Julio Irazusta - Proust, ayer y hoy


Proust, ayer y hoy
por Julio Irazusta

S
IEMPRE es una aventura releer a un contemporáneo después de transcurrido cierto tiempo desde el primer entusiasmo por su obra, sobre todo cuando dichos entusiasmos fueron juveniles. ¡Es tan difícil formular acertado juicio estético sin ayuda de nadie —como hay que hacerlo sobre aquéllos—, y la edad influye tanto en el rigor del juicio!
Recordaba estas dificultades leyendo hace poco la palinodia de León Pierre Quint sobre Proust. El autor en cuestión fué el primer biógrafo del creador de Swann, sin señalarse como excepción a la índole panegirista habitual, sino esencial del género. A los diez años de su apología biográfica, Pierre Quint declara haberse equivocado y hasta se extraña de su fervoroso entusiasmo anterior. Las razones que daba para explicar su variación no provocaban deseos de examinar el primer término de la misma: eran puramente sociológicas y, por lo tanto, irrelevantes al juicio estético. Decía que su actual concepción del problema social le hacía repugnante el mundo a cuya pintura había dedicado Proust la mayor parte de su esfuerzo artístico. Cierto, la obra de arte no puede escapar a consideraciones de esa especie, basadas en la jurisdicción indirecta que sobre él, como sobre la política, tiene la moral. Pero las categorías de ésta no son esenciales a aquellas actividades, que se desenvuelven en órbitas propias, relacionadas pero distinguibles en la economía del espíritu. Y aun las condenaciones rigoristas, como la de Platón —cuyo principio es legítimo aunque se discuta su formulación en cada caso—, no pueden afectar el valor artístico específico de las obras condenadas.
Si yo no escribí un libro sobre Proust ni manifesté públicamente mi juicio, participé del entusiasmo que por él sintieron muchos de mis compañeros de generación, y no de los últimos. La aventura de su primer biógrafo me sugirió la idea de una segunda lectura que, a la vuelta de los años, podría mostrarme si aquel sentimiento había sido una fiebre literaria contraída en el ambiente de la época o una intuición basada en la buena educación del gusto. Yo no temía experimentar la sorpresa del mencionado escritor francés. Siempre dí a las consideraciones sociológicas el mismo lugar accesorio en el juicio estético. Y siempre tuve la misma concepción del problema social. Pero son tantos los motivos de variación del gusto que, descartados los anteriores, otros podían haber influído para que me ocurriese lo mismo. Los amaneramientos literarios pasan de moda más pronto que los filosóficos, por ejemplo, siendo raros los que al sufrir el ultraje del tiempo no provocan una reacción denigrativa proporcionada a su éxito inicial.
Y Proust había sido amanerado. Por lo menos en la medida en que lo son hasta los buenos escritores, cuando originales. Pues el amaneramiento no es más que el eclipse momentáneo de una originalidad habitual.
Todavía recuerdo la impresión recibida en la primera lectura. Al principio su manera me impedía leerlo, no me interesaba. Lo que en él me era accesible me gustaba mucho. Pero escaseaba. Y la mayor parte me repelía. Acudía a otras lecturas para conservar la mente al nivel de excitación necesaria para abordar un autor nuevo, cuyos méritos me aparecían por instantes como relámpagos entre obscuros nubarrones. Lo mismo pasa con todas las grandes obras. Hasta acostumbrarse a su originalidad forzosa, hay que descansar de vez en cuando en las ya conocidas. Las lecturas al margen son el resuello necesario para la fatiga de adaptarse al arte reciente. El arte es siempre lo nuevo, porque cada obra de real valor artístico es un mundo aparte - sua mole stans - que no tiene nada que ver con los otros. Novedad que no consiste, sin embargo, en buscar la originalidad a toda costa, sino simplemente en hallarla. Una obra de arte es algo realmente tan homogéneo, de relaciones tan propias, que, aun pasando por el camino de la imitación, llega a lo singular. La imitación - la escuela - no hace sino dar al artista los medios, la técnica para expresar sus intuiciones. Cada artista abre un camino que no lleva a ninguna parte, o vuelve a él.
La toma de contacto es difícil con ellos, sobre todo al momento de su aparición. Proust resultaba terrible. Empezando por su lengua. El uso de todas las formas de conjugación era una de sus características. Empleaba todos los tiempos de verbo, sin preocuparse de los prejuicios acerca de su fealdad. Conjugaba hasta por bravata, lo que en un francés no podía ser más revolucionario. La arquitectura más usual de sus frases era la siguiente: primero el atributo, cargado con todo el peso de la materia que quería poner en el sujeto, y luego éste, casi siempre lo último en la frase. Así daba la esencia de las cosas que contaba antes de darnos sus nombres, y nos influía acerca de ellas, pero molestándonos con la disociación de nuestras ideas.
En sus libros, la acción estaba compuesta, como en las demás novelas, de pequeños hechos y escenas. Pero en la descripción de cada uno, Proust recogía todo lo que había de importante en hechos y escenas análogos (de los que no entran en una novela, porque ésta sólo puede dar escasas muestras de cada serie de episodios de la vida de los personajes) y agregaba lo correspondiente a futuras escenas similares. Todos los novelistas habían tratado de hacer lo mismo, y cuando habían conseguido hacer entrar sintéticamente una ilustración anterior en una escena, se daban por satisfechos. Mas, para todos ellos, una escena era algo definido, cronológicamente demarcado, desarrollándose todo de una vez, como en el teatro. La vaguedad cronológica de Proust conmovía nuestras rutinas en la lectura de novelas.
Esto no era nada comparado con el aspecto formalmente caótico que presentaba el conjunto de la obra. Las numerosas digresiones de pretencioso raciocinio tocante a oro ni re scibili, el gran desperdicio filosófico que lastraba la nueva nave literaria, hacían difícil su navegación en nuestro espíritu, mar surcado por corrientes profundas, nuestros hábitos mentales. Cuanto más abierto sea el lector con educación filosófica a la novedad artística, tanto menos disposición mostrará para recibir las novelerías dialécticas de la poética con que cada artista original acom-paña generalmente sus producciones.
Por el lado de la inteligencia cognoscitiva sería, no obstante, por donde el lector hallaría el pasaje hacia las novísimas intuiciones de Proust. Cualesquiera fuesen sus deficiencias en el manejo de los conceptos filosóficos, sus dotes de psicólogo eran una de las primeras evidencias que se imponían en el curso de la difícil lectura. Un maravilloso analista, no sólo un simple conocedor, sino un técnico del corazón humano, surgía de entre la maraña estilística de sus escritos.
Y si es cierto que al principio el psicólogo ocultaba al poeta, no lo es menos que él le daba tiempo para revelarse, pues era quien retenía al lector con el interés de sus nociones inteligibles. La cantidad de materia sacada por él del pozo de la conciencia era inmensa. Pero su poesía no estaba allí. La poesía no está jamás en un análisis. Estaba en algunas notas que podían señalarse con el dedo, y que hacían toda la diferencia.
Poco a poco la semejanza entre Proust y los demás poetas se iba imponiendo al espíritu del lector, no obstante las profundas diferencias de expresión que con ellos presentaba. Tenía la misma facultad de humanizar la naturaleza y reducir la humanidad a su denominador común con los animales, de hacer psicología de las cosas e historia natural de los hombres, facultad con que los artistas prueban su independencia fundamental frente al fundo que les es dado por la Providencia. Y por el bisel de la semejanza, la maravillosa novedad, no ya de su método psicológico, sino de los ingredientes de su poesía se deslizaba en nuestros espíritus, apoderándose de nuestras facultades afectivas e intelectivas, haciéndonos verlo todo como lo veía él.
Lo habitual era disuelto y recompuesto en un movimiento analítico-sintético muy grato a una época comida por el prurito de vivir la antítesis. La palabra iba más lejos que la técnica industrial, la descripción literaria se parecía a la cinematográfica, con esta diferencia: que mientras la pantalla real está inmóvil durante el movimiento de los objetos que refleja, la pantalla ideal – las páginas de Proust – y los objetos reflejados se movían a la vez. La ciencia moderna se transmutaba en arte por medio de la inspiración, antes de haber recibido del criterio filosófico el lugar que le corresponde en la economía del espíritu: lo que hasta entonces fuera repelente cierticismo se convertía en elemento necesario de la creación artística. Y aún los que resistimos a la tentación de Proust el filosófo, como Santo Tomás decía de Aristóteles, quedemos prisioneros de su óptica literaria.

