Manuel Gálvez - De la subjetividad en el juicio crítico

DE LA SUBJETIVIDAD EN EL JUICIO CRÍTICO


Es muy frecuente encontrar personas cultas, sea entre las selecciones del público, sea entre los mismos hombres de letras, las cuales, al decir de un libro que les gusta o no, consideran sus palabras como la expresión de un juicio crítico. Si se les advierte que las opiniones individuales y subjetivas carecen de valor, discuten que todas las opiniones son buenas y que, en esta materia, no hay sino opiniones individuales. Y es curioso que este concepto del Juicio crítico no difiera gran cosa del que suelen manifestar los escritores de las nuevas tendencias literarias.

La opinión individual, basada en el exclusivo gusto o criterio, no puede tener ningún valor. Si así fuese, todas las opiniones serian igualmente buenas y no habría cómo ponernos de acuerdo unos con otros. Resultaría imposible establecer la belleza de cualquier libro, pues otras opiniones podrían afirmar su fealdad, con el mismo derecho que aquellos que lo admiran.

Dos argumentos bastante serios podrían darse en favor de esta anarquía. Si el hombre no puede salir de sí mismo y poner se en contacto perfecto con el objeto, ¿será su juicio de otro modo que meramente subjetivo? Y si el hombre es la medida de todas las cosas, ¿tendrá posibilidades de juzgar a las obras en sí, con independencia de sí mismo? También se dirá que, así como la verdad es para cada hombre lo que le hace bien, así será bello para cada hombre lo que le produzca una emoción. Pero este punto de vista, falso en filosofía, lo es aún más estéticamente. Concedo que aquello que nos hace bien sea bueno para nosotros — no la verdad — pero no puedo conceder que las novelas de Carolina Invernizzio sean bellas por el hecho de que a un pobre diablo le produzcan una emoción, aunque esta emoción, que nunca será estética sino sentimental, tenga algún punto de contacto con la que me produce a mi “El crimen y el castigo”. En esta materia, aparto la calidad de la emoción, rige el sufragio, pero muy calificado. Lo que vale es el voto de los grandes hombres, de los espíritus de selección, de los verdaderos artistas, de las personas Inteligentes, sensibles y cultivadas. Indudablemente que un juicio absolutamente objetivo es difícil de ser concebido. Pero creo que puede lograrse una relativa objetividad, toda la que cabe dentro de nuestra condición humana. Veamos los medios de alcanzarla.

Es cierto que no hay cánones exactos y absolutos para Juzgar. Pero hay normas relativas, que se desprenden del estudio do las grandes obras de todos los tiempos. Sabemos, por ejemplo, que la "Ilíada", la "Divina Comedia", los versos de Petrarca, de Goethe, los de Beaudelaire, los de Carducci, alcanzan los altos cielos de la belleza — lo sabemos por la impresión que nos producen y que han producido a millares de espíritus cultivados — y de su observación deducimos, con estricta lógica, en qué reside la verdadera poesía. He citado aquellos nombres como pudiera haber citado cien más, porque es indudable que la emoción que ellos nos causan es más o menos la misma.

Desde la antigua Grecia, grandes espíritus vienen observando los caracteres comunes que presentan, en cada género literario, las obras maestras. La experiencia humana es, pues, inmensa en esta materia. ¿Qué importancia pueden tener las opiniones individuales cuando van contra las normas establecidas por los siglos? Se objetará que estas normas pueden impedir la comprensión de nuevas formas de belleza. Pero no es así. Los escritores y artistas que al surgir parecen nuevos y revolucionarios, resultan, si se les estudia profundamente, dentro de la tradición. Así Puvis de Chavannes y Eduardo Manet, rechazados en las exposiciones oficiales de su tiempo, nos parecen ahora verdaderos clásicos, y nadie que posea sensibilidad y cultura artística deja de ver todo lo que une a Manet con Velázquez y con Goya. Y es curioso que el conocimiento de los grandes artistas del pasado nos ayude a comprender a los grandes artistas contemporáneos, del mismo modo que el exacto y profundo conocimiento de éstos nos ayuda a ver en aquellos nuevos aspectos, que antes pasaron inobservados.

No hay cánones absolutos, de acuerdo. ¿Pero quién se atrevería a decir, contra lo que se desprende de los libros de Balzac, de Tolstoi, de Dickens, de Dostoievsky, de Pérez Galdós, que en materia de novela lo esencial no sea lo humano? ¿Quién, que no sea un ignorante, se atrevería a sostener que la obra de arte requiere la perfección de la forma, cuando algunos artistas entro los más grandes que hubo en el mundo fueron incorrectos, empezando por Platón, siguiendo por el Dante, por Cervantes y por Shakespeare y terminando por Proust y por James Joyce?

