Manuel Gálvez - LIBROS VIEJOS Y LIBROS NUEVOS

LIBROS VIEJOS Y LIBROS NUEVOS
POR
MANUEL GALVEZ

N
 O hay que ser adversario a ultranza del esnobismo. El esnobismo es útil y, en este sentido, bueno; pero siempre que el paciente lo tenga en discreta dosis. El esnobismo es afán de conocer cosas nuevas, aspiración de comprender, deseo de vivir con el ritmo de nuestro tiempo. Todo esto, legítimo y excelente, llega sin embargo a convertirse en perniciosa enfermedad cuando lo exageramos, cuando le damos el aspecto de una manía. El amor desenfrenado por todo lo nuevo, y únicamente por ser nuevo, puede conducir, en materia de costumbres y reglas de vida individual o colectiva, a la inmoralidad y aun a la decadencia de una clase o de una sociedad.

En literatura, el esnobismo militante es ingenuo y ridículo. No hay nadie menos sincero que el hombre o la mujer — el esnobismo ataca principalmente a las mujeres con pretensiones de letradas y a los literatoides en trance de llamar la atención — que admira con igual fervor a todas las celebridades impuestas por la moda. El esnobista exagerado ignora la historia literaria, y desprecia a las celebridades a las que diez años atrás veneraban sus antecesores en esnobismo. El esnobista tiene que averiguar, entre aquellos que le merecen fe, quiénes son los escritores que es preciso admirar, aun sin haber leído sus obras. Y nada más cruel, como castigo a la imbecilidad humana, que el retorno de los nombres que estuvieron algunos años fuera de la moda y que obliga a quienes ayer los denigraron, por creerlos en el olvido, a ensalzarlos ahora. Esto ocurrirá, por ejemplo, con Zola. Los esnobistas que se complacían en manifestar su desprecio hacia el gran escritor, no tendrán otro remedio que admirarlo, ahora que su fama vuelve ..

Pero en cantidad moderada, el esnobismo es necesario. Sin los esnobistas, los nuevos valores no se difundirían jamás o se difundirían harto lentamente. La obra de Marcel Proust — que era también un gran esnobista — se ha hecho célebre en el mundo entero merced, principalmente, a sus innumerables admiradores que no hablan leído sus libros o se hablan aburrido al intentar leerlos. Sin los esclavos de la moda permaneceríamos leyendo siempre los viejos maestros y desconfiando de los prestigios de nuestro tiempo. La trompeta de la Fama se llama hoy esnobismo, y a fe que suena como jamás sonó en otras épocas.

Si, como jamás sonó en otras épocas. Hace un siglo, cuando Thackeray, el observador de lo que parecía por entonces nueva especie humana, inventó la palabra que la designa, el esnobismo era un fenómeno local. Difícilmente una fama pasaba de un país a otro, como que los viajes eran largos y no existía el telégrafo. Hasta había el peligro de que una moda cambiara mientras las noticias navegaban en los buques de vela o eran transportadas por las lentas galeras. Ahora el esnobismo dispone de formidables servidores: el telégrafo, el teléfono, la radio, los diarios gigantescos, las revistas ilustradas, la aviación, los trenes expresos y los automóviles.

 El actual periodismo está alerta para hacer reportajes a todos los hombros célebres, y las revistas no existirían si no pudiesen publicar sus retratos. De la fama que ayer nació en París, nosotros, que vivimos a millares de leguas, ya la conocemos hoy. El esnobista es, en estos tiempos, un ser feliz, salvo cuando, por un resto de sinceridad, quiere leer a los autores que por el momento venera...

Porque el libro moderno, el de estos últimos diez años exige al lector paciencia y sacrificio, sin que en la mayoría de los caso, estas virtudes sean recompensadas. Me refiero a la literatura de calidad, no a las novelas folletinescas. Los libros de este tiempo no resisten la comparación con los viejos libros. Y llamo viejos libros no sólo a los que escribieron los griegos, los latinos, los hebreos y otros pueblos de la antigüedad, sino también a la literatura de los siglos de oro en Inglaterra, en Italia, en Francia, en España y aun a la de las primeras décadas del siglo diez y nueve. ¿No nos parecen ahora viejos libros los de Dickens, los de Chateaubriand y aun los de Balzac?

