la
fortaleza que os dan por un lado vuestra curiosidad y, por otro, vuestra
convicción de que los deseos se pueden imponer a la realidad os convierte en
seres privilegiados, casi —diría yo— en dioses, en demiurgos, como el demiurgo
de la filosofía platónica, de algún modo capaces de crear algo nuevo, algo
distinto partiendo de la nada
Ese estado
expectante, ese estado de permanente curiosidad, ese estado deseoso de
transformar las cosas, en mi opinión, tiene mucho que ver con la vocación, con
la capacidad para buscar y encontrar nuestro verdadero camino, porque,
indudablemente, la vocación no sólo es una llamada que, como una varita mágica,
desciende sobre nosotros, sino que es también una senda trabajosa, es una senda
de arduo recorrido, es una senda en la que a veces los descubrimientos, las
decepciones, en definitiva todo lo que conforma la elección de lo que va a ser
nuestra vida, viene determinada por nuestros desvelos, por nuestro esfuerzo.
Sin ese esfuerzo, creo que la llamada de la vocación cae en terreno estéril, en
ese terreno yermo en el que no prende
Pero,
indudablemente, cuando en nuestra actitud prevalece esa curiosidad y ese deseo
de imponer nuestros valores personales al mundo que nos rodea, surge eso tan
inaprensible que denominamos vocación. Recuerdo ahora, cuando tenía vuestra
edad, que casi todo el mundo —mi familia, mis amigos, las personas con las que
me trataba, sobre todo las personas mayores— intentaba disuadirme, yo diría que
sin mala intención, incluso piadosamente, de mi vocación, porque toda vocación
siempre conlleva un componente de riesgo (puesto que nace del arrojo, de la
necesidad que tenemos de transformar), un componente casi suicida, que puede
llegar a ser autodestructivo, sobre todo en el caso de la vocación artística,
que a veces se vive en contra de la sociedad, pues no faltan ocasiones en que
el artista se siente desamparado de esa sociedad y eso le hace sentirse, en
cierto modo, como un suicida que emprende una tarea a la contra de los tiempos.
Y yo recuerdo que mis amigos, y en general las personas que me rodeaban, solían
persuadirme para que tratara de guiarme más bien por el interés; todos me
aconsejaban que eligiese mis estudios teniendo en cuenta una serie de factores
de índole práctica o pragmática, digamos. Siguiendo este consejo, mi decisión
debía estar guiada por un criterio de "utilidad", ya que esos
estudios así elegidos iban a redundar en mi provecho y me permitirían ocupar
una posición social desahogada (desahogo que no me garantizaba mi vocación)
Supongo que
vosotros estáis experimentando y percibiendo también esta especie de
discordancia entre la vocación y los consejos que a uno le llegan del ambiente
circundante y más próximo. En vuestras familias, principalmente, se os
recomendará que sigáis determinados estudios, puesto que ofrecen mayor garantía
y seguridad, puesto que van a dar más tranquilidad a vuestra vida, y, en
definitiva, os van a procurar una salida profesional mucho más factible y real
Pues bien, yo
creo que eso solamente contribuye a hacer personas infelices y, lo que es peor,
a que la sociedad se empobrezca. En mi opinión, lo más importante en una
persona es su talento natural, íntimamente unido a esa vocación para la que ha
sido llamado; y si la vocación de una persona es el estudio del latín,
seguramente esa persona, encomendada al estudio dictado por su vocación, va a ser
mucho más fértil para la sociedad que si termina haciendo, por poner algún
ejemplo, Derecho o una ingeniería técnica, o cualquier otra disciplina que, en
principio, parece mucho mejor valorada y apreciada socialmente
En definitiva,
de lo que se trata es de seguir ese impulso, de seguir ese apetito de
curiosidad, esa necesidad de aportar lo mejor de nosotros mismos a lo que ha de
ser nuestro oficio, nuestra profesión. Y, hablando de "profesión",
convendría advertir que es ésta una palabra muy devaluada por el uso:
"profesión" viene de fe, de la necesidad que todos tenemos de
dedicarnos con un ímpetu, casi diría fanático, con un ímpetu anhelante de
cambiar la realidad, pero no por un simple prurito de cambio, sino conforme a
una concepción de esa realidad muy meditada y casi diría que perfectamente
definida en nuestra mente
Esa búsqueda
de una profesión acorde con nuestro talento natural reviste, a mi juicio,
especial importancia, y contribuye de manera decisiva a nuestra felicidad
En el
descubrimiento de esa vocación tiene mucha relevancia nuestra búsqueda
interior, nuestra capacidad para descubrir qué es lo que queremos, qué es lo
que nos atrae, con qué nos sentimos hermanados, en definitiva, qué es lo que
somos
Pero también
tienen mucha importancia los factores exteriores, algo así como esa voz que oyó
San Agustín, esa voz que también nosotros oímos, indudablemente; y en esa voz
se hace patente algo que hoy en nuestra sociedad se está olvidando: el
magisterio. El magisterio, la influencia de los maestros, que todos
necesitamos; utilizando la palabra "maestro" en un sentido muy
amplio, a veces lo identificamos con quien nos da una lección ex cátedra,
subido en un púlpito o desde una tribuna; pero no solamente es ese el maestro.
