Como toda herejía, el movimiento
de la Reforma fue una protesta contra un orden dado. Como todo movimiento de la protesta, nació de la humana inclinación a protestar con razón o sin ella. Y
como toda protesta en movimiento, terminó en un desorden.
Sería estúpido sostener que el
clero de aquel tiempo —como el de muchas otras épocas— no necesitaba ser
reformado, que no merecía ser recluido en un reformatorio.
Creo que es a nosotros los
católicos a quien nos corresponde enjuiciar a los clérigos, para que éstos no
se sientan demasiado impunes y para que a los anticlericales no se les vaya la
mano. (Yo sé lo que digo ha de escandalizar a numerosas señoras para quienes el
padre Pérez es un santo y el obispo Rodríguez es un conocido erudito. Pero sé
también que la opinión de las numerosas señoras me tiene sin cuidado).
La política eclesiástica de los
años en que Lutero hizo su aparición en escena era sencillamente desastrosa. El Papa habla invitado
a sus súbditos a contribuir al pago de las obras de una iglesia romana, y, para
despertar su generosidad, había organizado un sistema de contra prestaciones
llamadas indulgencias. En realidad, el sistema no era condenable, aunque como se
comprobó más tarde— era en aquellos momentos poco recomendable. La indulgencia
importa la liberación de una cierta parte de la pena temporal inherente al
pecado, concedida por quien, como el Papa, tiene la administración del perdón.
El Papa, en cuanto sucesor de San Pedro y vicario de Cristo sobre la tierra, tenia,
pues, la plena facultad de decretar que un determinado sacrificio —la limosna,
en este caso— liberaría a quien lo realizaba de una determinada pena. Pero lo que
la gente de la Iglesia no podía era encomendar a un banquero la cobranza de esas
limosnas, porque de esa manera el valor espiritual de la indulgencia debía ser
necesariamente, para el pobre pueblo cristiano, el resultado del valor bancario
de la limosna. Para un mundo cuyos frenos morales y cuyas ligaduras jerárquicas
se relajaban día a día, aquella exhibición de relajamiento no podía significar
sino la consagración oficial del derecho al desorden. Contra esa conducta se
levantó inmediatamente la amarga protesta de los buenos cristianos, amenazados
en sus más limpios propósitos y agraviados en sus sentimientos más finos de
fidelidad y respeto al Vicario de Cristo. Pero la protesta fue rápidamente
copada por la Protesta y el deseo de reforma por la Reforma. Bastó que Lutero
alzara su rebeldía en Wittenberg para que en torno suyo se agruparan todos los
que tenían una ofensa que vengar contra alguien o contra su conciencia — como
era el caso del propio Lutero, maniático del escrúpulo moral —. Bastó que un
cura desesperado se levantara contra la Silla de Pedro, para que le siguieran todos
los desesperados y todos los que esperaban enriquecerse con los despojos del trono
teocrático. La Reforma fue, en realidad un cuartelazo de curas: pero de curas
apoyados por príncipes fuertes. Los primeros querían, en su indignación,
apoderarse del poder reservado a los herederos de los Apóstoles, y los
segundos, en su ambición, querían usurpar los bienes cuya administración
pertenecía a la Iglesia Apostólica. Usurpadores, unos y otros, de la autoridad
sobre las almas y sobre las tierras, irrumpieron en la organización
eclesiástica entonces desorganizada, no para reorganizarla sino para hacer de
la Cristiandad el inmenso prostíbulo de la tristeza.
Es claro que, pasados los
primeros momentos de la protesta, cuando la Protesta mostró su cara cansada y
espantosa, el buen sentido europeo —ese sentido bonachón y heroico que
pertenece a los verdaderos cristianos— se alzó contra ella para reclamar su
parte de sol y de alegría. Y fue en esa lucha de la alegría contra la tristeza
donde se distinguió como el más fanático de los campeones y como el más criminal
de los payasos del movimiento el calvinista Juan Calvino, Lobo de Ginebra.
Con toda su cobardía moral,
incapaz de ese mínimum de humorismo que permite al hombre evadirse de la
tentación de creerse el Hombre, Lutero era sencillamente un hombre: un pobre
mortal acuciado de escrúpulos, que desesperó de Jehová y olvidó que existía
Cristo. Enrique VIII de Inglaterra, con toda su inconsciencia moral, incapaz de
ese mínimum de seriedad que obliga al hombre a avergonzarse un día de su
adolescencia, era también un hombre: un amable rey ligeramente tonto que cayó
en la extravagancia de creer que para acostarse con una mujer era indispensable
casarse con ella, encomendando al verdugo la solución del problema anterior. Lutero
tiene siquiera la grandeza de haber desesperado —que es una manera de jugarse
el alma— y Enrique VIII la de haber jugado con la esperanza — que es una manera
de impacientar a Dios—. Calvino, en cambio, carece de toda grandeza. Dios puede
haberle salvado, porque en su divino humorismo, gusta de proporcionarnos toda
clase de sorpresas; pero en ese caso tendría, también, sin duda, que emplear
toda su dialéctica para que no se le amotinen los espectadores de Josafat condenados
al infierno.
Nosotros, los mortales caídos,
somos incapaces de comprender a Dios. Yo creo que en eso consiste el segundo
encanto de la Caída. (El primero fue el advenimiento de Cristo; y si no que San
Agustín retire aquello de Félix culpa!).
Comprender a Dios en nuestro tránsito por la tierra sería tan terrible como
conocer el destino: por eso Él nos ha reservado Su conocimiento para el
momento en que nuestro destino esté eternamente resuelto: para la oportunidad
eterna, en que gocemos cara a cara de Su presencia o en que padezcamos
horriblemente Su ausencia.
Lutero y Enrique VIII renegaron
de Dios, apostatando el uno de su misión religiosa y el otro de su misión
política. Los dos apostataron de una misión. Calvino apostató de una condición:
la condición humana. El monje alemán y el rey inglés, renunciando a la
Redención —como lo hacemos todos cada día—, renovaron la caída de Adán, tomando
oficialmente al hombre caído. El dictador ginebrino eligió, en la revolución
protestante, el papel de la bestia emancipada con la Caída, de la obligación de
servir al hombre. Dueño del jardín espiritual que antes pertenecía al hombre,
hizo de sus dominios la selva de su dominación, y fue, en la historia de la
Reforma, el animal intelectual, de animal dotado de todos los vicios inherentes
a la cobardía de no hacer y a la desesperación de no haber hecho.
Fue el hijo del pánico, que
entonces como ahora domina al hombre y le convierte en fiera de estupidez o de
crueldad; el hombre en cuya diabólico soberbia no cabe la idea de que Dios es
capaz de pasar por flojo con tal de salvarle.
(Anzoátegui, Ignacio B. : Vidas de payasos ilustres, Theoría,
1954, pp.47-53)
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