XXXVI Democracia y
Nación
¿Argentinos? Desde cuándo y hasta dónde; bueno es darse cuenta de ello.
DOMINGO FAUSTINO
SARMIENTO
Durante
muchos años, desde nuestros entusiasmos de juventud:, hasta nuestra apasionada
y beligerante madurez hemos creído que los males que aquejaban al país eran
fundamentalmente de índole política y que, en consecuencia, dependía de la
recuperación de la vida pública su buena salud, por lo tanto, era menester un
cambio ejemplar en la conducta y en la organización del Estado. La célebre
fórmula de Maurras —politique d'abord—
nos acuciaba con la vertical claridad de un apotegma. Pero la agobiante
sucesión de situaciones políticas de muy distinto signo que provocaron otros
tantos fracasos nos hizo rendir a la evidencia: la seductora sentencia de
Maurras, al parecer tan accesible, no se hallaba así nomás a nuestro alcance.
Su aplicación - axiomática - se supeditaba a un diagnóstico previo. La
prioridad de lo político, en efecto, tenía un sentido instrumental y como
remedio heroico era aplicable sólo bajo el supuesto de que la sociedad no
estuviese dañada. Pero si esto último ocurría, los trastornos políticos
acusaban rasgos crónicos y se volvían incurables porque eran la consecuencia de
otras endemias, de otros estragos incubados en ese nivel más complejo donde se
procesa lo social. Por eso la sempiterna crisis política no es lino una
resultante, acaso el último tramo, de la situación anómala que padece nuestra
sociedad. Y por eso es irrealizable, o al menos inconducente, el propósito de
recuperar el orden político por sí mismo mientras se ignore el diagnóstico de
fondo y no se intente poner remedio» a la crisis sociocultural. Así, sin normas
consensúales de legitimidad, sin una ética en tomo al bien común, sin identidad
de cultura, se necesitaría nada menos que un milagro para que tuviera tan
siquiera principio de ejecución una renovadora gestión política.
Por lo tanto,
presentar la democracia, la recobrada, di-gamos, democracia como una panacea,
no es un síntoma de madurez sino de liviandad. Desde luego, la vigencia de los
poderes constitucionales y, por consiguiente, la existencia de un gobierno
elegido por el sufragio popular —sin fraude ni violencia física en las urnas—
es una circunstancia positiva, un dato particularmente favorable. Pero de ahí a
suponer que el establecimiento de las formas externas o, si se quiere, del
ritual de la democracia posea una virtud mágica que apareje la salvación, hay
de por medio un abismo y, para franquearlo, un alevoso salto mortal. No es
inútil repasar las condiciones en que acampó aquí la democracia como un
irremediable arbitrio del gobierno militar, agotado después de la guerra de las
Malvinas: si hemos de ser veraces no deberíamos olvidar que es hija de la
derrota, de la derrota precisamente en esa guerra que ahora no se asume como
propia. Este origen que a nadie gratificaría no puede justificar ninguna euforia;
en vez de encender fuegos fatuos con el tópico de la democracia conviene
referirse con prudencia a lo que de hecho es una difícil transición.
Si la
democracia en la Argentina hubiese sobrevivido a raíz de un formidable
movimiento de opinión, pletórico de vida, desbordante, vigoroso e irresistible
que hubiese derribado en jornadas revolucionarias al poder militar, en tal
caso, no se podrían abrigar dudas acerca de la vitalidad de su instalación.
Pero si como sucedió en verdad el gobierno del Proceso no fue abatido por la
pujanza de sus supuestos enemigos sino que resolvió abreviar sus días conforme
a un cronograma que con el acuerdo de los dirigentes políticos consultados,
determinaba los plazos para convocar a los comicios generales y para la transmisión
del mando presidencial, entonces, las conclusiones a desprender son otras muy
distintas. En resumen, fue una suma de debilidades, un complejo de impotencias,
lo que dio lugar al llamamiento electoral y su secuela: la democracia. Ni el
Proceso podía subsistir por sus cabales ni los dirigentes políticos —presuntas
víctimas de la dieta- durar- en rigor sus complacientes adversarios y en no
pocos casos sus puntuales colaboradores estaban en aptitud, ni mucho menos con
ánimo, de desalojar al gobierno militar: éste agotó su tiempo —el tiempo que
ignominiosamente había perdido— y la democracia formalmente recobrada ocupó la
sede del Estado como se ocupa una plaza vacante.
