Ignacio B. Anzoátegui - Calvino



Como toda herejía, el movimiento de la Reforma fue una protesta contra un orden dado. Como todo movimiento de la protesta, nació de la humana inclinación a protestar con razón o sin ella. Y como toda protesta en movimiento, terminó en un desorden.
Sería estúpido sostener que el clero de aquel tiempo —como el de muchas otras épocas— no necesitaba ser reformado, que no merecía ser recluido en un reformatorio.

Creo que es a nosotros los católicos a quien nos corresponde enjuiciar a los clérigos, para que éstos no se sientan demasiado impunes y para que a los anticlericales no se les vaya la mano. (Yo sé lo que digo ha de escandalizar a numerosas señoras para quienes el padre Pérez es un santo y el obispo Rodríguez es un conocido erudito. Pero sé también que la opinión de las numerosas señoras me tiene sin cuidado).

La política eclesiástica de los años en que Lutero hizo su aparición en escena era  sencillamente desastrosa. El Papa habla invitado a sus súbditos a contribuir al pago de las obras de una iglesia romana, y, para despertar su generosidad, había organizado un sistema de contra prestaciones llamadas indulgencias. En realidad, el sistema no era condenable, aunque como se comprobó más tarde— era en aquellos momentos poco recomendable. La indulgencia importa la liberación de una cierta parte de la pena temporal inherente al pecado, concedida por quien, como el Papa, tiene la administración del perdón. El Papa, en cuanto sucesor de San Pedro y vicario de Cristo sobre la tierra, tenia, pues, la plena facultad de decretar que un determinado sacrificio —la limosna, en este caso— liberaría a quien lo realizaba de una determinada pena. Pero lo que la gente de la Iglesia no podía era encomendar a un banquero la cobranza de esas limosnas, porque de esa manera el valor espiritual de la indulgencia debía ser necesariamente, para el pobre pueblo cristiano, el resultado del valor bancario de la limosna. Para un mundo cuyos frenos morales y cuyas ligaduras jerárquicas se relajaban día a día, aquella exhibición de relajamiento no podía significar sino la consagración oficial del derecho al desorden. Contra esa conducta se levantó inmediatamente la amarga protesta de los buenos cristianos, amenazados en sus más limpios propósitos y agraviados en sus sentimientos más finos de fidelidad y respeto al Vicario de Cristo. Pero la protesta fue rápidamente copada por la Protesta y el deseo de reforma por la Reforma. Bastó que Lutero alzara su rebeldía en Wittenberg para que en torno suyo se agruparan todos los que tenían una ofensa que vengar contra alguien o contra su conciencia — como era el caso del propio Lutero, maniático del escrúpulo moral —. Bastó que un cura desesperado se levantara contra la Silla de Pedro, para que le siguieran todos los desesperados y todos los que esperaban enriquecerse con los despojos del trono teocrático. La Reforma fue, en realidad un cuartelazo de curas: pero de curas apoyados por príncipes fuertes. Los primeros querían, en su indignación, apoderarse del poder reservado a los herederos de los Apóstoles, y los segundos, en su ambición, querían usurpar los bienes cuya administración pertenecía a la Iglesia Apostólica. Usurpadores, unos y otros, de la autoridad sobre las almas y sobre las tierras, irrumpieron en la organización eclesiástica entonces desorganizada, no para reorganizarla sino para hacer de la Cristiandad el inmenso prostíbulo de la tristeza.
Es claro que, pasados los primeros momentos de la protesta, cuando la Protesta mostró su cara cansada y espantosa, el buen sentido europeo —ese sentido bonachón y heroico que pertenece a los verdaderos cristianos— se alzó contra ella para reclamar su parte de sol y de alegría. Y fue en esa lucha de la alegría contra la tristeza donde se distinguió como el más fanático de los campeones y como el más criminal de los payasos del movimiento el calvinista Juan Calvino, Lobo de Ginebra.

Con toda su cobardía moral, incapaz de ese mínimum de humorismo que permite al hombre evadirse de la tentación de creerse el Hombre, Lutero era sencillamente un hombre: un pobre mortal acuciado de escrúpulos, que desesperó de Jehová y olvidó que existía Cristo. Enrique VIII de Inglaterra, con toda su inconsciencia moral, incapaz de ese mínimum de seriedad que obliga al hombre a avergonzarse un día de su adolescencia, era también un hombre: un amable rey ligeramente tonto que cayó en la extravagancia de creer que para acostarse con una mujer era indispensable casarse con ella, encomendando al verdugo la solución del problema anterior. Lutero tiene siquiera la grandeza de haber desesperado —que es una manera de jugarse el alma— y Enrique VIII la de haber jugado con la esperanza — que es una manera de impacientar a Dios—. Calvino, en cambio, carece de toda grandeza. Dios puede haberle salvado, porque en su divino humorismo, gusta de proporcionarnos toda clase de sorpresas; pero en ese caso tendría, también, sin duda, que emplear toda su dialéctica para que no se le amotinen los espectadores de Josafat condenados al infierno.

Nosotros, los mortales caídos, somos incapaces de comprender a Dios. Yo creo que en eso consiste el segundo encanto de la Caída. (El primero fue el advenimiento de Cristo; y si no que San Agustín retire aquello de Félix culpa!). Comprender a Dios en nuestro tránsito por la tierra sería tan terrible como conocer el destino: por eso Él nos ha reservado Su conocimiento para el momento en que nuestro destino esté eternamente resuelto: para la oportunidad eterna, en que gocemos cara a cara de Su presencia o en que padezcamos horriblemente Su ausencia.

Lutero y Enrique VIII renegaron de Dios, apostatando el uno de su misión religiosa y el otro de su misión política. Los dos apostataron de una misión. Calvino apostató de una condición: la condición humana. El monje alemán y el rey inglés, renunciando a la Redención —como lo hacemos todos cada día—, renovaron la caída de Adán, tomando oficialmente al hombre caído. El dictador ginebrino eligió, en la revolución protestante, el papel de la bestia emancipada con la Caída, de la obligación de servir al hombre. Dueño del jardín espiritual que antes pertenecía al hombre, hizo de sus dominios la selva de su dominación, y fue, en la historia de la Reforma, el animal intelectual, de animal dotado de todos los vicios inherentes a la cobardía de no hacer y a la desesperación de no haber hecho.

Fue el hijo del pánico, que entonces como ahora domina al hombre y le convierte en fiera de estupidez o de crueldad; el hombre en cuya diabólico soberbia no cabe la idea de que Dios es capaz de pasar por flojo con tal de salvarle.


(Anzoátegui, Ignacio B. : Vidas de payasos ilustres, Theoría, 1954, pp.47-53)

Comentarios