Pero si el Juicio crítico debe ser objetivo, no hay duda de que existen múltiples factores de subjetividad, aun en los hombres más dispuestos a ser exactos e imparciales. El buen crítico, el menos expuesto a equivocarse, será aquel que elimine de su espíritu con mayor cuidado los factores de subjetividad.

Una de las causas que nos impiden juzgar con exactitud es la relación que establecemos entre los libros y los sucesos de nuestra vida. ¿Cómo no exagerar la belleza de la bella novela que leímos en un momento de felicidad? ¿Cómo no amar el libro que, sin grandes valores, nos sirvió de consuelo cuando sufríamos? En numerosas novelas encontramos cosas nuestras y hasta personajes que se nos parecen extraordinariamente. Si estos libros valen algo, ¿no es lógico que les aumentemos su valor? Y lo mismo sucede con las obras que ensalzan aquello que amamos. Y lo contrario con las que ensalzan lo que detestamos. Comprendo que el crítico de opiniones liberales no sienta entusiasmo por los poetas católicos ¿Cómo un judío o un protestante han de valorar exactamente los versos a la Virgen, de Paul Claudel? ¿Cómo un anticlerical podrá sentir íntegramente la belleza de la "Divina Comedia”? ¿Cómo un espíritu pagano podrá gustar de veras algunos libros de León Bloy, de Chesterton o de Papini?

El desconocimiento de la vida es un factor de subjetividad. El crítico que no haya vivido y sufrido, que no haya estado en contacto con la maldad humana, que ignore las pasiones, que sólo conozca su terruño, no puede juzgar con acierto. Eca de Queiroz refiere que Buloz, director y crítico de “La Revue des Deux Mondes", era un detestable juez literario, por ignorancia de la vida; y que un día habiendo sido víctima de un “chantage" en el que estaba complicada una mujer a la que él amaba y protegía fue destituido de sus cargos, por el directorio de la revista, a causa del escándalo que se ocasionó.

Y comenta el gran escritor portugués que el  directorio procedió equivocadamente, pues ahora, después de haber conocido a fondo la miseria humana era cuando Buloz podía juzgar acertadamente a las novelas.
El origen racial del crítico, el ambiente en que ha pasado su infancia, el ambiente en que vive, la naturaleza de los estudios que ha realizado, son factores de subjetividad. Un hombre de cultura germánica puede estar inhabilitado, aun teniendo talento, para comprender profundamente a un espíritu latino. Hay personas cultas e inteligentes entre las clases elevadas que no soportan las novelas que ocurren únicamente en el pueblo o en la clase media, y recíprocamente, hay escritores de origen modesto que tienen un prejuicio involuntario con respecto a la literatura que refleja el ambiente de las altas clases, salvo que haya en ella intenciones satíricas.
El estado de salud influye poderosamente en nuestros juicios. No me refiero a las verdaderas enfermedades, sino a los pequeños malestares, como los dolores de cabeza, las aprensiones, los fenómenos de vagotonismo. ¿Quién podrá comprender enteramente un libro si lo lee mortificado por un dolor de estómago? ¿Y qué decir de las preocupaciones morales o de carácter económico? ¿Podrá penetrar en la poesía de Mallarmé o de Valéry un hombre que tiene al día siguiente un vencimiento y no ha encontrado aún el dinero para levantarlo? Todas estas cosas son especialmente importantes cuando se trata de los críticos que deben entregar sus trabajos en plazo fijo, es decir, los que forman parte de la redacción de diarios y revistas.
El deseo de lucimiento perturba no poco el juicio crítico. El que lee un libro pensando en las citas que podrá hacer cuando escriba su artículo, o en las bellas frases con que realzará el mérito de su trabajo, nunca será un buen crítico. Esto es frecuente. Y no me refiero a los farsantes, sino a los sinceros, a aquellos en quienes el deseo de lucirse es una característica natural. El verdadero crítico debe ponerse frente al libro que va a leer, en perfecto estado de humildad. Debe eliminarse totalmente, dejando sólo su sensibilidad a flor de piel. Después vendrá el estudio de la obra, y allí Intervendrán la inteligencia y el conocimiento literario. El triunfo del buen critico no depende de la belleza o elegancia de sus frases, ni de la rareza y oportunidad de las citas, sino de la mayor o menor comprensión de la obra que considera y de que su juicio sea exacto y completo, o no.

Claro es que la crítica así entendida tiene algo de mediocre. Por esto, los críticos que no se resignan a eliminar su personalidad ante el libro juzgado, intercalan comentarios estéticos o de otra índole, a menudo paradójicos y personales. Es el caso de Ramón Pérez de Ayala juzgando a Benavente. Sus páginas, verdaderamente llenas de talento, pueden hasta apasionarnos; pero eso no es crítica. La crítica no permite ninguna libertad de acción. Toda excursión extraña al juicio mismo convierte a la crítica en ensayo. Creo que el ensayo desde cualquier punto de vista — literario, humano o ideológico — es superior a la crítica. Pero no es crítica, género de literatura con el que no debe ser confundido.