Tampoco, como
lo demuestran estos cincuenta años de historia, los triunfos comiciales por sí
solos son garantía de estabilidad o prueba suficiente de normalidad política:
la consulta electoral y el gobierno de la mayoría constituyen el abecé de la
democracia; pero no bastarían para consolidarla en un medio donde perseverase
la discordia y se desnaturalizaran las bases del consenso. Más aun, las
formalidades externas de la democracia (reducidas a sus mecanismos electorales)
pueden encubrir una lucha por el poder tanto más desquiciante o desalmada que
la de los golpes de palacio. Si lo que está en receso es la confianza del país
respecto de sus expresiones de vida pública, en vano se invocará a la
democracia mientras subsista el descreimiento general o, lo que es peor, haya
nuevos motivos para exasperarlo.
Así la
democracia no es un deus et machina que preside desde su Olimpo inamovible, desde
alturas insobornables, la organización de las cosas y el gobierno de los
hombres. Por el contrario, es un sistema corruptible que según se sabe, desde
que lo advirtió el Estagirita, puede degenerar en demagogia y sin alteración de
sus apariencias externas favorecer una oligarquía partidaria o remedar un
despotismo tribal: en tal caso, al sustraerse de sus contenidos veraces habría
caducado su legitimidad. De todo esto se desprende que la democracia, como
cualquier otro sistema político, tiene una naturaleza relativamente instrumental,
es un medio supeditado al fin del bien común, esto es, al goce de las
libertades y garantías individuales que se conjugan con la independencia y la
grandeza de la nación.
La
democracia, pues, no está antes que la nación ni se antepone a ésta como un
bien absoluto, como un valor trascendente, supremo, sacro, sino que se adecúa,
se amolda —como un guante a la mano— a la realidad humana y cultural de la
nación; se deja imprimir, transir por sus elementos existenciales, por sus fuerzas
nutricias. Por eso sostener la democracia como arquetipo universal, indiferente
a las connotaciones y problemas del medio nativo, a las características
ancestrales o ambientales de cada pueblo, es desnaturalizarla,
desnacionalizarla: situarla fuera del ámbito cultural de la nación. Esta internalización
de la democracia que la despoja de sus rasgos genuinos minaría su arraigo y
comprometería su autenticidad.
Un largo
medio siglo, parecido por su desolación al espacio de nuestros desiertos, que
ha frustrado ya buena parte de la historia contemporánea de los argentinos,
tiene la misma extensión de nuestra inconclusa decadencia. Y esta extensión,
esta decadencia coinciden exactamente con las crisis políticas —espectros, a la
postre, de la crisis social— planteadas por las divergencias irresueltas, por
las hostilidades que no cesan en tomo a las desviaciones del poder. Antaño la
credulidad, la fe ciega de nuestros organizadores y escritores de la república
elevó al liberalismo a los altares como una bandera de guerra contra los
vándalos de nuestra autoctonía: el dogma del progreso se re-montaba sobre las
tristes contingencias locales y sobre los heroísmos estériles de la
Independencia. Pues bien, el papel representado por el liberalismo es mutatis mutandis el mismo que ahora
desempeñaría la democracia transformada —también— en una idea mesiánica si, en
efecto, ésta prevaleciera sobre la comprensión de nuestra realidad: tal
inversión de valores propendería a la hibridación de la política argentina.
Nuestros grandes partidos nacionales serían internacionalizados,
metamorfoseados en satélites de las fuerzas políticas o económicas del
exterior. Eliminada cualquier referencia a la integridad del Estado en que se
mira el pueblo, toda expresión de nacionalismo parecería una antigualla. Una
Babel infrahumana, favorecida por la pavorosa concentración cosmopolita, arrasaría
con los restos de nuestras tradiciones nativas al anonadarse en la indiferencia
o la ignorancia las voces antiguas de la patria criolla trocadas con mezquino
aliento en canciones de protesta o en baratijas folklóricas.