El maestro a veces nos lo encontramos por azar, puede ser un ejemplo vital,
puede ser una persona próxima a nosotros, puede ser un libro también, un libro
que ilumina nuestros días. Considero tan relevante este aspecto que, sin
magisterio, creo que no puede surgir la vocación. En cierto modo, la vocación
es algo que se proyecta sobre el futuro, pero que se alimenta, se nutre, del
pasado, de lo que otros han aprendido antes que nosotros; y sin ese doble
vínculo la vocación no puede llegar a completarse
Siempre que a
mí me preguntan cómo nace mi vocación, mi vocación literaria, necesito pensar
la respuesta..., porque, como es obvio, la vocación es algo misterioso, es como
un don que no sabemos de dónde viene, ni cómo nos llega... Pero cuando he
reflexionado sobre esta cuestión, siempre me he acordado de una instantánea de
mi niñez, que es como el compendio de todos aquellos días en que yo salía a
pasear con mi abuelo. Él, como todos los jubilados, iba a gorronear la prensa a
la biblioteca pública; yo le acompañaba y, mientras él leía los periódicos, yo
me quedaba en la sala infantil. De este modo quien os habla, que no había
crecido en un ambiente en el que la vida literaria ocupase un lugar
preponderante, de repente se tropezaba con todos esos libros (entonces las
bibliotecas infantiles estaban muy bien surtidas, no habían sucumbido ante ese
fenómeno tan tonto que hoy se conoce como literatura infantil, y que me parece
una grosería derivada de una presunción de que los niños no pueden ser
verdaderos lectores). Y aquella sala infantil estaba surtida con los
maravillosos tebeos de Tintín o de Asterix, pero también me encontraba con la
gran literatura: autores como Stevenson, Jack London, Ágatha Christie —a la que
incluyo en esa gran literatura— y, de pronto, comencé a leer todos esos libros;
y lo hice de forma anárquica, libros que, además, en muchas ocasiones eran de
una lectura excesivamente complicada para mi corta edad y que no acertaba a
comprender del todo, pero que supusieron para mí una transformación radical,
una revelación. Y por este camino, sin saber exactamente en qué consistía ser
escritor, yo descubrí que quería escribir, quería añadir un eslabón más a esa
cadena infinita de letra impresa que amueblaba la biblioteca pública
Así pues, mi
abuelo fue para mí el catalizador de esa vocación, siendo él una persona no
especialmente letrada; solamente con esos paseos que compartimos transformó mi
vida. También fue determinante su carácter especial, un carácter muy sobrio,
muy austero, casi un poco rácano, de castellano viejo. Ese carácter de mi
abuelo, sin duda alguna, también me infundió una serie de valores que son muy
necesarios para una vocación artística, como la necesidad de superar el dolor,
la necesidad de sufrir y sobreponerse al sufrimiento y la capacidad para
afrontar las dificultades con las que tu vocación se va a tropezar en la vida.