No me refiero, naturalmente, a las semejanzas que se pueden siempre establecer entre el estilo de un innovador cultísimo, como era Proust, y el de los modelos clásicos. Según la conocida teoría de Remigio de Gourmont sobre el clisé, aquellas semejanzas son indispensables a la comprensión de la originalidad. Y casi inevitables. Mal podia evitarías del todo Proust, que hizo alarde de imitar a escritores considerados Inimitables y que en toda su obra se rezuma erudición universal.
No. Lo que ahora resultaba fácil era aquello que en el primer momento fué la nota única dada por el autor de “En busca del tiempo perdido”. El estilo inesperado, la actitud ante la vida cotidiana, el bordado psicológico sobre intuiciones personalísimas. Todas esas cosas no presentaban ahora ninguna novedad, se habian hecho tan conocidas para nosotros cono el “color local” de Chateaubriand, “el gorro frigio puesto al diccionario” por Víctor Hugo, la “escritura artístisca” de los Goncourt, el despego de Flaubert, las rimas internas de los poetas simbolistas, etc. En cambio, ahora se veía mucho más nítidamente que antes el fondo que él tenía en común con todos los grandes artistas, la representación del mundo y del hombre eternos, cuyo instrumento fueran aquellas novedades convertidas al cabo de pocos años en lugares comunes. El amor de Swann, las traiciones de Odette, el fin del amor de Marcelo, la corrupción de Charlus, el “snobismo” de los Verdurin, la distinción de la Duquesa de Guermantes, parecìan susceptibles de haber sido expresados, mutatis mutandi, por cualquier gran pintor de las pasiones humanas en el pasado como por Proust en nuestros dìas. Claro está que tal impresión era ilusoria, que hay algo de incomunicable entre las representaciones creadas por los diferentes artistas. Pero la esencia imperecedera de cada expresiòn bien lograda les da a todos, en la perspectiva de la eternidad, un aspecto intercambiable, que justifica aquella impresión.