Cuando la
crisis política va a remolque de una crisis de identidad nacional, la legitimidad de origen del gobernante
necesita ser constantemente compulsada, ratificada, por la legitimidad de ejercicio. Y esta última se adquiere no sólo por el
experto manejo de la administración de las cosas del Estado sino también por
las incesantes pruebas de veracidad que el gobierno rinda ante los gobernados.
Hay en esto una suerte de do ut des: cuando el gobernante se instala lo protege
su legitimidad de origen democrático. Pero ya en el poder, la situación se
invierte: a partir de entonces la democracia necesitará para consolidarse del
buen desempeño del gobernante, por la legitimidad de ejercicio. Acaso el más
grave error que puede cometer un gobernante cuando ya ha comenzado la cuenta
regresiva de su mandato consiste en ampararse en su legitimidad de origen que sólo le vale para cubrir su instalación;
sin reparar que ese título con que se recibe en el gobierno debe ser
existencialmente homologado y enriquecido por su propia praxis: por su
capacidad para suscitar la fe del pueblo, su confianza, que es la fuente
primigenia de la energía nacional; esto es, por su capacidad para insuflar vida
a las instituciones postradas; para extirpar el peso muerto de anarquía latente,
de violencia impune, de injusticia, cuyo lastre agobia el orden político, sea
cual fuere la forma de gobierno.
En
consecuencia, o bien el gobernante discierne que el sistema democrático le proporciona
una forma de legitimidad como medio para acometer la empresa traspolítica de reconstrucción nacional,
o bien, porque no lo entiende así o porque no es capaz de realizarla, el
gobernante se lastima a sí mismo y se convierte en el principal enemigo de su
propia estabilidad. Sin embargo, podría suceder que la fachada de la democracia
y el gobernante aferrado a ella subsistiesen aun cuando no se verificara la
recuperación de la confianza, al paso que la agresividad política fuese el
rostro visible de un estado de insatisfacción social, en tal hipótesis
habríamos descendido hasta el punto más bajo de nuestro largo y lento ciclo
crítico. Desprovisto de cerebro, de nervios, de voluntad y de sangre, el simulacro
de la democracia sobreviviría sólo mediante la castración de los factores de
opinión y de poder porque no habría ninguna otra alternativa moral o
materialmente viable: esa forma legal, sorbida en su legitimidad, reflejar ría
la impotencia del país para dotarse de un gobierno propio, esto es, para
organizar un poder representativo de la nación, celoso de su independencia y de
su soberanía. El agotamiento de las expectativas provocado por la indiferencia
general (efecto del desprestigio, irresponsabilidad o corrupción no sólo del
oficialismo sino de los partidos opositores) sería, más que un indicio, el
síntoma agudo de una progresiva alienación. La crisis argentina, asimilada,
consentida e incorporada a sus reflejos por varias generaciones que no conocen
otro estado del país no tolera repetir las soluciones fáciles.
Cuando un
sistema político no se sostiene por el vigor social de sus estructuras
institucionales, vale decir, por su resuelta voluntad de renovarse y de emerger
triunfante de las contradicciones que la marcha de los acontecimientos plantea,
está necesariamente condenado a extinguirse o, lo que es lo mismo, a vegetar
bajo formas desprovistas de vigor existencial. El presente y el porvenir de la
democracia argentina dependen, pues, de la vitalidad que gobernantes y
gobernados consigan infundir a las instituciones del Estado en que se incluyen
no sólo los tres poderes representativos de la Constitución sino también las
Fuerzas Armadas.
