Manuel Gálvez - Una nueva visión de Grecia



PARA quien ha tenido la felicidad de conocer Grecia, aunque sea sólo Atenas, no hay placer espiritual comparable al de leer un bello libro, o unas bellas páginas, sobre aquella tierra sagrada. El tema es de una riqueza tan extraordinaria que no se agotará jamás. El alma sensible que desde la Acrópolis ateniense — el lugar de más perfecta belleza que hay en el mundo — con-templa el panorama del Ática, recibe, en con-fuso amontonamiento, tantas sensaciones y su-gestiones que le es casi imposible analizarlas y explicarlas.     Aparte de los recuerdos de la Historia, y del sonido con que en nuestra alma repercuten los nombres de esos lugares — el Himeto, Salamina, el Pentélico —, allí en la Acrópolis nos parece tener ante los ojos la esencia de nuestra civilización. Nos sentimos insignificantes en presencia de aquella belleza incomparable. Una rara serenidad y un inesperado bienestar nos penetra(n). Pero junto a unas pocas sensaciones claras, entran en nos-otros numerosas ideas y sugestiones que no lo-gramos definir. Por esto, buscamos en los libros la revelación de lo que hemos experimentado. Un escritor nos muestra alguna de nuestras sensaciones; otro nos explica y aclara tal cual idea que no conseguíamos fijar; éste nos recuerda los paisajes y las sugestiones que de ellos se desprenden; aquél analiza su emoción: hace un examen de conciencia frente a las ruinas ilustres. Unas horas en la colina sagrada son, para todo ser sensible y espiritual, uno de los más bellos y profundos momentos de nuestra vida. En los libros sobre Grecia revivimos esos momentos, y casi sin repetir nuestras sensaciones. Cada escritor agrega algo diferente a nuestro conocimiento de la Grecia. Cada escritor nos hace amar a aquella tierra por un motivo distinto, que suele coincidir con el nuestro.
Esto es tan cierto, que, entre la vasta bibliografía sobre ’Grecia, no hay dos espíritus que hayan sentido exactamente lo mismo. Charles Maurras, en un pequeño volumen que luego constituyó lo más importante de “Anthinea”, dedicó a los Propileos, al Partenón y al Erechteion algunas de las más perfectas frases que se han escrito en francés; nos relató su entusiasmo que le llevara a besar una columna de los Propileos y dedujo del espectáculo de las ruinas sublimes, algunas ideas esenciales, Luis Bertrand, en “La Grèce du soleil et des paysages“, nos mostró cómo el encanto de Grecia está principalmente en la naturaleza; y sin desconocer la belleza del Partenón y de los Propileos, cree que ellos no serían lo que son en otro sitio; y así dice, hablando de Fidias: “La obra maestra realizada fue el encuentro de un gran artista y de un gran paisaje”. Henri Brèmond, después de una desilusión inicial, llegó a sentir “Le charme d’Athènes” y el trascendente significado que para la inteligencia y el corazón de un artista tienen aquellas columnas decapitadas. André Beaunier no hizo frente a las ruinas su examen de conciencia de estético, pero nos dió sus finas sensaciones de artista en “Le sourire d’Athèna”. Maurice Barrés analizó su confusión en la Acrópolis ateniense, y reconociendo que la perfección del arte griego era un hecho, aunque, al afirmarla, él se negaba a sí mismo, fue a encontrar en Esparta su entusiasmo. Albert Thibaudet nos ha presentado un visión sintética de Grecia — rutas, mares, montañas — y algunas ideas que se dijeran inspiradas por Maurras:   “La      Grecia se        ofrece a nosotros, desde el fondo de las edades, llevando la imagen del orden”. Y Georges Duhamel, humano siempre, se ha interesado por los actuales griegos, y sin dejar de sentir la belleza de los mármoles y de los paisajes, exclama: “¡Yo volveré, tierra sagrada! Yo volveré a soñar, más tarde, en tus riberas! Más tarde, cuando tenga el mirar menos inquieto, el espíritu menos ávido, el corazón menos caliente. Más tarde, cuando pueda, sin arrepentirme, apartarme de la vida, que es mi reino”.
