14. América: ¿«lenguas
cortadas»?
Como ejemplo clamoroso y actual del olvido (o manipulación)
de la historia, como señal de una verdad cada vez más en peligro, pensemos en
lo que ha ocurrido a la vista de 1992, el año del Quinto Centenario del
desembarco de Cristóbal Colón en las Américas. Ya hemos hablado ampliamente de
ello. Aquí nos limitamos a examinar un aspecto concreto de ese acontecimiento.
Anticipemos ya que el descubrimiento, la conquista y la
colonización de América latina —central y meridional— vieron el trono y el
altar, el Estado y la Iglesia estrechamente unidos. En efecto, ya desde el
principio (con Alejandro VI), la Santa Sede reconoció a los reyes de España y
de Portugal los derechos sobre las nuevas tierras, descubiertas y por
descubrir, a cambio del «Patronato»: es decir, la monarquía reconocía como una
de sus tareas principales la evangelización de los indígenas, y se encargaba de
la organización y los gastos de la misión. Un sistema que también presentaba
sus inconvenientes, limitando por ejemplo, en muchas ocasiones, la libertad de
Roma; pero que sin embargo resultó muy eficaz - por lo menos hasta el siglo XVIII,
cuando en las cortes de Madrid y Lisboa empezaron a ejercer influencia los
«filósofos» ilustrados, los ministros masones— porque la monarquía se tomó muy
en serio la tarea de difusión del Evangelio.
Por lo tanto, las polémicas que ya han nacido sobre este
pasado implican también a la Iglesia, por su estrecho vínculo con el Estado, en
la acusación de «genocidio cultural». Que, ya se sabe, siempre empieza por el
«corte de la lengua»: o sea la imposición a los más débiles del idioma del
conquistador.
Pero tal acusación sorprenderá a quien tenga conocimiento de
lo que realmente pasó. A propósito de esto escribió cosas importantes el gran
historiador (y filósofo de la historia) Arnold Toynbee, no católico y por lo
tanto fuera de toda sospecha. Este célebre estudioso observaba que, atendiendo
su fin sincero y desinteresado de convertir a los indígenas al Evangelio
(objetivo por el cual miles de ellos dieron la vida, muchas veces en el
martirio), los misioneros en todo el imperio español (no sólo en Centro y
Sudamérica, sino también en Filipinas), en lugar de pretender y esperar que los
nativos aprendieran el castellano, empezaron a estudiar las lenguas indígenas.
Y lo hicieron con tanto vigor y decisión (es Toynbee quien lo
recuerda) que dieron gramática, sintaxis y transcripción a idiomas que, en
muchos casos, no habían tenido hasta entonces ni siquiera forma escrita. En el
virreinato más importante, el de Perú, en 1596 en la Universidad de Lima se
creó una cátedra de quechua, la «lengua franca» de los Andes, hablada por los
incas. Más o menos a partir de esta época, nadie podía ser ordenado sacerdote
católico en el virreinato si no demostraba que conocía bien el quechua, al que
los religiosos habían dado forma escrita. Y lo mismo pasó con otras lenguas: el
náhuatl, el guaraní, el tarasco...
Esto era acorde con lo que se practicaba no sólo en América,
sino en el mundo entero, allá donde llegaba la misión católica: es suyo el
mérito indiscutible de haber convertido innumerables y oscuros dialectos
exóticos en lenguas escritas, dotadas de gramática, diccionario y literatura
(al contrario de lo que pasó! por ejemplo, con la misión anglicana, dura
difusora solamente del inglés). Último ejemplo, el somalí, que era lengua sólo
hablada y adquirió forma escrita (oficial para el nuevo Estado después de la
descolonización) gracias a los franciscanos italianos.
Pero, como decíamos, son cosas que ya debería saber
cualquiera que tenga un poco de conocimiento de la historia de esos países
(aunque parecían ignorarlo los polemistas que empezaron a gritar a la vista de
1992).