Es menester
destacar la connotación política que en tanto estructura integrante del Estado
tiene la institución militar. Conviene en este punto formular una advertencia:
reponer el gobierno civil importa establecer la unidad total del Estado. Esto
significa, entre otras cosas, que ningún cuerpo armado puede escapar al
contralor ejercido por el gobierno civil. El monopolio de la coacción en toda
sociedad civilizada pertenece obviamente al Estado. Y en el contexto de nuestro
Estado, las Fuerzas Armadas no son compartimientos estancos con autonomía de
decisión, cada una en su esfera, sino que están subordinadas a la supremacía
constitucional del Presidente en su carácter de Comandante en Jefe de todas
ellas. No obstante, ciertos sectores propensos a los encuadramientos
ideológicos que se curan en salud, o cuyas miras acerca del poder al cual han
accedido revelan una codicia simplista, han elaborado como hipótesis de trabajo
un dilema que no se explícita con entera franqueza aunque lo declare la casi
manifiesta intención en que se inspiran, a saber: o la democracia elimina a las
Fuerzas Armadas o las Fuerzas Armadas eliminan a la democracia. ¿No equivale
esto a tomar el rábano por las hojas? Pues si la existencia de la democracia
estuviese reñida con la existencia de las Fuerzas Armadas, habría que concluir
que la preservación de la democracia resultaría inconciliable con la defensa de
nuestra integridad nacional. Mas, como dirían los escolásticos, el argumento,
esa línea de argumentos, prueba demasiado.
No, no es
cosa de emprender a tontas y locas demoliciones que agravarían la general
incertidumbre y el estado de inseguridad. Las intervenciones militares en
política, que, es preciso recordarlo, contaron casi todas ellas con apoyo en la
opinión o en todo caso reflejaron las viscerales divisiones de la sociedad
argentina, fueron motivadas por la vacancia de poder, por la inanidad de los
gobiernos que se desmoronaron como castillos de naipes sin que nadie, ni sus
allegados próximos ni sus más fervientes partidarios, se propusieran tan
siquiera acudir a sostenerlos. Más aun, la participación civil en torno a esos
períodos de facto es demasiado notoria para que se finja ignorarla. A lo largo
de esos periplos “revolucionarios” casi todos los partidos políticos a través
de sus dirigentes más conspicuos excursionaron por la zona prohibida de la
insurrección y conspiraron contra los gobiernos de sus adversarios elegidos o
no en comicios libres.
Sin duda,
como hemos procurado demostrarlo, la dialéctica de las intervenciones militares
acabó por impregnarlas en un sentimiento de autodeterminación acrecida por la
desolación de la conciencia cívica. Pero tales circunstancias, que acentuaron
el aislamiento de las Fuerzas Armadas (y a la postre las encerraron tras los
muros de un mando automático, abstracto, tanto ínás indeliberada?:' mente cruel
cuanto más impersonal y menos responsable), si bien no excusan a sus
protagonistas accidentales, recaen sobre el conjunto de la sociedad argentina.
Pues las Fuerzas Armadas, como los partidos políticos, como los sindicatos,
como las entidades empresarias, son lo qué son en tanto elementos expresivos de
nuestra comunidad nacional: ni la democracia como sistema político ni las
Fuerzas Armadas como institución del Estado pueden salvarse solas si les falta
el aliento en un medio social, en una comunidad política cuyo desquicio, cuyo
nihilismo, las ahoga.
Paradójicamente,
para que el orden militar se integre al orden político será preciso que éste
acuda previamente a rescatarlo de la peligrosa extenuación que lo tiene postrado:
ese ghetto, a que se condena a las Fuerzas Armadas en su condición de chivos
expiatorios de pecados que aún siendo propios son también de todos, configura
una sitúación aparte: las ubica extramuros de lo político, lo cual equivale
a mantenerlas —otra vez— como un Estado dentro del Estado. Y precisamente esto
es lo que se debe evitar pues por ahí toma comienzo el principio del fin. Sin
duda el primer deber de un gobernante, capaz de discernir que necesita
convalidar su legitimidad de origen y no refugiarse tras ella, consiste en
rescatar las Fuerzas Armadas de ese aislamiento que las obnubila y en ayudarlas
a que recuperen su aptitud para el combate, su magisterio de estoicismo, su
alta simbología asociada a la bandera de la patria que las identifica como
imagen de la unidad nacional. No es tarea sencilla ni de un solo día porque no
es sencilla ni fugaz la acción a desplegar desde el poder. Dígase con todas las
letras: la democracia no puede construirse sobre el desahucio de la institución
militar.