He recordado solamente libros contemporáneos porque en ellos hay sinceridad y verdad. Los escritores del pasado siglo vieron una Grecia convencional, solemne y fría, con algo de pedantesco y de teatral. Esta fue la Grecia de que hablan los textos escolares, la Grecia de Leconte de Lisle y un poco también la de Renán y la de Lamartine. Hoy, después de las revelaciones arqueológicas y de los libros que he citado, a los que pudiera agregar otros muchos, como los de Edmond About, Gastón Deschamps, Jean Psichari y Gustavo Fougères, no es posible leer sin una sonrisa las páginas ingenuas y falsas de “La plegaria ante la Acrópolis”.
Un nuevo libro ha venido a agregarse a la larga bibliografía sobre Grecia. Titúlase “La demi-Dieu”, y es su autor Jacques de Lacre- telle, el novelista de esas dos obras maestras que son “Silbermann” y "L’amour nuptial”. Creo que no se ha escrito nada tan hermoso ni tan completo — dentro de la literatura, se comprende, no en los dominios de la arqueología — como el libro de Lacretelle. No es cosa que pueda sorprender. Nadie mejor que Lacretelle para darnos el gran libro sobre Grecia. Es un espíritu a la vez clásico y moderno, sensible, como verdadero artista, y psicólogo penetrante. Su misma prosa, pura, elegante, natural, sin nada de énfasis ni de retórica, tiene los caracteres del paisaje del Ática: escasez de color, pureza de líneas, armonía.
Lacretelle, hombre de este tiempo, prescinde, dentro de lo posible, de la historia y de la literatura antiguas. Toma a Grecia tal como hoy es, no como fue. Es decir, a Hélade antigua, pues él no habla sino harto escasa¬mente de las gentes y las cosas de la patria de Venizelos y de Kotis Palamás. Al contrario de Luis Bertrand, que'salvó los edificios de la Acrópolis, desdeña a las ruinas falsas y ‘'esterilizadas", Lacretelle siente y ama a los mármoles ilustres. No le importa que en las viejas edades estuviesen pintados con colores violentos, ni que los arqueólogos hayan construido las actuales ruinas con los fragmentos que yacían en tierra. Lacretelle las ama por su propia belleza y por la de los lugares donde se encuentran. Y así, al establecer que “el viaje a Grecia exige una disposición de espíritu muy rara en nuestro tiempo, en que la personalidad humana obedece a impulsiones contradictorias y contadas, pues “se le pide un equilibrio constante entre el espíritu y los sentidos, una delicada administración del don de sí y del repliegue", agrega: “Es menester abstraer del arte y de los monumentos antiguos las intenciones y los principios que expresan y, sin embargo, no hay que separarlos nunca de sus sitios ni del aire que los baña”. Quiere decir, pues, que Lacretelle nos da una visión de Grecia que comprende las Ideas, el arte y el paisaje.
Pero en Lacretelle, discípulo de Stendhal y de Gide, hay todavía algo más. Es un psicólogo, y con su libro analiza sus sensaciones con rara profundidad. No llega a la admiración por efusiones del alma, sino, como él dice, “por una conmoción de las ideas”. No es un sentimental, por cierto. Ama a Grecia como ella, si tuviera una voluntad, desearía ser amada: con la inteligencia y la razón. “Estas tardes de la Acrópolis, dice, ponen a la inteligencia en estado de gracia. Nada de fiebre, ninguna facilidad lírica, sino una perspectiva más audaz y más clara de la existencia humana, una especie de conocimiento mutuo de sí mismo”. Todo el libro está lleno de anotaciones psicológicas del más grande interés y profundidad.