En definitiva, para mí él fue ese maestro necesario, esa persona que provoca
que en nuestra vida surja un chispazo y que nuestra vida logre dar un vuelco
Luego, en el
desarrollo de mi vocación, he ido encontrando muchos maestros, casi siempre en
los libros. De este modo, podemos afirmar que los muertos nos hablan y nos
transmiten su magisterio, y lo hacen a través de su obra y el testimonio de su
vida, cuando la conocemos; pero también —como es lógico— lo hacen los vivos. En
definitiva, han sido mis maestros todos aquellos escritores a los que he
admirado, y de todas esas influencias ha surgido una aleación indestructible
que ha hecho de mi vocación algo así como una fortaleza, capaz de resistir las
contrariedades, los azares de la vida literaria que de un día para otro pueden
llevarte de la cima al abismo; en fin, todas esas circunstancias que vosotros
también os encontraréis en vuestra vida profesional. Por todo ello, creo que es
muy importante destacar el protagonismo del magisterio
Probablemente,
en la Universidad
encontraréis algún maestro, algún maestro que puede ser un poco remolón, quizá
por no ser consciente de lo que significa para vosotros y en esa situación
debéis tomar la iniciativa, debéis mostraros activos
Cuando os
tropecéis con un profesor al que admiráis o en el que encontráis motivos para
esa admiración, empeñaos en hacerlo más admirable. Uno de los problemas a los
que con demasiada frecuencia se enfrenta el alumno en la Universidad es el de
pasar a formar parte de esos engranajes de la rutina, el sucumbir al tedio en
el que con demasiada frecuencia languidecen las clases; y en muchas ocasiones,
el alumno se distancia del profesor y no lo exprime —valga la expresión— suficientemente,
no saca de él todo el partido que podría obtener. Yo os invito a encontrar
maestros, porque creo que pueden contribuir de forma decisiva a completar
nuestra vocación, creo que ellos nos vinculan a ese pasado al que antes hice
referencia y, en cierto modo, nos proyectan al futuro
Hay un poema
que yo siempre cito porque explica muy bien lo que es una vocación. Es el
primer poema de Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío. En dicho poema él
mismo se define como muy antiguo y muy moderno, luego continúa calificándose de
audaz, cosmopolita. Pues bien, en esta amalgama surgida entre lo antiguo y lo
moderno creo que está la verdadera capacidad para desarrollar nuestras
aptitudes; no es posible, creo yo, un avance; no es posible el verdadero progreso
del hombre, no es posible la búsqueda de nuevos horizontes sin la asunción del
pasado, sin la asunción del magisterio y el legado de todos aquellos que nos
han precedido. Creo que es así como la ciencia y el arte y, en definitiva, la
capacidad del hombre para transformar el mundo han avanzado, aceptando la
tradición que nos precede como parte de nosotros mismos, para crear algo nuevo
sobre el sustento de esa tradición. En esa amalgama entre lo antiguo y lo
moderno, sin duda alguna, radica también, en cierto modo, la clave de nuestro
éxito, del éxito de nuestra vocación
Y el
magisterio no solamente lo ejercen las personas que tienen una mayor sabiduría
que nosotros, sino también aquellas otras, coetáneas nuestras, que nos rodean y
nos aportan su magisterio vital. Eso se logra, más que a través de la mera
comunicación, mediante el coloquio, mediante la transmisión de pensamientos y
de sentimientos que se entabla entre nosotros y ellos. Ese magisterio de las
personas que nos rodean tiene una gran importancia, a mi juicio. Antes de
entrar en esta sala, me comentaba una amiga cómo en los ámbitos universitarios
el sentimiento de competencia o la idea de competitividad entre los estudiantes
ha terminado por imponerse, y verdaderamente creo que esto es una lacra y una
atrocidad. Ella me contaba, concretamente, como, a veces, cuando se falta a
clase, es muy difícil al día siguiente que alguien te preste sus apuntes; cómo
te las tienes que ingeniar por ti mismo con unas dificultades que nunca uno
hubiera imaginado..., probablemente esta amiga exagerara un poco. Y traigo a
colación este ejemplo o esta situación anecdótica porque creo que sin una
mínima capacidad para transmitir a los otros lo que sabemos, para intercambiar
pensamientos, para dejar que nuestras opiniones se contaminen de las opiniones