Es preciso
entender que las instituciones en un sentido lato son como las vísceras de un
organismo vivo: la salud de éste resulta
del óptimo desempeño y del equilibrio biológico de aquéllas. Como las vísceras,
pues, las instituciones no pueden normalmente desarrollarse unas a expensas de
otras o funcionar con eficacia si el organismo, vale decir, la comunidad a la
que pertenecen, adoleciera de un mal incurable. De este modo, el equilibrio de
poderes no tiene sólo un significado jurídico formalista sino que trasunta,
sobre todo, una característica existencial propia de las sociedades políticas
en forma. En resumen, no hay instituciones saludables bajo -un orden político
enfermizo. Y, a la inversa, no puede erigirse un orden político salubre sobre
el desequilibrio o la endémica mendacidad institucional.
La democracia
está adscrita a la nación, encuadrada en sus instituciones republicanas y le
pertenece como parte de su heredad política. Fuera de ese contexto resulta una
utopía peligrosa; la democracia es entonces válida y deseable en tanto tiene la
aquiescencia del pueblo argentina y constituye el sistema más propicio, acaso
el único idóneo para revelarnos hoy al cabo de tantas transmisiones y
transfusiones cuáles son los rasgos de nuestra identidad nacional; el que mejor
se amolda al pluralismo humano y social de la Argentina. De ahí que lograr la
democracia, consolidarla, en la diversidad representativa de las fuerzas
nacionales es hoy el compromiso, el gran compromiso que tenemos pendiente, al
que no hemos sabido aún satisfacer. Por eso su desvirtuación, su caricatura, su
remedo; en otras palabras, su fracaso, sería un severo contraste que ahondaría
más aun si cabe la perplejidad y la desolada indefensión del país argentino.
¿Pero en qué
consiste, ante el país real, la reconstrucción de la democracia republicana?
¿Cómo se hace para rehabilitar el gobierno civil maltratado por los hábitos
pretorianos y por la leyenda negra que fustiga a los políticos? No hay
república, no hay democracia estable, que no se asienten sobre una estructura
de orden, sobre un equilibrio social dimanado de la justicia distributiva, producido
por la armoniosa inserción de los distintos intereses y sectores. Por eso,
entre todas las pendientes, la primera tarea consiste en recrear el orden con
justicia, el orden a secas. No entenderemos o entenderemos muy: poco lo que
pasa en la política argentina si no partimos de la comprobación de una extraña
y significativa paradoja, a saber: fueron los factores llamados a sostener el
orden los que acabaron por demolerlo, fueron los regímenes autoritarios los que
se empeñaron aquí en socavarla autoridad. Pero esta asombrosa comprobación de
un hecho cuyas consecuencias tienen largo alcance y costará mucho neutralizar
no debe eximir a la dirigencia política de la obligación de indagar los motivos
que tantas veces provocaron la indefensión del gobierno legal y después
hicieron posible su derrumbe. Si este examen de responsabilidades no se llevara
a cabo se estaría falsificando alegremente la realidad con el riesgo de quedar
descolocados ante sus exigencias, ya que de permanecer intactas las
motivaciones de la discordia, ocultas las causas de tanta frustración, los
acontecimientos negativos volverán, acentuadamente, a repetirse sólo con
variantes ideológicas.
Sin duda el
desafío que debe afrontar la democracia consiste en recrear el orden y rescatar
el prestigio de la autoridad. Para asumirlo con éxito es necesario que los partidos
que atraen el sufragio posean un alto grado de salud política. Esto entraña la
existencia de solidaridad entre sus miembros, disciplina en sus filas y
capacidad para elegir o convocar a los mejores. Si la decantación de valores no
se produjere, si la operación representativa se falseare porque en el mismo
seno de los partidos prevalecieren el espíritu de facción o las selecciones al
revés bajo auspicios irresponsables, la democracia de masas se vería
comprometida desde sus bases.
No será fácil
reconstruir la república. Si con espíritu superficial, propenso a las
improvisaciones, creyéremos apresuradamente lo contrario estaríamos —a priori—
condenados al fracaso. Atravesamos el trance más difícil de nuestra historia.
