Al reeditar su
Historia de la Literatura española,
Fitzmaurice-Kelly mencionó en las últimas páginas a algunos escritores jóvenes,
entre ellos al peruano Ventura García Calderón, a quien llamó “un maestro del
rápido estilo afrancesado”. Esta definición de su prosa no pareció exacta a
García Calderón, que dirigió al hispanista inglés una extensa carta, ahora
convertida en un pequeño volumen.
Si
bien las ideas del autor no son enteramente nuevas, el hecho de estar
defendidas con excelente argumentación y el formar parte del volumen opiniones
de varios distinguidos escritores hispanoamericanos dan al libro un excepcional
interés. En el fondo se trata de la vieja cuestión entre el castellano de
América y el de España y de la evolución de nuestro idioma hacia formas
modernas y vivientes.
Sostiene
García Calderón que la prosa natural y breve, de línea directa, tiene
antecesores en la literatura española. En efecto, Moratín, Jovellanos, Cadalso
y Larra escribieron en esta forma, y, si bien en su época se les consideró
afrancesados, hoy nos parecen castizos. Puede afirmarse que en nuestro idioma
cabe todo; y si la prosa natural, sencilla y de frase corta no fue muy
cultivada en otros tiempos, ello tiene por causa razones psicológicas e históricas.
La
arrogancia española necesitaba expresarse en una prosa arrogante. El
absolutismo y el modo de sentir la religión contribuyeron al mantenimiento de
un idioma complicado, sonoro y efectista. Como era peligroso tener ideas, la
literatura debió refugiarse en el culto de las palabras. El estilo no fue un
medio, sino un fin. Los escritores, además, fueron en su mayoría sacerdotes o
frailes, vale decir, latinistas. El castellano, en vez de progresar hacia la
sencillez, tornóse una lengua sabia, de complicada sintaxis. Fray Luis de León
escribía de este modo: “De las calamidades de nuestros tiempos, que, como
vemos, son muchas y muy graves, una es, y no la menor de todas, el haber venido
los hombres a disposición que les sea ponzoña lo que les solía ser medicina y
remedio; que es también claro indicio de que se les acerca su fin, y de que el
mundo está vecino a la muerte, pues la halla en la vida”. Góngora, Calderón,
Quevedo, Gracián, escribían con mayor amaneramiento aún. La prosa de Santa
Teresa, aunque de sabor popular y hecha de palabras muy usuales, es una maraña
complicadísima. Cervantes, menos afectado que sus contemporáneos en el Quijote, los igualó, sino llegó a
superarlos, en Los trabajos de Persiles
y Segismunda y en La Galatea.
Los escritores españoles más naturales, como Lope de Vega en
ciertas obras y algunos historiadores y místicos, estuvieron harto lejos de la
sencillez con que escribían los franceses. Cuesta creer que fray Luis de León,
Santa Teresa y Cervantes hayan sido contemporáneos de Montaigne, cuyo estilo
claro, elegante y natural es precursor del de Renán y el de Anatole France y
contiene todas las cualidades de la prosa moderna. Mientras fray Luis, cuyo
talento no discuto, parece pertenecer a la paleontología literaria, Montaigne se
nos antoja un espíritu de este tiempo.
Durante
la decadencia no cambió el idioma literario. España comenzó a vivir de sus
glorias pasadas, y el verso y la prosa hiciéronse más huecos y afectados. El
escritor más interesante de esta época, el padre Isla, condenó la afectación,
pero él fue tan enrevesado y artificioso como el que más.
A
fines del siglo XVIII, José Cadalso empleó una prosa relativamente natural, de
construcción más directa que sus antecesores. Cejador le ha llamado “el primer
afrancesado en sus escritos”, pero ya lo había sido poco atnes el padre Feijóo.
Más o menos por los mismos años que Cadalso, Jovellanos, Leandro Fernández de
Moratín, Quintana en su Vida de españoles
célebres y, más tarde, Larra, fueron precursores de la prosa moderna, cuya
sintaxis lógica, como la de la prosa francesa, disgusta a los “magüeristas”,
como se les llamó en otro tiempo a los representantes de la extrema derecha
gramatical.
La
prosa de Larra, semejante a la que ya comenzaban a usar los americanos, apenas
tuvo influencia en España. Se le motejó a Larra de afrancesado, lo mismo que a
Moratín, a Quintana y a otros. Fue el verdadero creador, en nuestro idioma, de
la frase breve. El duque de Rivas tiene algunas páginas, como El ventero, que son de una sencillez
moderna. Un ejemplo: “Mas de cuarenta años de edad. Traje, según el del país en
que está la venta, pero un poco exagerado y siempre en algún folili o ribete de
otra Provincia. Aspecto grave, pocas palabras, ojos observadores, aire
desconfiado o de superioridad”.