Nadie ha comprendido mejor que Lacretelle la íntima unión que existe entre el arte y el paisaje en Grecia. Luis Bertrand ha visto esa relación, pero ella no le ha sugerido tantas ideas como al autor de “Le demi-Dieu”. He aquí una, cuando habla del templo de Hera, en Olimpia: “Parece que el espíritu que concibió el edificio se hubiese literalmente alimentado del paisaje, pero no haya hecho sino reunir y transponer en seguida algunos valores naturales. Y este Heraeon, que es muy anterior a las reglas de la gran época, me muestra la idea primera de la arquitectura griega: traducir, por medio de las líneas de la geometría y por el juego de los volúmenes, toda la emoción sensible de la naturaleza”. He aquí otra idea, no menos interesante:
“... los griegos han buscado siempre unir lo bello del arte con lo bello de la naturaleza. Favorecidos por las emociones paganas, han encontrado, en su pequeña tierra admirablemente propicia, los sitios más vastos, los espacios más profundos; y es siempre allí donde los encontramos. Arte, lógica, sentimiento de la naturaleza, el templo griego lo abarca todo”. Análogas ideas están comprendidas en esta frase: “Estos momentos tan rigurosamente elaborados y medidos diríanse hechos con instrumentos que la naturaleza hubiese dejado en el suelo”. Y he aquí unas palabras más, sobre la situación de los templos: “Y es mucha verdad que el aislamiento de las cosas constituye uno de los grandes efectos de este país. El monumento, el emplazamiento legendario, se encuentran siempre en medio de una área vacía y silenciosa donde la imaginación puede circular sola”.
Yo creo que el aire, su delgadez, su transparencia, es el primer encanto de Grecia. Del mismo modo que la inmovilidad del aire, su lentitud, su pesadez sin exceso, constituye el primer encanto de Egipto. Pero en Egipto uno siente un bienestar un poco animal, o si se quiere vegetal; un bienestar pasivo, un inmenso deseo de dejarse vivir, de ir gozando la voluptuosidad de sentir el paso de las horas. El aire de Grecia, en cambio, nos procura un bienestar intelectual, activo, aunque moderado, y una gran armonía en el espíritu. Pero todo esto se refiere a la acción del aire sobre el individuo, no sobre las cosas. Lacretelle, al acercarse a la costa griega, advierte la apariencia velada de la costa y, al mismo tiempo, las formas netas con que sus líneas se destacan sobre el cielo. No sabe, en un principio, explicarse esta rareza, hasta que la encuentra “en la calidad del aire, a la vez pesado y diáfano, luminoso y aterciopelado, que intercepta los objetos a través de un vidrio extraordinariamente puro”. Pero no en todos los lugares de Grecia ocurre lo mismo. “Es en Ática, agrega Lacretelle, o, mejor aún, entre las colinas de Atenas, donde el fenómeno alcanza su cristalización perfecta”.
¿Cómo es el paisaje griego? Suele creérsela uniforme y aun monótono. Por el contrario, es de una variedad extraordinaria. Bastaría leer las páginas de Luis Bertrand sobre Delfos y sobre el canal de Atalanta para convencerse de esto. Lacretelle encuentra a la naturaleza griega “sorprendente, variada, jamás inmóvil“. Considera de gran dificultad concebirla y representársela. Apenas una impresión se nos ha fijado, cuando el paisaje cambia; y sin embargo, nada seria más falso que clasificar como “desordenado" al paisaje helénico. “La naturaleza, dice Lacretelle, se ha formado allí en todos sus aspectos, pero         en un conjunto armonioso”. Y la maravilla más grande es que este conjunto está hecho “según la escala del hombre y de sus ideas", pues estos paisajes no nos dominan jamás, juegan con nuestros pensamientos, se dejan arrastrar por el movimiento continuo de nuestra vida”. Para Lacretelle esto explica muchas cosas de la civilización griega, como ser el antropomorfismo de su religión y de sus leyendas. “El hombre, en esta tierra, no podía ^ concebir lo divino sino a su imagen”.
¿Y las ruinas? ¿Cómo las ve el escritor francés? Todas las ha visitado: las de la Grecia arcaica en Micenas, en Argos y en Tyrinto; los santuarios de Delfos, de Epídauro  y de Eleusis: Creta, dominio del rey Minos y de míster Evans; las islas Cycladas, entre ellas Délos; Olimpia y Esparta; Egina y Corfú; toda la Grecia, en suma. Lacretelle, a pesar de que declara no gustar de los relatos de viaje hechos a base de impresiones, se pregunta, a propósito de lo que fueron en realidad los templos griegos, “si un saber exacto no será, a menudo, más o menos enemigo de la belleza, si no turbará el estado armonioso en que la cosa bella nos sumerge invenciblemente". Por esto, cree que para acercarse a los monumentos griegos importa menos la ciencia arqueológica que el tener siempre en vista las costumbres y el ideal antiguos. Lacretelle no desdeña las ruinas, como Luis Bertrand. Las de Olimpia, las de Epídauro, las de Egina, las de Micenas, todas le interesa-ron y algunas le llevaron al más ardiente entusiasmo. No las contempla únicamente con criterio artístico. Las ruinas Influyen directamente sobre su estado de ánimo; y así mientras en Olimpia se pasea con una rara alegría de espíritu, en Micenas le domina un sentimiento de terror, sugerido por el ambiente del lugar. Es aquí un terror que se diría trascendental, “un terror inspirado por todo lo que pertenece al hombre, por la idea del amor como por la del odio, por el ejemplo de la justa venganza como por el del mal”. Y agrega: “Es un lugar de crisis, donde todas las pasiones, buenas o malas, llevadas a su paroxismo, parecen juntarse en el mismo instinto feroz”.