Pero en estos años un profesor universitario es-pañol,
miembro de la Real Academia de la Lengua, Gregorio Salvador, ha vertido más luz
sobre el asunto. Ha demostrado que en 1596 el Consejo de Indias (una especie de
ministerio español de las colonias), frente a la actitud respetuosa de los
misioneros hacia las lenguas locales, solicitó al emperador una orden para la
castellanización de los indígenas, o sea una política adecuada para la
imposición del castellano. El Consejo de Indias tenía sus razones a nivel
administrativo, vistas las dificultades de gobernar un territorio tan extenso
fragmentado en una serie de idiomas sin relación el uno con el otro. Pero el
emperador, que era Felipe II, contestó textualmente: «No parece conveniente
forzarlos a abandonar su lengua natural: sólo habrá que disponer de unos
maestros para los que quisieran aprender, voluntariamente, nuestro idioma.» El
profesor Salvador ha observado que detrás de esta respuesta imperial estaban,
precisamente, las presiones de los religiosos, contrarios a la uniformidad
solicitada por los políticos.
Tanto es así que, precisamente a causa de este freno
eclesiástico, a principios del siglo XIX, cuando empezó el proceso de
separación de la América española de su madre patria, sólo tres millones de
personas en todo el continente hablaban habitualmente el castellano.
Y aquí viene la sorpresa del profesor Salvador. «Sorpresa»,
evidentemente, sólo para los que no conocen la política de esa Revolución
francesa que tanta influencia ejerció (sobre todo a través de las sectas
masónicas) en América latina: es suficiente observar las banderas y los timbres
estatales de este continente, llenos de estrellas de cinco puntas, triángulos,
escuadras y compases.
Fue, en efecto, la Revolución francesa la que estructuró un
plan sistemático de extirpación de los dialectos y lenguas locales,
considerados incompatibles con la unidad estatal y la uniformidad
administrativa. Se oponía, en esto también, al Anden Régimen, que era, en
cambio, el reino de las autonomías también culturales y no imponía una «cultura
de Estado» que despojara a la gente de sus raíces para obligarla a la
perspectiva de los políticos e intelectuales de la capital.
Fueron pues los representantes de las nuevas repúblicas
—cuyos gobernantes eran casi todos hombres de las logias— los que en América latina,
inspirándose en los revolucionarios franceses, se dedicaron a la lucha
sistemática contra las lenguas de los indios. Fue desmontado todo el sistema de
protección de los idiomas precolombinos, construido por la Iglesia. Los indios
que no hablaban castellano quedaron fuera de cualquier relación civil; en las
escuelas y en el ejército se impuso la lengua de la Península.
La conclusión paradójica, observa irónicamente Salvador, es
ésta: el verdadero «imperialismo cultura» fue practicado por la «cultura nueva»,
que sustituyó la de la antigua España imperial y católica. Y por lo tanto, las
acusaciones actuales de «genocidio cultural » que apuntan a la Iglesia hay que
dirigirlas a los «ilustrados».
15. El oro de Colón
Más sobre el oro; pero no negro: amarillo. Encontrarlo era el
sueño supremo de Cristóbal Colón y de sus patrocinadores, Fernando e Isabel,
los «Reyes Católicos». Gente de Fé sincera, verdaderos creyentes —más allá de
las debilidades humanéis— en Jesús, el pobre por antonomasia. Entonces ¿por qué
este afán? Los historiadores no nos lo dicen. En su misticismo, Colón (para
quien se habló incluso de un proceso de beatificación) no estaba motivado en
absoluto por razones comerciales, sino religiosas: no sólo quería llevar el
Evangelio a otros pueblos, sino también encontrar en las Indias occidentales el
oro para financiar una nueva gran cruzada, que llevaría a los españoles a
cruzar el estrecho de Gibraltar, invadiendo el África musulmana, y desde allí
avanzar hacia Jerusalén, para reconquistar el Sepulcro perdido trescientos años
antes.