El crítico ha de conocerse bien a sí mismo y administrar sabiamente su Inteligencia, sus inclinaciones y su carácter. Ha de elegir los momentos del día que convienen para una lectura serena y comprensiva. Hay quien no puede leer por las noches, como no sea dormitando y despertándose. ¿Qué valor puede tener una lectura realizada en estas condiciones? Creo que no todos los libros deben ser leídos a las mismas horas, ni en las mismas circunstancias. La poesía exige una soledad y un reposo que no reclaman las novelas. Hay páginas que pueden ser gustadas y comprendidas en un tranvía. ¿Pero cómo han de ser leídos en un tranvía los versos de Mallarmé?

Una causa de subjetividad es la de no haber practicado el género a qué pertenece el libro que se juzga. Quien jamás escribió una novela — o. por lo menos, intentó escribirla — no puede juzgar a un novelista. Hay tal cantidad de cosas que considerar en una novela, que quien no hizo una, o pretendió hacerla, no las ve. La composición en una novela, o la construcción, como se dice ahora, es una de las cosas más complicadas que existen en la creación literaria. No es sólo una cuestión de mera técnica. La composición está Íntimamente unida al fondo mismo de la novela. León Daudet ha escrito con razón, que sólo un novelista puede juzgar a otro novelista. Los grandes críticos de novela que hubo en España en el siglo pasado fueron dos novelistas: Clarín y Emilia Pardo Bazán. Y en la actual literatura francesa nadie supera, como crítico de novelas, al novelista Edmond Jaloux.

Juzgar con exactitud a un compatriota y contemporáneo es empresa casi imposible. Mil elementos subjetivos deforman el Juicio: la amistad, la simpatía, la antipatía, los servicios recibidos, los servicios hechos y no agradecidos, las vinculaciones de grupo, la falta de esas vinculaciones, las opiniones políticas, las ideas religiosas, la amistad en el autor juzgado con alguien que nos es odioso, ¡y qué sé yo cuántos más! Para juzgar a un contemporáneo y compatriota hay que proceder, con energía y valor, a la eliminación de todo elemento de subjetividad. Y esto es muy difícil. Por esto el público, cuyo buen sentido es notorio, apenas tiene en cuenta a los críticos. Las reputaciones literarias sólidas — no las que son obra de la propaganda — las hacen los lectores inteligentes, entre los cuales no tengo inconveniente en incluir a los buenos críticos. Los críticos, sin embargo, creen que ellos hacen las grandes reputaciones. Es el caso del gallo de la fábula, que se imaginaba que con su canto hacia salir el sol.

El propio carácter del crítico, del que nadie puede liberarse, es un factor de subjetividad. Hay críticos bondadosos que tienden a encontrarlo todo bien, o casi todo; y hay críticos de mal genio que tienden a encontrarlo todo mal. Los primeros no ven los defectos. Los segundos no ven los méritos. Aquéllos están más cerca de la verdad, porque en el balance de méritos y defectos, éstos no cuentan o cuentan para poco. Homero dormitaba a veces, como sabemos, y el Quijote, según se ha dicho con acierto, es el libro de las imperfecciones. ¿Y para qué recordar a Shakespeare, a Dostoievsky, a Tolstoi y a tantos otros grandes nombres, que no tuvieron el sentido de la perfección y cuyas obras abundan en defectos y caídas de toda especie?

Una vez más repetiré que el crítico tiene que eliminar implacablemente todo factor de subjetividad. Habrá de leer por lo menos dos veces la obra que tiene que juzgar, no sólo para comprender aquellas cosas que se nos escapan forzosamente en una primera lectura, sino también, y ante todo, para neutralizar los factores subjetivos que en ella hubieran actuado. El crítico debe prescindir del tiempo y del espacio, causas también de error, considerando que juzga a un escritor de otro país cuando juzga a un compatriota, y considerando que vive en años futuros cuando juzga a un contemporáneo. Quien no tenga este poder de abstracción, quien no sea lo suficientemente imaginativo como para olvidarse de todas las circunstancias que le rodean, ni tan humilde como para renunciar a sus prejuicios, a sus ideas y a sus gustos, jamás se aproximará a la verdad. El buen crítico es el que, por la eliminación de todo lo subjetivo, se acerca a la verdad.


Fuente: Gálvez, Manuel: De la subjetividad en el juicio crítico en La Nación, Bs.As., Abril 8 de 1934


Comentarios