Como otros predecesores, Lacretelle encuentra normas de conducta en las ruinas y en el paisaje griegos. La fachada del Partenón se le representa como una gramática que podría regirlo todo en la vida del hombre: principios de moral, leyes políticas, ideal estético. Encuentra en el paisaje del Ática una felicidad que nos enseña a vivir, mientras la felicidad que está pintada en las colinas de la Umbría nos enseña a morir. La arquitectura no es sólo bella en sí misma, según Lacretelle: “lo es también, y quizá aún más, por las múltiples, interpretaciones que ofrece a nuestro espíritu: interpretaciones de las puras bellezas naturales, interpretación de reglas para la vida, de disciplinas espirituales”.
Pero Lacretelle, espíritu clásico, no muy apegado a la modernidad, no ha experimentado una perturbación espiritual y estética, como nos ha ocurrido a otros. En mi ensayo sobre “La lección de Atenas”, publicado en estas columnas, creo haber expuesto con exactitud el conflicto moral del hombre moderno frente al Partenón. “Las ruinas ilustres del Partenón, dije en ese ensayo, inquietan al artista sincero y le hacen sufrir, porque, por la perduración en los siglos de sus perfecciones, destruyen todas nuestras ideas estéticas y casi todas nuestras predilecciones literarias. Al decimos, con su voz secular y majestuosa, que el arte sin armonía perece, el Partenón nos muestra, según la frase de Barrés, la subalternidad del arte de nuestro tiempo”. Es que el Partenón predica el culto de la Inteligencia y del Orden. Y por esto, si el artista “no es indiferente—cito palabras mías—a las formas sociales e ideológicas, verá igualmente cómo la palabra del Partenón destruye las doctrinas políticas y filosóficas engendradas por la barbarie espiritual”. Yo confieso que el conocimiento del Partenón fué el primer paso hacia la transformación de mis fundamentales ideas y sentimientos estéticos y políticos.
Sería un error suponer que Lacretelle sólo ha escrito un libro de ideas. Si las ideas sobre el paisaje, sobre la arquitectura, sobre las enseñanzas de Grecia constituyen junto con el análisis de sus sensaciones, lo mejor de su libro, algunas de descripciones son de una gran belleza, como la del templo de Epidauro, como la de la blancura de los Propileos. Y las sensaciones que nos da del paisaje y de los monumentos superan, a mi juicio, a cuanto se ha escrito hasta ahora sobre los mismos temas. Y aquí y allí tiene frases admirables, verdaderos hallazgos, como cuando dice que el Partenón es “tan viviente y tan diverso como una estatua”, o cuando afirma que “Atenas ha sido un taller de afinación”, o cuando describe el paisaje que circunda a Atenas, como una línea ininterrumpida de montañas, “especie de vasta modulación que acompaña al motivo central”.
El libro de Jacques de Lacretelle, no vacilo en afirmarlo, es lo mejor que se ha escrito en francés sobre Grecia. Es digno de la tierra sagrada. Es una visión completa y magnífica, personal, sincera. Es, sobre todo, una obra humana, realizada sin espíritu libresco y sin la solemnidad habitual en el género. Se han publicado sobre Grecia libros mejor escritos que el de Lacretelle — como los de Maurras y de Barrés o más coloridos, como el de Bertrand —; pero ninguno iguala al de Lacretelle en riqueza de ideas y de sensaciones, en calidad de análisis y en hondura. Será el mejor guía para el conocimiento espiritual de Grecia.


Fuente: Gálvez, Manuel: Una visión de Grecia en La Nación, Domingo 30 de Agosto de 1931

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