Hasta recordó a los reyes en su testamento el compromiso para
esta cruzada, que no se realizó sobre todo por el estallido de la Reforma
protestante, que dividió para siempre la comunidad cristiana. Es un elemento
más que pocos conocen y que viene a corroborar las motivaciones religiosas,
frente a las económicas y políticas (tal como quiere la historia laicista), de
la marcha hacia Occidente de la catolicísima y difamada España.
16. Entre Sudamérica y
Europa del Norte
En América latina, nos dicen, la Iglesia católica «está con
los pobres». Pero los pobres no están con la Iglesia: millones de ellos se han
pasado y siguen pasando, miles y miles cada día— a las sectas duramente
anticatólicas que vienen de Estados Unidos, o, como en Brasil a los cultos animistas
y sincretistas. En el continente que antes era «el más católico del mundo», el
protestantismo (en sus versiones «oficiales» o en las versiones enloquecidas
del fundamentalismo americano) está en camino de convertirse estadísticamente
en mayoría, si se mantiene el ritmo actual de abandono de la Iglesia romana.
Nos encontraríamos frente a uno de esos «resultados
catastróficos de la catequesis y la pastoral» de los que muchas veces ha
hablado el cardenal Ratzinger. En efecto, los que han analizado las causas de
la «gran huida» —y que lo han hecho en el territorio, enfrentándose a la
realidad, más que a esquemas teóricos— han constatado que la «demanda»
religiosa sudamericana se dirige a otra parte porque la «oferta» católica no la
satisface. En breve: la gente (y más la del mitificado pueblo) ya no está en
sintonía con una Iglesia que ha acentuado tanto su compromiso político, social,
de justicia y bienestar terrenales, que ha llegado a ofuscar su dimensión
directamente religiosa.
En fin, el cura comicial, sindicalista y politizado ya no
basta para satisfacer la necesidad de una esfera sagrada, trascendente y de
esperanza eterna: de aquí la búsqueda alternativa en sectas que se exceden en
lo contrario, rechazando cualquier compromiso con la realidad social, para
anunciar una salvación que llegará sólo al final de la historia, en el momento
del regreso glorioso de Cristo, o en un paraíso al que sólo se puede acceder
por la puerta angosta de la muerte.
Como siempre, pues, los efectos concretos se han revelado el
exacto contrario de las previsiones de muchos. Transformar el Evangelio en un
manual para la «liberación» sociopolítica, seguramente gratifica a los teólogos,
pero no convence a los que querían «liberarse>> , que por lo tanto se
dirigen a otro sitio, donde puedan encontrar satisfacción a su necesidad de adorar,
rezar y esperar en algo más duradero v profundo que las reformas económicas de
siempre.
No hace falta tampoco, para conservar a los «pobres», cierto masoquismo
católico actual. Hay frailes, e incluso obispos, que encabezaron movimientos de
protesta contra las celebraciones del Quinto Centenario de la Conquista ibérica
del 1492: escuchándolos, parece que habría sido mucho mejor dejar a los
indígenas de las Américas con sus sangrientos cultos idolátricos tradicionales,
sin «molestarlos» con el anuncio del Evangelio.
Estamos así ante el espectáculo de hombres de Iglesia
empeñados en difamar cuanto puedan lo que su propia Iglesia hizo en el pasado,
sin concederle atenuantes históricos y ni siquiera intentar discernir la verdad
de la calumnia, la «leyenda negra» de los hechos concretos.
Y mientras los católicos así se flagelan, los indios pasan a
los cultos de los misioneros norteamericanos: esos que más motivos tendrían
para autoacusarse, ya que (hemos hablado mucho de ello), a diferencia de la
colonización ibérica, que a pesar de sus errores y horrores llevó a la
compenetración de las culturas, la anglosajona llevó al genocidio, al indio
aceptable sólo una vez muerto.
Pero los pastores protestantes gringos no hacen ninguna
autocrítica: anuncian (a su manera) a Cristo, el perdón, la salvación y la vida
eterna; y esto es lo que les importa a los descendientes de los indios. Así que
en Centro y Sudamérica ya han abandonado el catolicismo unos cuarenta millones
de personas. Y muchos más escogen cada día el mismo camino.