No es una frase retórica sino una dramática realidad. Todo el pasado argentino
con sus grandezas
y miserias se
precipita sobre este presente hacia el cual converge como atraído por una
condición resolutoria. La fundación de la estirpe hispanocriolla alojada en
nuestro espacio territorial; la guerra de la Independencia y el Estado
incipiente que la promovió; las luchas civiles en que se mostraron
irreconciliables las luces del siglo y las nativas tradiciones; la Organización
con que se desmoronó la patria antigua y se impuso la docencia de época; la
república liberal que no logró desplazar a nuestra tradición católica y anonadó
a las provincias desde el centralismo metropolitano y, en fin, los bloqueados
conatos de democracia nacional de masas se agolpan en nuestra memoria y, frente
a esta situación límite, parecen interrogarnos sobre su final sentido. ¿Todas
estas peripecias marcan las etapas faustas o infaustas, de una construcción
histórica —la del pueblo argentino— o se habrán sucedido en vano? ¿Somos una
nación con destino, logrará nuestro país asignarse un papel, encontrarse a sí
mismo?
He aquí el
ser o no ser a que nos aboca este fin de siglo. No podemos eludirlo o ignorarlo
a la manera de esos zancudos que con ilusión de soslayar el peligro presentido
ocultan en la arena la .menuda cabeza. Es una opción de hierro: o bien nos
realizamos como nación en el marco de nuestras instituciones perdurables, o
bien seremos devorados por las fieras que acechan en los cubiles del despotismo
o la anarquía.
Somos sin
duda un país infortunado, víctima, acaso, de su elemental abundancia. No hemos
conocido el esfuerzo colectivo que extrae de esa abundancia en agraz y
somnolienta la riqueza múltiple que circula distribuida por el organismo
social. Y, sin embargo, alguna vez se creyó que nuestra navegación, abandonando
la fatigosa seguridad del puerto se lanzaría a mar abierto, empujadas las velas
por el azote de los vientos propicios y vehementes. Fue tan ostensible el
ímpetu que, al pronto, tomamos distancia de Nuestra América y nos alejamos como
el hijo pródigo de la casa paterna donde había nacido y se había albergado la
Independencia. Éramos la Argentina nueva con su proa dirigida hacia el universo
mundo y su popa hacinada de inmigrantes y sus bodegas ahítas de granos y de
mieses. Pero nuestro crecimiento espectacular, según las estadísticas que
registran la explosión demográfica y las relaciones de intercambio, no fue
asistido por la evolución con que, la experiencia sazona el tránsito a la edad
madura. Nos halagaba imaginar que éramos y seguiríamos siendo un pueblo joven,
como si esa juventud constantemente invocada pudiese considerarse una
circunstancia atenuante y aun lisonjera que excusara nuestros problemas de
conducta y nuestras expresiones de incivilidad.
Y mientras
nos hacíamos prósperos en el goce de la opulencia optimista de los palacios que
durante no más de medio siglo adornaron la ciudad y los cascos de estancia en
la provincia, mientras la bonanza nos inducía a confiar en la providencia
criolla y en la conexión inglesa nuestra sociedad perdía el antiguo vigor de su
carácter y, próximos a extinguirse los hábitos de provincia y las costumbres
patriarcales, se desgranaba en segmentos distintos y sectores dispersos
desconocidos e ignorados entre sí. Esta incomunicación, esta ignorancia mutua,
esta ausencia de vida en común por parte de quienes, sin embargo, habitaban el
mismo suelo y constituían una misma población, lejos de mitigarse se iría
acentuando al sucederse las generaciones que se incorporaban al quehacer
nacional. Los argentinos nacidos con el siglo coexistieron en grupos
superpuestos cuya recíproca propensión al aislamiento les impedía descubrir y-
menos desarrollar sus motivos de afinidad. Ni la vecindad inevitable; ni la
enseñanza oficial que en sus primeros ciclos acartonaba a los próceres en ñoñas
hagiografías y reverenciaba a los símbolos patrios despojados de toda
concepción histórica; ni el servicio militar que la más de las veces se cumplía
lejos de los ejercicios de guerra en oficinas o tareas auxiliares
semidomésticas, donde el ocio en función de actividad generaba una atmósfera de
tedio insoportable; ni la universidad que a pesar de todo por su apertura a
todas las clases era el instrumento más apto de intercomunicación social;
ninguno de estos elementos fueron suficientes para contrarrestar la tendencia
centrífuga, la propensión evasiva enseñoreada de nuestro medio social.
