Julio Irazusta - La democracia




Los radicales dicen hoy lo mismo que ayer decían los conservadores; y éstos hacen ahora lo que antes hacían aquéllos. Los radicales gritan contra el fraude y la falta de garantías con igual fuerza que los conservadores en tiempo de Yrigoyen; y los conservadores ejercen ahora la misma presión electoral que antes ejercían los radicales. La alternancia de la farsa, siempre repetida en los mismos términos, revela en todos los partidos democráticos la misma falla, y la necesidad imperiosa de cambiar, no los hombres, sino el sistema, según frase que se ha hecho famosa.

La democracia no respeta la dignidad ni la promueve. El vencido es insultado por su vencedor en los comicios, y el tráfico electoral rebaja tanto al elegido como aí elector, de modo que nadie queda sin tacha como para luego hablar con dignidad, y la del país se pierde. Su lenguaje se olvida, y, en los momentos necesarios, nadie la tiene.

La democracia es, para las personas desprovistas de imaginación creadora, el único gobierno posible; pero también es el único que siempre está por hacerse.

Lo malo no es que los políticos se hagan profesionales, sino que desempeñen mal o hipócritamente su profesión. La clandestinidad es grave inconveniente para el buen desempeño de cualquier oficio.

Liberalismo y democracia son dos grados de una misma tendencia; pero siendo ambos sistemas de provecho particular, el liberalismo representa un usufructo más restringido, y la democracia un usufructo más general.

Es admirable el desenfado con que los demócratas interpretan la voluntad popular; y las interpretaciones son más fantasiosas cuanto más categóricos son los pronunciamientos electorales.

Los demócratas usan con la voluntad popular una patria potestad de genitores.

Muchos se sienten tentados a establecer una antinomia entre bien común y perfeccionamiento de la forma de gobierno, entre materialismo e idealismo políticos. Pero el bien común no se resume en el provecho material. Y el perfeccionamiento de la forma de gobierno sólo se puede buscar contra el provecho material en nombre de la verdadera salvación espiritual, no de un simple fantasma ideológico.

Los demócratas no pueden pasar por alto el resultado desastroso de repetidas elecciones. Pero como son dogmáticos, prefieren la ruina del país a la de los principios. Esto se podría conceder en un solo caso, el de la ciudad cristiana. Porque un alma vale más que un imperio; y en ese caso la salvación del principio vale más que la del país. Pero semejante posición intelectual es absurda en los sistemas políticos basados en el materialismo.

Los izquierdistas honrados son peores que los sinvergüenzas. Con su crédito moral prestigian ideas absurdas.

El poder siempre es remuneración de servicios prestados a la comunidad. Aun en la democracia es así. Pero en su grado más bajo. Porque el servicio prestado lo es a la comunidad partidaria.

Nuestro régimen político a base de sufragio universal es tan absurdo que en él los malos gobiernos no tienen otro remedio que la revolución y los buenos sólo pueden abstenerse por medio del fraude.

Los regímenes políticos que han dejado de ser útiles se vuelven sistemáticos. El privilegio que ha cesado de justificarse con la prestación de servicios substituye el fundamento real de la utilidad con el fundamento formal del estatuto que sanciona la situación abusiva. Es la historia de todas las degeneraciones políticas.



(La Nueva República, Buenos Aires, Nº 116, 9 de noviembre de 1931, en La Política, cenicienta del espíritu, Ediciones Dictio, Bs. As.,1977, pp. 315-317)

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