Quien haya dedicado cinco años a leer los libros contemporáneos, deberá reconocer, si es sincero, que, en la mayoría de los casos, no ha tenido sino desilusiones. En ciertas literaturas, como en la francesa, abundan el talento, la grada el sentido de la perfección y otros valores: pero también abundan la Improvisación, el cansancio, las modas, el artificio y otros defectos que Impiden la realización de grandes obras. En otros siglos, un Montaigne, un Pascal, dedicaban años de su vida a componer unos cuantos centenares de páginas, pero estas páginas, concebidas y realizadas con el concepto de lo permanente, han vivido hasta hoy y seguirán viviendo todavía. Otros han producido muchos libros pero consagrando a ellos su vida entera, no dispersándola en infinitas actividades.

No procede de igual modo que el antiguo el escritor moderno. Ya Goethe dijo, hace ciento treinta años, que cuando un hombre escribía un libro estimable, los demás conspiraban para impedirle que compusiese otro de igual o mayor mérito. Y eso que en tiempos de Goethe no existían las tentaciones que ahora. El escritor que hoy alcanza la celebridad es un San Antonio asaltado por todos los demonios Imaginables. Apenas un hombre logra un verdadero éxito con un libro, es solicitado por todas estas gentes: editores que lo comprometen, por Inmediatas y buenas remuneraciones, a escribir por encargo: señoritas que piden pensamientos para sus álbumes: representantes de diarios o de revistas que ofrecen buenos pesos por tantos artículos mensuales: directores de empresas de radio que quieren unas palabras: señoras o señores que invitan a próximas conferencias las cuales serán pagadas a precio de oro; damas que invitan a sus fiestas o a sus tés más o menos íntimos; colegas jóvenes que solicitan prólogos; periodistas que no se van de la casa del escritor hasta no sacarle del cuerpo un reportaje sobre el más In-verosímil asunto; traductores que asedian con sus cartas; críticos de todos los países que anuncian Juicios Importantes y piden los libros del autor: recopiladores de antologías, cuando no de algún álbum para obsequiar al presidente de tal república o a beneficio de tal o cual institución: y algunas otras que no interesa recordar. El escritor, asediado por tanta gente y por tanta correspondencia, no tiene tiempo para trabajar pacientemente sus libros. “La correspondencia me mata", ha dicho Romain Rolland que no ha vuelto a escribir nada comparable con algunos de los volúmenes que componen la serie de "Jean Christophe". Y Papini ha realizado en su extraordinario “Gog", uno de los pocos grandes libros de este tiempo, una graciosa página en que Knut Hansum acosado por los perseguidores de su celebridad, a raíz del Premio Nobel, se refugia en el campo, donde se niega a ver a nadie. Hoy el escritor, sobre todo en Francia, produce para los editores, no para la posteridad.

En los últimos meses traté de leer algunos libros de autores ensalzados por los esnobistas, y de los cuales poco o nada conocía. Tratábase de autores de celebridad internacional, cuyos nombres leemos en las revistas de todos los países del mundo. El resultado no pudo ser más desastroso. A pesar de que soy un intrépido lector, y de que hago una cuestión de amor propio el llegar hasta la última página de un libro comenzado no he podido concluir una docena de novelas, de las que admira el esnobismo mundial. Imposible ingerir las drogas que se titulan “Manhattan Transfer”, del americano John dos Passos o “La risa negra , de su compatriota Sherwood Anderson. o “Lorenzo y Ana", del alemán Arold Zweig, o “El Volga desemboca en el Caspio", del ruso Boria Pilniak. Estos libros, y otros que pudiera agregar, son desordenados, confusos, absurdos y desprovistos de interés. El mal gusto compite en ellos con lo caótico de la composición. Son libros bárbaros, sin belleza, realizados, con seguridad, apresuradamente, por hombres que no han de poseer una verdadera cultura literaria.