de los demás, para permitir que nuestras pesquisas sean ligeramente
rectificadas por las pesquisas del prójimo, sin esa capacidad, en definitiva,
para dejarnos cambiar por los otros, creo que nuestra vocación se va a terminar
agostando, se terminará encapsulando, momificando; llegará a ser una vocación
en exceso intransigente, una vocación envarada, carente de esa savia que es la
que le transmite el coloquio con los demás. La capacidad para transmitirnos
recíprocamente un poco esa sangre, esa savia de nuestra vocación, es un
componente imprescindible en el buen desarrollo de una verdadera vocación
Y ya para
terminar, creo que había que hablar (antes Alberto lo hizo) de que la vocación
debe vivirse y ejercerse volcada hacia los demás, de modo que los frutos de esa
vocación tienen que ponerse al servicio de los otros. Esto creo que vuestra
generación sí lo ha entendido y todos los días se ven pruebas de ello en
numerosos ejemplos de acción y vida solidarias. Y sucede que a veces ese
fervor, ese entusiasmo juvenil que nos invita a donarnos al prójimo, a donarnos
al que está a nuestro lado (lo cual, como digo, vemos todos los días en gestos
tan extraordinarios y tan generosos como la cooperación; por ejemplo, en la
recuperación de las playas de Galicia, o en la ayuda que los jóvenes están
prestando a tantas causas loables) me hace pensar que vuestra generación es una
generación eminentemente generosa
Por ello
considero muy necesario hacer hincapié en que vuestra vocación, si no se
proyecta hacia la realidad, si no aspira a transformar las cosas, si, en
definitiva, no está, no impregnada, sino empapada de humanismo, es una vocación
baldía
Creo que
nuestros conocimientos, nuestras potencias (y vosotros sois personas bendecidas
especialmente, sois personas inteligentes, personas que habéis obtenido las
mejores calificaciones, sois personas que saben lo que desean), tienen que
reflejarse sobre el espejo de la vida
Vivimos una
época difícil, una época muy confusa. Yo sí creo en la capacidad del hombre
para mejorar el mundo. De hecho, creo que la historia demuestra que el hombre
ha mejorado el mundo a la larga, poco a poco, con altibajos, con vacilaciones,
con retrocesos, pero, efectivamente, ha conseguido mejorarlo. Y esa vocación
vuestra tiene que sumarse a esa labor de mejora lenta, pero imparable; sin ese
—digámoslo así— trasfondo, sin esa capacidad para volcarse sobre los demás,
quizá todos nuestros esfuerzos sean demasiado egoístas, nos conduzcan a la
nada. Cuando hablo de volcarse a los demás, no solamente hablo de nuestros
actos, de esa pura actitud eminentemente generosa que consiste en prestar ayuda
o de colaborar en determinadas causas humanitarias, sino, sobre todo, me
refiero a la necesidad de entender que lo que estamos haciendo —sea la que
fuere nuestra dedicación— no lo estamos haciendo para nosotros solos, ya que
todo nuestro trabajo tiene una proyección hacia otras personas. Yo también,
cuando escribo, creo que con mi escritura puedo estarle brindando consuelo a alguien,
o puedo estar dándole voz a personas que no la tienen, y esto me consuela, esto
completa un poco mi vocación, porque si no yo me sentiría en cierta manera como
un jugador de tenis que tiene que conformarse con jugar contra una pared. De
repente, cuando surge un lector, cuando hay una persona como destinataria de tu
obra, ese juego es mucho más ameno: hay un contrincante que te está devolviendo
la pelota. Pues bien, esa vocación que sentimos dentro de nosotros siempre
tiene que estar proyectada hacia otros individuos, hacia otras personas que nos
devolverán la pelota; si no es así, creo que nada tiene sentido
Y en fin,
esto, poco más o menos, es lo que os quería contar. Ojalá estéis de acuerdo
conmigo en lo que he dicho, ojalá hayáis sentido ya esa llamada de la vocación.
Si aún no la habéis sentido, esforzaos por sentirla, pues, a buen seguro,
iluminará vuestra vida, os hará mejores y os ayudará a cambiar el mundo que os
rodea. Creo que la vocación es un síntoma de humanidad, un síntoma de que somos
conscientes de nuestra misión y de que el desempeño de esa misión puede
reportar grandes beneficios a los demás.
Muchas gracias
a todos por vuestra atención.
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