Es un adiós pronunciado ya, por otra parte, por muchas
personas que viven en un contexto socioeconómico completamente diferente: en
Holanda, por ejemplo.
Testimonio del clima que reina entre los restos y el desierto
de la que fue una de las religiones más ejemplares, valientes y fervorosas del
mundo, es también la carta que tengo encima de mi escritorio, que me ha enviado
por fax un lector desde Amsterdam.
Es un profesor italiano, empeñado desde hace meses en un
solitario duelo con la KRO, la radiotelevisión «católica» (donde el adjetivo,
precisa el amigo, hay que ponerlo, desde hace tiempo, entre comillas). Los «ex»
y las «ex», que (según la persona que me ha escrito) componen la casi totalidad
de la plantilla de la KRO, habían decidido celebrar la Navidad emitiendo la
película El nombre de la rosa,
adaptación de la novela de Umberto Eco.
Ahora bien: tal como me confirmó el mismo Eco en una entrevista,
la novela quería ser un ajuste de cuentas con su pasado católico, una manera de
ex-presar mediante una sugestiva forma narrativa los «venenos» (palabras del
propio escritor) de la duda agnóstica y ateísta. Me dijo, entre otras cosas,
como una confesión abierta: «Éste es el germen del libro: hacía años que tenía
ganas de matar a un fraile...» Y añadió que la novela era una especie de
«manifiesto» de la «meditada apostasía» del catolicismo en su juventud.
Esta intención anticristiana, filtrada —en la página escrita—
por la habilidad artística de Eco, se convirtió en mera propaganda anticlerical
en su transcripción cinematográfica, cuyo resultado no convenció ni al mismo
escritor. Marco Tangheroni, buen conocedor de aquella época, profesor de
historia medieval en la Universidad de Pisa, escribió: «La descripción de la
Iglesia de la época que se hace en la película es completamente falsa. La
película acoge y lleva a sus extremos la antigua, engañosa visión de la Edad
Media, creada por odio anticatólico entre los siglos XVIII y XIX, para deformar
deliberadamente un período glorioso y luminoso de la historia de la humanidad.»
Ésta, pues, era la película que la televisión «católica»
holandesa proponía para «edificar» a sus espectadores en el día de Navidad. Frente
a las protestas obstinadas y públicas de mi lector —y de algún superviviente más
en el naufragio de una Iglesia que quería ser maestra de «modernidad» y ha
acabado en la catástrofe actual, entre otras cosas con la mitad de los niños
sin bautizar— se decidió aplazar la emisión del 25 al 29 de diciembre. Pero la
película se emitirá igualmente por la cadena «católica». El profesor italiano
me comenta que de todas formas no piensa renunciar a su batalla.
No querríamos desanimarlo revelándole que en el grupo de
empresas de radiotelevisión que aseguraron la producción de la película,
destacaba, como cabeza de lista, la Rete Uno de la RAI, el canal democristiano,
según el reparto político. Y revelándole, además, que la primera laurea honoris
causa que Eco recibió por El nombre de la rosa, le fue concedida por la
Universidad de Lovaina, que, por lengua e historia, tiene estrechos vínculos
con la cercana Holanda. La Universidad de Lovaina, por si alguien lo ha
olvidado, es una de las universidades «católicas» más antiguas y prestigiosas.
Por dos veces, en este siglo, el pueblo creyente de esos países se entregó con
sacrificio a su reconstrucción, después de la primera y la segunda guerra
mundiales. A veces, uno se pregunta si estos curas, profesores y notables saben
quiénes entre los católicos —y con qué fin— siguen asegurándoles (tal vez con
la pobre ofrenda de los fieles) pan, estatus social, poder...
Otra laurea llegó
para nuestro profesor Eco: la de la Universidad Jesuita americana. Y el Centro
Católico Cinematográfico Italiano dio juicio positivo a la película que mi
lector no quería ver en las pantallas «católicas» holandesas. Estamos con él.
Pero ¿no deberíamos sentirnos ridículos donquijotes luchando en semejantes
batallas?
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