Los radicales dicen hoy lo mismo
que ayer decían los conservadores; y éstos hacen ahora lo que antes hacían
aquéllos. Los radicales gritan contra el fraude y la falta de garantías con
igual fuerza que los conservadores en tiempo de Yrigoyen; y los conservadores
ejercen ahora la misma presión electoral que antes ejercían los radicales. La
alternancia de la farsa, siempre repetida en los mismos términos, revela en
todos los partidos democráticos la misma falla, y la necesidad imperiosa de
cambiar, no los hombres, sino el sistema, según frase que se ha hecho famosa.
La democracia no respeta la
dignidad ni la promueve. El vencido es insultado por su vencedor en los
comicios, y el tráfico electoral rebaja tanto al elegido como aí elector, de
modo que nadie queda sin tacha como para luego hablar con dignidad, y la del
país se pierde. Su lenguaje se olvida, y, en los momentos necesarios, nadie la
tiene.
La democracia es, para las
personas desprovistas de imaginación creadora, el único gobierno posible; pero
también es el único que siempre está por hacerse.
Lo malo no es que los políticos
se hagan profesionales, sino que desempeñen mal o hipócritamente su profesión.
La clandestinidad es grave inconveniente para el buen desempeño de cualquier
oficio.
Liberalismo y democracia son dos
grados de una misma tendencia; pero siendo ambos sistemas de provecho
particular, el liberalismo representa un usufructo más restringido, y la
democracia un usufructo más general.
Es admirable el desenfado con que
los demócratas interpretan la voluntad popular; y las interpretaciones son más
fantasiosas cuanto más categóricos son los pronunciamientos electorales.
Los demócratas usan con la
voluntad popular una patria potestad de genitores.
Muchos se sienten tentados a
establecer una antinomia entre bien común y perfeccionamiento de la forma de
gobierno, entre materialismo e idealismo políticos. Pero el bien común no se
resume en el provecho material. Y el perfeccionamiento de la forma de gobierno
sólo se puede buscar contra el provecho material en nombre de la verdadera
salvación espiritual, no de un simple fantasma ideológico.
Los demócratas no pueden pasar
por alto el resultado desastroso de repetidas elecciones. Pero como son
dogmáticos, prefieren la ruina del país a la de los principios. Esto se podría
conceder en un solo caso, el de la ciudad cristiana. Porque un alma vale más
que un imperio; y en ese caso la salvación del principio vale más que la del
país. Pero semejante posición intelectual es absurda en los sistemas políticos
basados en el materialismo.
Los izquierdistas honrados son
peores que los sinvergüenzas. Con su crédito moral prestigian ideas absurdas.
El poder siempre es remuneración
de servicios prestados a la comunidad. Aun en la democracia es así. Pero en su
grado más bajo. Porque el servicio prestado lo es a la comunidad partidaria.
Nuestro régimen político a base
de sufragio universal es tan absurdo que en él los malos gobiernos no tienen
otro remedio que la revolución y los buenos sólo pueden abstenerse por medio
del fraude.
Los regímenes políticos que han
dejado de ser útiles se vuelven sistemáticos. El privilegio que ha cesado de
justificarse con la prestación de servicios substituye el fundamento real de la
utilidad con el fundamento formal del estatuto que sanciona la situación
abusiva. Es la historia de todas las degeneraciones políticas.
(La
Nueva República , Buenos Aires, Nº 116, 9 de noviembre de
1931, en La Política , cenicienta del
espíritu, Ediciones Dictio, Bs. As.,1977, pp. 315-317)
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