Hugo Wast - Vocación de escritor (fragmento)

“¡Con qué embriagadora facilidad volaba mi pluma! Ahora no soy capaz de las hazañas de entonces. En una mañana de alegre labor llenaba doce o quince cuartillas, mil quinientas a dos mil palabras.
  No hablemos de la calidad de la obra; supongamos que fuese mala; pero, mala y todo, no sería hoy capaz de realizarla, porque no tendría ese entusiasmo juvenil e inconsciente, que enciende una llama de confianza en el corazón.
  No caigamos en el error de creer que es lo mismo facilidad que fecundidad.
  La facilidad es hija de la inspiración, de la buena salud mental y, si queréis, de la superficialidad que se satisface con poco, pues no halla defectos ni en los productos de la improvisación.
  La fecundidad, en cambio, es decir, la abundancia en la producción, es obra de la disciplina y de la perseverancia.
  Un escritor que produce cada año un volumen figurará a los cincuenta años con treinta obras, que darán a todo el mundo una impresión de gran fecundidad, y que no le habrán impuesto, sin embargo, una labor sobrehumana. Pero la elaboración de ellas puede no haber sido fácil.
  Con tenacidad y método, un hombre medianamente laborioso, logrará escribir cada día tres páginas, empleando en ello nada más que la mitad de la jornada, y es bastante.
  El trabajo del novelista es de tal naturaleza que un temperamento común no puede pasar más de cuatro horas de esfuerzo continuo sin llegar al agotamiento. La energía física suele estar íntegra, pero la imaginación ha decaído mucho y su propia fatiga contagia de cansancio al escritor. Éste descubre ese estado de fatiga mental en la repulsión que le inspiran el papel y la pluma.
  Nunca, jamás debe rebasar ese límite; y tampoco necesitará hacerlo si escribe con método. Media jornada de buen trabajo matinal, realizado con alegría y salud, basta para producir tres páginas, que en cuatro o cinco meses constituyen el volumen anual. Durante el resto del año, aun dedicándose a otra cosa, el escritor puede allegar paulatinamente los materiales de otro libro.
  Ya sé que los escritores no suelen ser madrugadores ni metódicos, y mucho menos aquellos cuya obra no tiene necesariamente que producirse en términos perentorios, y éstos son especialmente los poetas y los novelistas, más expuestos que nadie a las insidias de la pereza, que los hace renunciar a escribir un día y otro sugiriéndoles el pretexto de no estar inspirados.
  No hay que confundir la inspiración con las ganas de escribir. La inspiración es indispensable para el trabajo de imaginación, pero puede estar oculta como una brasa bajo las cenizas del desaliento o de la pereza.
  La disciplina, la voluntad de trabajar, la buscan en su escondite y la sacan al aire.
  En la obra del novelista la inspiración tiene más importancia que el tiempo, como que la idea de una obra maestra puede ser cosa de un relámpago. Pero el método, la disciplina, la tenacidad con que el escritor se pone luego a elaborar la substancia de esa idea, son tal vez más importantes que la idea misma. Muchas veces en el curso de la obra la idea inicial se modifica, se transforma. Una idea substituye a otra, y lo que hubo de ser un cuento o una comedia se vuelve una novela completa.
  Muchas veces también creemos no tener la idea básica para realizar la obra, pero la tenacidad con que nos encadenamos delante de nuestro escritorio es a menudo premiada con el descubrimiento maravilloso de que esa idea que pensábamos no tener, en realidad estaba como dormida en los pliegues de la imaginación.

  No confundamos tampoco la tardanza en producir con el método o la laboriosidad. Un novelista puede tardar diez años en concluir una novela, pero seguramente será porque ha dejado correr en la inacción muchos y valiosos días, porque tal vez ha permitido que se rompiera la hebra de oro hilada por la inspiración, por el sentimiento y por la memoria, que debe unir entre sí todas las páginas del libro. Cuando ese hilo se corta, ¡cuán difícil es reanudarlo!
Y aun suponiendo que el autor de una obra de imaginación no la deje de mano en diez años, es casi seguro que la obra no ganará gran cosa con la tardanza, porque si bien el pulimento pertinaz mejorará el lenguaje, quitándoles defectos y agregándole bellezas exteriores, la idea, la acción, los caracteres, permanecerán inmutables en lo fundamental.
  Y no debe olvidarse que no siempre el encarnizamiento en la corrección redunda en bien ni siquiera del estilo. Flaubert acabó en el desecamiento y en la aridez de Bouvard et Pécuchet, libro que está muy lejos de ser un modelo ni de forma ni de fondo.
  Lo cual demuestra que el tiempo es un buen aliado, pero llega a ser un enemigo peligroso, destructor de la inspiración y de la gracia cuando se vuelve una obsesión.
Podríamos citar innumerables obras maestras elaboradas en cortísimo tiempo, contra todos los cánones de los retóricos.
  George Elliot, en los dos años que siguieron a la aparición de sus Escenas de la Vida Clerical, publicó El Molino sobre el Floss y Adam Bede, que son sus dos mejores libros y figuran entre lo más genial de las novelas inglesas.
  Pereda ponía tres meses en concluir sus obras estupendas, que no eran nada cortas.
  Guy de Maupassant escribió en dos meses y medio Pierre et Jean, sin suspender su activísima producción de cuentos y artículos para los periódicos; y en ocho años publicó toda su obra, a razón de tres y aun de cuatro volúmenes por año.
  Balzac escribió Cousine Bette en seis semanas; Dumas en ocho días La Dama de las Camelias.
Pero Antonio de Alarcón hizo en dos meses su obra fundamental, El Escándalo, y en seis días su lindísimo Sombrero de Tres Picos, que ciertamente vivirá más que la sudorosa Tentación de San Antonio, de Flaubert.”

Wast, Hugo: Vocación de escritor, Thau Editores, Bs.AS., 1951, p.p. 188-193

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