El
romanticismo apena benefició a la lengua castellana. Se escribió menos
revesadamente; pero con mayor ampulosidad. Al abuso de las transposiciones, a
los resabios de gongorismo y conceptismo, sucedió el reinado de la inflazón
retórica. Castelar ejerció en España y América una perniciosa influencia. El
flato llegó a ser un valor literario. La mulatería tropical infectó la cultura
y las letras americanas, y entonces nació en estas tierras lo que Groussac ha
llamado “el cultivo del floripondio”.
Durante
los últimos años del siglo XIX la tendencia a la naturalidad realizó en España
algunos progresos. Campoamor, Leopoldo Alas y Pérez Galdós, escribieron sin
mayor amaneramiento. Desgraciadamente no fueron esos maestros los que dominaron
en la literatura de aquel tiempo. Los dioses mayores eran Valera y Pereda. Los
americanos no gustaremos jamás el tan alabado estilo de Valera, hecho de
lugares comunes y de giros rebuscados. Pereda nos resulta sencillamente
insoportable. Sus frases de piedra, ese constante ruido de palabras, el
retorcimiento de los giros y la artificiosa riqueza de léxico nos fatigan y
aburren. No conozco nada más alejado de la naturalidad y de la lógica que el
estilo de Pereda. Rubén Darío tuvo una frase dura para este escritor, que decía
“los relieves del yantar”, en vez de “las sobras de la comida”.
Y
por si alguien cree que exagero, he aquí lo que dice Leopoldo Alas (Clarín), crítico eminente y escritor
claro y natural, sobre la afectación que dominaba en la literatura de su
tiempo: “Es un vicio por desgracia muy común en nuestros escritores el
amaneramiento; aun los más expertos y concienzudos se dejan arrastrar por el
demonio de la afectación. Pérez Galdós, acaso el único, se ha librado de esta
lepra general”.
La
liberación del énfasis y de la retórica latinizante fue, en gran parte, obra de
la generación del 98. Azorín,
Valle-Inclán, en sus primeras novelas y cuentos, Baroja, Maeztu, Benavente,
rompieron con el pasado literario. La peregrinación a la tumba de Larra,
descripta por Azorín, no solamente significó una nueva posición en la ideología
política de España sino también el comienzo de una modalidad literaria e
idiomática verdaderamente moderna y europea.
Pero
la liberación del énfasis, de la retórica anticuada, de la frase larga, de la afectación,
de todas las enfermedades de la prosa española, había sido realizada en América
mucho antes que surgiera la generación del 98. Nicolás Avellaneda, Pedro
Goyena, Miguel Cané, Lucio López, Eduardo Wilde, estaban absolutamente libres
de aquellos graves defectos. La prosa de Pedro Goyena, considerado por Groussac
como el primer escritor de su tiempo entre nosotros, es de una sobriedad,
claridad, elegancia y pureza de línea excepcionales. No es posible olvidar
aquella página, perfecto modelo de estilo, sobre don Félix Frías. Recordemos
algunas frases: “Era un notable orador. Su elocuencia solía inflamarse y vibrar
como una apóstrofe incendiario. En otras ocasiones arrullaba al auditorio con
los suaves acentos de la unción y de la ternura. El período armonioso, la
corrección sin remilgo, la viril sonoridad de la palabra, la nota franca de la
indignación hirviente en el discurso parlamentario, tales eran los rasgos
distintivos de su grande y hermosa oratoria”. Y las frases finales con que
termina el párrafo: “Y luego, otro prestigio: la vida del orador. Nadie se
atrevía a poner en duda su honradez, su lealtad, su patriotismo. Jamás habló
sin causar profunda sensación. Su discurso era un acto: el cumplimiento su
deber”. Nicolás Avellaneda fue un artista en el sentido moderno y más estricto
de la palabra. Veinticinco años antes que la generación del 98 escribía frases
como ésta: “El labriego obscuro que no levanta su pensamiento ni sus ojos más
allá del horizonte visible, pasará tranquilo, sin dramas, sin tormentas, sin
agitaciones en su vida. Puede él decir: he ahí mi tumba y el rayo de luz que ha
de iluminarla cuando el sol descienda con sus postreros resplandores sobre el
cementerio de la aldea”. No cito palabras de Cané, Lucio López o de Wilde
porque son bastante conocidos por el público actual. Cualquiera puede
comprobar, en las ediciones populares de los libros de esos escritores, la
sencillez y la claridad de su estilo. Pero podemos ir algunos años más atrás
para encontrar en nuestro país modelos de prosa natural. Sarmiento, Mitre,
Vicente López, Félix Frías, Juan María Gutiérrez, no conocieron el artificio y
la afectación retórica de los españoles.