Estos autores pertenecen, en cierto modo, al sector izquierdista. El esnobismo que los admira no es pues, el esnobismo de vanguardia, sino el esnobismo más o menos revolucionarlo. Pero lo mismo ocurre en el otro sector, en el de las que cultivan la literatura intrascendente y poseen cultura y sentido de la belleza. A los dos meses de haber aparecido “Saint-Satumio" de Jean Schlumberger había sido elogiado en París por más de cuarenta artículos. No he podido llegar a la mitad. Aquí no hay caos ni mal gusto, pero si un exceso de literatura que hace ilegible el libro. Y es lástima, porque la parte humana es en él- excelente. La literatura francesa produce I hoy cosas más o menos agradables, siempre bien escritas y bien hechas, pero no grandes libros. Hay que tragar muchos kilos de papel impreso para encontrarse con una magnifica novela como “Les faux-monnayeurs", de Gide, o un libro humano, apasionante y hermoso como “La vida de Disraeli” de Maurois. Parece que los escritores actuales hubiesen perdido toda su fuerza del expresión, su sentido de lo humano, su capacidad creadora y su aptitud para transmitir al lector sus sentimientos.

Desilusiones en todas partes. Pero si el lector después de una recorrida por el mundo del exotismo contemporáneo, vuelve a las viejas literaturas, su sorpresa no tiene límites. ¡Hay que ver cómo suenan los “Salmos” del Rey David, y las “Lamentaciones" de Jeremías, después de haber leído a los poetas modernos, a los mejores poetas modernos! Y aquellos griegos — Sófocles, Plutarco, Platón, Aristófanes — y aquellos latinos — Tácito, Plinio, Plauto, Suetonio — escribieron para la eternidad. Ahí está Suetonio, que no era de los más grandes, sin embargo, y que acabo de releer. No hay una palabra inútil en su impresionante libro “Los doce Césares". Nada de esa garrulería pedantesca que ahora llamamos “ideas generales”. Hechos, y sólo hechos, aparte de alguna breve frase de comentario, allá a las cansadas. Y siempre exacto, sobrio y claro. Les hace falta un poco del orden clásico a los libros de los Pilniak y los Dos Passos.
No trabajan con calma los escritores actuales. Pero esto, con ser muy grave, lo es menos que su carencia de hondas inquietudes y que su sentido superficial de la vida. Los viejos libros no nos desilusionan ni nos aburren porque son profundos, ya esté visible su profundidad, como en las obras de Santa Teresa o de Shakespeare, ya esté escondida como en “Gulliver’s Travels". La lectura de cualquiera de los grandes viejos libros constituye un acontecimiento en nuestra vida.

Y existe entre los escritores contemporáneos otro mal muy grave: la política, vieja enemiga de la buena literatura. Hace poco, Roger Martin du Gard decía, irónicamente, que para algunos novelistas rusos el plan quinquenal fue el asunto de los asuntos y que, en Alemania, Leonhard Franck había escrito una novela sobre el paro forzoso. La política está asesinando a la literatura.

Hay que interesarse, sin embargo, por el libro nuevo, que expresa, bien o mal, una parte de nuestras ideas y sentimientos. Pero no debemos dedicarnos a ellos con un culto exclusivo, sobre todo cuando buscamos en los libros, no información o pretexto para lucimos en rueda de amigos, sino grandes y eternas bellezas. Entonces no hay otra solución — hablo siempre en términos generales — que dirigirse a las obras de aquellos hombres que tenían algo que decir, en tiempos en que todo no estaba dicho, y que trabajaron sus páginas durante años, sin pensar en la edición ni en la tirada y que no escribían para las muchedumbres ignorantes sino para unos pocos espíritus de selección y para la severa posteridad.


Fuente: Gálvez, Manuel: Libros nuevos y libros viejos en La Nación, Buenos Aires, Mayo 1 de 1932


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