En rigor no
existe hoy una sociedad y menos una comunidad argentina, diversa en sus
intereses, aptitudes y estímulos menores, pero íntegra y única por su conciencia
de solidaridad, sino distintas y como yuxtapuestas sociedades, casi diríamos
colectividades, cuya radicación en el área cosmopolita no sirvió para afirmar o
compartir estilos de hacer y de pensar ni para proponemos llevar a cabo una
tarea común. Así la Argentina no es una sociedad pluralista, como lo son en
alguna medida todas las actuales, sino
una pluralidad de sociedades lo que es harina de otro costal: a la división
congénita y connatural de provincianos y porteños, que, desprendida de la
patria grande, enriquecía la caracterología nacional sin afectar nuestra unidad
de destino, se añadieron por cuerda separada estos núcleos concentrados en la
gran urbe o distribuidos no más allá de la pampa húmeda cuyos descendientes se
encontraron con un país para ellos recién nacido y que con ellos empezaba a
crecer. Y, no obstante, todavía hasta después del Centenario era tan fuerte la
atracción de la tierra nueva que en aquel instante de su bautismo americano
estos primeros hijos de la tierra se sintieron también criollos por afinidad.
Pero los retrocesos políticos perturbaron la todavía incipiente asimilación a
lo nacional de la clase media de profesionales, comerciantes y propietarios
descendientes de extranjeros. El desencanto, mezclado con el desconcierto, que
les produjo la cruel desmentida con que los hechos negaban la imagen de la
tierra de promisión y el desamparo a que los condenaba tanto la incapacidad de
la vieja clase dirigente para ofrecer al país modelos a imitar cuanto la
desordenada indigencia de los gobiernos de mayoría; todo ello provocó un progreso
de paulatina retracción de aquellos sectores respecto de nuestra vida pública.
Al llegar los años treinta las clases nuevas a cuyo dinamismo social hubiera
correspondido un papel de primer plano en la conducción de la república,
también reservaron sus mejores energías y sus mejores hombres para la actividad
privada. Esta “privatización” general y en escala de las clases argentinas —la
excepción fue el sindicalismo obrero nacionalizado por el movimiento peronista—
erosionó el sentimiento patriótico de no pocos argentinos, a los cuales
inmovilizó en la exclusiva defensa de sus intereses sectoriales. Así las crisis
políticas al incidir sobre el comportamiento mismo de la sociedad argentina
adquieren los rasgos de un problema ontológico, de una crisis total: es el ser
del pueblo argentino lo que está afectado, lo que constituye ahora un problema.
Si nos petrificamos en la morbosa contemplación de este país semidestruido y al
que no sabemos cómo reconstruir, si -no advertimos que en las actuales
circunstancias, sin duda extraordinarias, toda política de partido está
condenada a ser pura politiquería; si no comprendemos que no hay recomposición
de los valores políticos sin la reconstrucción de los factores sociales, todos
seremos testigos y algunos serán cómplices de la mutilación de este país
agredido por sus propios ciudadanos. Sólo la concordia, la paz cívica, la
coincidencia en lo nacional, permitirían restablecer las relaciones naturales
ahora obstruidas entre Estado y sociedad. De esta suerte^ se habría puesto fin
a esa “privatización” de los valores sociales y de la inteligencia argentina
cuya última consecuencia ha sido la fuga de buena parte de ella al extranjero.
Entretanto,
divorciada del Estado y en absoluto indiferente a las exteriorizaciones del
quehacer político, ha ido surgiendo una pluralidad de minorías eficaces en lo
suyo, sin antecedentes en la vida pública o ascendiente social cuyos intereses
abarcan buena parte de la actividad económica del país. Esta nueva “oligarquía”
desconocida, casi anónima, en buena medida ha sustituido —no por proponérselo
sino por su mayor empuje— a la clase dirigente tradicional en el terreno de las
fuerzas vivas pero no ha ocupado su lugar, que permanece vacante, en el plano
de la influencia política. Este extraño hiato, esta incomunicación entre el
poder político y las minorías sociales constituye una circunstancia anómala que
introduce otro elemento de inestabilidad. Pues mientras la destreza de estas
minorías puestas al servicio del interés privado no se proyecte en el plano de
los intereses generales; mientras permanezcan sumergidas en ese anonimato que
las exime de toda responsabilidad; mientras no sean reconocidas como elementos
integrantes de una política nacional; mientras no actúen en función del bien
común y en conjunción con los otros elementos del trabajo, nuestro pueblo no
recompondrá su identidad porque no se habrían removido las causas determinantes
de la crisis. Se trata, pues, de nacionalizar esas energías sociales que permanecen
ignoradas e invisibles, lo cual no significa en absoluto supeditarlas ni mucho
menos anexarlas al sector público, al ámbito de la administración del Estado,
sino sencillamente liberarlas de su ostracismo moral y enmarcarlas como
elementos dinámicos de una política de poder.
