Domingos de
provincia
Tú que adoras
el silencio
De las
ciudades muertas
Y que ansías
el bien inmenso
De estar
contigo mismo
Largas horas
enteras,
Hallarás una
ocasión propicia
Para indagar
en tu alma
Los tesoros
de la vida interna
Que paz y
quietud reclaman,
Si vives ¡oh
mi amigo!
La soledad
honda y tranquila
Que llevan
entre sus sueños los domingos,
Los tristes
domingos de provincia.
Cada domingo
provinciano
Es como una
oquedad en una gruta,
Es como una
ventana por donde vemos algo
De la abismal
hondura
Que tiene el
alma vasta y simple
De una ciudad
tan vieja, tan pobre, tan humilde.
El domingo,
las gentes
Andan sin
rumbo fijo:
Como atónitas,
como seres
Sonámbulos y
como almas
Ausentes que
ignoran su destino.
Domingo:
melancolía,
Tristeza infinita
Vagando en
las calles,
Sensaciones de
abandono, sensaciones
De tedio, de
soledades…
Tristeza,
tiene el lento pasar de los coches;
Tristeza, la
banda de la plaza;
Tristeza, los
ojos de las niñas
Que escrutan
la vida; tristeza, los rostros que a ti te sonríen
Desde los
bajos balcones;
Tristeza, el
pausado desfile
De las
hospicianas y seminaristas;
Tristeza, la
vida sin vida…
Lentamente
pasa un carruaje;
Muchos después
pasa otro;
Y otro aún,
pero más tarde.
Es el
desconocido forastero
Que llegó esa
mañana.
Las mujeres
le miran con asombro.
Se oye un
solemne y serio campaneo;
Las beatas se
pierden a lo lejos
Entre las
sombras crepusculares;
Ha concluido el
sermón en la iglesia;
Musitan sus
rezongos las acequias;
Y la terrible
soledad se inicia.
¡Ah las
tardes dominicales
En provincia!
Pero ven,
amigo mío,
Pues que en
estas desolaciones
Uno se mira
más de cerca,
Más penetra
en sí mismo,
Más comprende
el deber, la utilidad, el goce
Que hay en
saber del alma las comarcas eternas.
Gálvez, Manuel: Sendero de humildad,
Moen y hermanos editores, Bs.As., 1909, p.p. 85-88
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