Que de otra parte es la señal casi segura del valor de una obra nueva. Pues quiere decir que ésta nos ha influído tanto que se ha mezclado a nuestra substancia intelectual, y que al volver a ella no experimentamos ninguna sensación de heterogeneidad porque nuestro juicio estético está enriquecido por elementos suyos.
Cuando la impresión de originalidad, de ratera, perdura es porque en el autor de que se trata, lo nuevo, que suele ser lo instrumental, lo acccesorio, no era muy valioso, y que lo eterno, lo fundamental, estaba ausente. Mi aventura proustiana no me parece tener nada de extraordinario. Creo que le habrá ocurrido y le ocurrirá a todo contemporàneo de un innovador literario que confronte en condiciones semejantes impresiones de lecturas sucesivas. Si no. ¿Cómo es que las revoluciones literarias son herejía para la época en que se producen y ortodoxia para la posteridad?
El desarrollo de esta idea me llevaría ahora demasiado lejos. Pero no quiero terminar este artículo sin aludir a ciertos problemas conexos con el del valor permanente de la obra de Proust. El panegírico es un género que apela al más noble de los sentimientos: el de la admiración generosa. Pero tiene escollos temibles. Tiende a la confusión, a la exageración. a la abdicación del juicio, a la supresión de las reservas, a la canonización sin proceso, es decir sin abogado del diablo. Y perjudica más de lo que parece. Porque el elogio infundado de la fealdad o el error induce a desconfiar de méritos cuyos abogados dan muestras de tan poca discriminación. Creo del interés de la obra de Proust no hacer de éste lo que no es, un sabio o un filósofo, revelador de la verda de la época. Cierto, su inteligencia era maravillosa, y como las facultades intelectuales no están separadas como en compartimientos estancos y la que priva en este o aquel hombre define sin exlcluir a las otras, el arte de Proust estaba sostenido por una gran fuerza de raciocinio, como lo estuvo por el heroísmo en la realización dificultada por la debilidad física del escritor. Y también es cierto que Proust se adelantó a lagunos o coincidió con otros de los fenomenólogos alemanes y realistas-críticos angloamericanos que predominan en las corrientes principales de la filosofía actual, dando vigorosa expresión a algunos de esos conceptos que buscan la vía media en el monismo idealista y el dualismo tradicional entre el solipsismo criticista y la ontología escolástica. Pero ni la técnica de la expresión que Proust les ha dado es tan perfecta como para prestigiar dicha tendencia filosófica, ni ésta ha exhibido hasta ahora en sus expositores técnicos tanta solidez como para asociar con ventaja a su destino la obra del artista incomparable.
Considerando esa obra desde puntos de vista extraestéticos, el moral y el sociológico, volvemos al punto de partida. Proust es, sin duda, un autor de la fila de atrás en la biblioteca. Y no es “lectura para todos”. Como ninguno de aquellos ha sido mi punto de vista esencial, no puedo ser muy afirmativo acerca de ellos. Pero sobe el primero me atrevería a decir que la tolerancia de Proust, o su deleitación morosa, o su complicidad, o como quiera llamarse a su actitud frente a la materia que trata, cuando muy escabrosa, no es ni más ni menos inmoral que la de todos los grandes artistas modernos en casos semejantes.

¿Que los medios sociales que pinta son los peores exponentes de una época de decadencia? De acuerdo. ¿Qué la filosofía del “snobismo’ diluida en la obra parece indicar su preferencia por un mundo Indefendible? También de acuerdo. El realismo de Velázquez habría quedado comprometido pintando más seres deformes de los que pintó. Pero en el cuidado de la expresión de unas y otras esencias, Proust no fué menos imparcial que cualquier gran artista. Como dice admirablemente la princesa Bibesco, sus retratos de los Guermantes “no están ni más trabajados ni mejor hechos que los de artistas, burgueses, médicos, filósofos, sirvientes. Nadie habló de estos últimos mejor que Proust, ni tan como ellos... Todos los personajes de Proust desfilan sobre el mismo plano”. He aquí la respuesta a las cavilaciones del Sr León Pierre Quint, el panegirista decepcionado de su pasada admiración.


Fuente: diario La Nación, Domingo 22 de Noviembre de 1936, 2º sección

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