Creo
que “el nuevo castellano”, para emplear los términos de García Calderón, ha
nacido en América. La generación del 98, además, habrá iniciado la liberación
en España, pero la obra quedó a medio camino. Los mismos hombres del 98 no
tardaron en olvidar sus propósitos. Salvo Baroja, que, por otra parte, es
pésimo prosista, todos cayeron en la afectación retórica. No era, naturalmente,
la retórica del siglo XVII, pues cada uno siguió su temperamento personal.
Valle-Inclán, tan sencillo y claro en sus Sonatas,
escribe ahora con una extraterrestre amaneramiento, hasta el punto de que tiene
libros enteros hechos de frases como ésta: “La Chamorro, con sus husmas
cotillonas, sus postizos y remangues, no era un anacronismo en la corte
isabelina”, y como esa otra en que, hablando de la hija de una difunta, dice
que “galguea a carón de las bardas y hace el planto”. Benavente, en sus últimas
comedias, parece remedar la prosa anticuada de don Antonio Maura. Unamuno,
cuando trata de hacer estilo, se aleja de la naturalidad, y en verso suele
tener tanto empaque y retorcimiento que se le ha comparado muchas veces con los
Argensola, poetas afectadísimos. Y de Azorín, ¿diríamos que su sencillez es de
buena ley? ¿No parece, más bien, una forma de afectación como otra cualquiera?
Además,
la influencia de la generación del 98 ha durado poco. La prosa española ha
vuelto al enrevesamiento. Los tres mejores escritores actuales: Pérez de Ayala,
Ortega y Gasset y Gabriel Miró, encarnan tres formas de afectación. El
magnífico estilo de Pérez de Ayala, quizá el más profundo conocedor actual del
idioma, abunda en frases como estas: “Cada ciencia, en cambio, se conforma con
añascar enteco troje de fenomenillos homogéneos”. La prosa aristocrática de
Ortega y Gasset cobra cada día nuevas complicaciones. Creo innecesario recordar
frases suyas. El lector menos entendido comprenderá la distancia que va desde
la transparencia de Anatole France a la elegante oscuridad del pensador
español. Y Gabriel Miró, cuyo arte delicadísimo es imposible no admirar, nos
resulta a los argentinos – que gustamos de las fórmulas directas y de la
sintaxis natural –, tan poco inteligible como Pereda. Sin duda hay en España
quienes escriben frases breves y de desarrollo lógico, pero no son los
prosistas mejores ni los más representativos del espíritu español.
El problema continúa en pie, por consiguiente,
dentro de la literatura española. Y es que existe una relación estrecha entre
la vida de un pueblo y su arte. España no ha llegado aún a ser un país viviente
y moderno. Unos pocos espíritus miran hacia el porvenir y hacia las grandes
naciones, pero la masa enorme del pueblo, de la burguesía y aun de la
aristocracia, permanece en el pasado. Por esto los escritores españoles carecen
de universalidad. Aún los más humanos, los más grandes, tienen algo de
regional. Pérez Galdós, la cumbre más alta de la literatura española moderna,
es casi intraducible. Mientras en las grandes naciones se procura la expresión
directa y clara, los escritores españoles – hablo siempre en general – se
entregan a juegos de palabras. Hay algo de rural, de atrasado, en ese afán
estilístico, que no es el medio de lograr un buen estilo. Dice muy exactamente
García Calderón: “Salvo contadas excepciones, nuestros grandes estilistas
escriben mal”.
Considero
innecesario comparar a los escritores españoles – en cuanto al aspecto que por
ahora me interesa – con los franceses. Nadie ignora con qué perfecta claridad,
con qué sintaxis natural y lógica han escrito Flaubert, Renan, Lemaitre,
France, Barrès y, en general todos los grandes nombres de la primera literatura
del mundo. Pero los escritores de siglos pasados no fueron menos naturales y
claros. Así Rabelais, Montaigne, Montesquieu, Voltaire, Diderot, La
Rochefoucault, La Fontaine, Racine. Aun aquellos de estilo lujoso y complicado,
como Chateubriand, parecen sencillos al lado del más natural de los españoles.
No concibo a un francés o a un inglés escribiendo aquellos horrendos versos de
Nicolás Fernández de Moratín: Una de
mármol negro va bajando – de caracol
torcida gradería. O aquello otro de Rodrigo Caro: Estos, Fabio, ¡ay dolor! Que ves ahora – campos de soledad, mustios
collados – fueron un tiempo itálica famosa.