Hoy como
ayer, primero la nación. He aquí el objetivo prioritario al cual se subordinan,
aunque lo condicionen en la realidad, las formas políticas, las diferencias
sociales y los intereses económicos. La política, la sociedad y la economía
adquieren consistencia a la luz de esa voluntad 'de destino que es la nación.
Si renunciamos a ser nación no tiene sentido la existencia geográfica de la
Argentina. Que no nos confunda nuestra actual insignificancia, nuestra obvia
falta de presencia en el concierto internacional, nuestra marginalidad respecto
de las potencias centrales. Aunque alguna vez, sin alcanzarla nunca, hayamos
vislumbrado la grandeza; aunque hayamos retrocedido en términos de prosperidad,
de poderío material, nada de eso afectaría nuestro proyecto de nación si se
mantuviese inexpugnable el núcleo de ideales con que se plasmó la Independencia
y que dio vida a la conciencia argentina de autodeterminación.
Esta crisis
sociopolítica, cuyo curso no hemos remontado, equivale a una imprevista
decadencia: algo así como las ruinas de una demolición caprichosa y prematura
sin la belleza que la pátina del tiempo imprime sobre las piedras y los muros
venerables, testigos de acontecimientos infaustos o gloriosos. Y, es claro,
esas ruinas impenitentes tienen una explicación dolorosa que debemos admitir
para no apañar tantas complicidades optimistas y no faltar a la verdad: lo que
languidece entre nosotros es el' ideal de la nación y el plebiscito cotidiano
que comporta la voluntad de realizarlo: aquí se juega la integridad de nuestra
nación y la integridad de nuestro pueblo. No hay pueblo sin nación y no hay
nación sin pueblo. El pueblo es una pluralidad social dotado por la nación de consistencia
historicocultural y de identidad política. Así la nación - tierra, idioma,
historia, creencias, sangre - tiene un alma que está encamada en su pueblo. La
nación es como es su pueblo porque éste la expresa en su actualidad, porque
éste es el acto y la forma presente de aquélla: si falta la nación, el pueblo
como ser vivo se extingue. Así como la nación es inimaginable sin el pueblo,
así también el pueblo en su realidad humana y cultural no puede configurarse
sin la nación. Si se pierde la nación desaparece, pues, la persona colectiva,
la inconfundible comunidad de ciudadanos que constituye el pueblo. Así un
pueblo se diferencia de una población en tanto el primero tiene un Estado y
hállase integrado por ciudadanos, mientras que la segunda es tan sólo un
conjunto de habitantes, los cuales ocupan un determinado territorio bajo una
relación fortuita y adventicia que no genera sentimientos de arraigo ni de
afinidad superior.
Los
argentinos dueños por herencia de una patria nacida al amparo de la Cruz de
Cristo queremos ser en plenitud un pueblo, devenir una nación ¿o acaso por
haber perdido la memoria histórica vamos a consentir la triste disminución
espiritual y material que entraña esto de ver- nos reducidos a soportar como
habitantes la sórdida realidad de una factoría? El autor de este ensayo apuesta
firme y fervorosamente a la esperanza: a la virtud teologal y a la idea
romántica que custodian la hermosa promesa y el sonoro encanto del nombre
argentino, mensajero de albricias, de leyendas y de fama. Confía, pues, en el
renacimiento del espíritu nacional que sople sobre la patria inanimada y
convoque la energía del pueblo argentino.
Fuente: Sánchez Sorondo, Marcelo: La Argentina por dentro, Sud
América, Bs. As., 1987, p. 577-596
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