Como
se ve, he ampliado el tema de García Calderón. Al escritor peruano sólo le
interesa el aspecto exterior de la frase. Creo que el problema es más hondo.
Por esto he querido concretarlo en la oposición de dos palabras: afectación y
naturalidad. La diferencia entre el idioma de los americanos y algunos
españoles de todas las épocas, por otra, no reside sólo en la longitud de la
frase. En prosa larga, como Rodó, se puede ser natural, elegante y claro. Y en
frases breves, como Gracián o Enrique de Mesa, se puede alcanzar la máxima
afectación.
Está
bien que luchemos por la frase breve, pero debemos también combatir el
artificio en sus diversas formas. No solamente es perniciosa la afectación
casticista. Igualmente lo es la refinada y aristocrática de algunos artistas
modernos. Y más detestable todavía es cierta clase de afectación genuinamente
americana que consiste en el culto del relumbrón. Incapaces de expresarse con
sencillez y claridad, hay escritores que gustan de mostrar su fuerza y con este
objeto hinchan los músculos, como el atleta que levanta pesas, las que, a
veces, son de cartón.
Es
el caso de Leopoldo Lugones, el más ilustre representante entre nosotros de la
prosa apoplética. Esta literatura enfática, de tonos chillones y de mal gusto,
frecuente en otras naciones americanas, estuvo entre nosotros confinada durante
largo tiempo en la oratoria, pero el modernismo aumentó sus dominios,
haciéndola invadir otros géneros literarios, principalmente la poesía.
En
los años últimos la ampulosidad y la afectación no han triunfado sino en
apariencia. Los libros cargados de imágenes y de adjetivos detonantes o
escritos en campanuda prosa oratoria, es decir, libros de atroz retórica,
semibárbaros, antieuropeos, no son leídos por nadie. Los autores de semejante
literatura inferior tal vez logren la admiración de aquellos que se emboban
ante los abalorios y los oropeles, pero sus libros no tienen venta, y si la
tienen es para dormir su sueño ininterrumpido en los anaqueles de las
bibliotecas. Esta literatura es también mala por falta de vida. El preciosismo
y la afectación de toda laya quitan fuerza vital a las ideas.
Por
otra parte, los escritores jóvenes tienden a la naturalidad (*). Hay entre
nosotros todo un grupo de prosistas sobrios, elegantes, sencillos y claros. El
tropicalismo comienza a entrar en el pasado, y si bien es cierto que los
jóvenes de la generación novísima renuevan la literatura artificiosa de otro
tiempo, aunque con nombres recientes, trátase de un fenómeno universal, no
únicamente propio de la literatura en lengua española.
Quiero
advertir que al elogiar la naturalidad y la sencillez no me refiero a cierta
prosa “a la que te criaste”, hija del periodismo casi siempre y cuyo mejor representante
entre nosotros fue Sarmiento. Me refiero a aquella otra que, con adornos, o sea
lo que se llama prosa artística, por ejemplo la de Barrés, o sin adornos, como
la de Maurras, sólo podemos lograrla con el esfuerzo, pues en sus giros como en
su léxico es un resultado de la selección inteligente y paciente.
La
renovación definitiva del castellano vendrá con el progreso y la cultura. La
civilización, que es internacional, concluirá con las literaturas tropicales. Y
si en la Argentina el floripondio da sus últimas boqueadas, en el resto de la
América española no tardará en ocurrir lo mismo. En España el problema es
análogo. La perduración del idioma de los siglos XVII y XVIII, así como toda
otra suerte de afectación, cesará cuando la Madre Patria termine de
europeizarse. Escribir ahora, en el siglo del aeroplano, como fray Luis de
Granada, es rutina y terquedad. La época exige una prosa breve y ágil, viviente
y humana. El academicismo es una supervivencia troglodítica. Y el preciosismo,
de cualquier calaña que fuere, no es menos absurdo en estos tiempos de hondas
inquietudes. La buena literatura ha sido siempre aquella en que, sobre toda
especie de retórica, ha predominado lo esencialmente humano.
(*)
Escritas estas líneas en 1924 o 1925, los
jóvenes a que me refería ya han dejado de serlo, pues pertenecen a la
generación de los que hoy, en 1945, tienen poco más o menos cincuenta años.
Después de ellos han venido otros jóvenes, que tampoco lo son ahora, que han
cultivado y siguen cultivando el arte del acertijo.
Gálvez, Manuel: España y algunos españoles, Editorial Docencia, Bs As, 2010, p.p.
99-109
(1º Edición 1945 Editorial Huarpes, Bs.As.
173 p.)
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