Ernesto Palacio - Historia Argentina (fragmento)

IX. - CONFIGURACION DE LA REPUBLICA LIBERAL


Bajo las presidencias de Mitre y Sarmiento surge, de entre las ruinas de la vieja Confederación, la República Argentina actual, que adquiriría su fisonomía definitiva con la capitalización de Buenos Aires, en la presidencia siguiente.
Hablar de las ruinas de la Confederación no es, según lo hemos visto, una mera metáfora. En los veinte años transcurridos desde Caseros hasta el final de la presidencia de Sarmiento, apenas si ha cesado la guerra civil en todo el territorio, a la que se ha agregado una guerra fronteriza —la del Paraguay- larga y sangrienta, aparte de la permanente del indio. La resistencia del interior ha sido literalmente aplastada por una represión implacable y el establecimiento de proconsulados militares en las provincias vecinas. El pensamiento del grupo dominante consiste en impedir de cualquier modo el renacimiento del viejo espíritu de libertad.
Esa política se inspiraba en convicciones muy firmes. "Los americanos se distinguen por su amor a la ociosidad y por su incapacidad industrial —escribía Sarmiento—; ...con ellos la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal”. Y recomendaba, en carta a Mitre de 1861, que “no se economizara sangre de gauchos”, pues era “lo único que tenían de humano”. Alberdi, por su parte, proclamaba en todos los tonos la superioridad do cualquier “francés o inglés” —indiscriminadamente— sobre cualquier hombre de nuestros campos. Sobre el criollo, cuyas condiciones de laboriosidad, inteligencia y honorabilidad sorprendían, justamente por esos años, a los franceses e ingleses que nos visitaban, según lo atestiguan los escritos de Allan Campbell, Woodbine Parish, Charles Darwin y Martin de Moussy.
El desprecio por lo nacional se fundaba en el repudio de la tradición que le había dado origen. La “leyenda negra” antiespañola, de origen protestante y masónico, difundida por los hombres de la Independencia con fines polémicos, seguía integrando el ideario histórico de la generación organizadora.
Para los vencedores de Caseros, la civilización consistía esencialmente en las formas constitucionales y el comercio libre. “Cuando nuestros guerreros vuelvan de su larga y gloriosa campaña  (del Paraguay) a recibir la merecida ovación que el pueblo les consagre -decía Mitre en un discurso de 1869 - , podrá el comercio ver inscriptos en sus banderas los grandes principios que los apóstoles del libre cambio han proclamado para mayor gloria y felicidad de los hombres” . Esto implicaba la  confesión de               que – por lo menos en su intención – uno de los objetos de la guerra, y acaso el principal consistía en abrir los puertos de la             nación hermana a los beneficios del comercio inglés.
Era natural que ese repudio de lo nuestro, de lo tradicional de lo nacional, que caracterizó a la generación organizador- se reflejara en su obra. Nos organizaría, sin duda; pero con la forma, las modalidades y la mentalidad de una colonia del extranjero.
Es curioso que Sarmiento creyese de buena fe que aplicaba a su gobierno los principios en que se fundaba la grandeza norteamericana, cuando hacía precisamente todo lo contrario.
“Conciudadanos míos, os suplico que me creáis —escribía Washington en su llamado testamento político—: la vigilancia de una nación libre debe estar siempre despierta contra las artes insidiosas del influjo extranjero, pues la historia y la experiencia prueban que éste es uno de los enemigos más mortales del gobierno republicano”.
Pero cuando Rosas aplicaba, en defensa de la Confederación, la doctrina de Washington -que es simplemente la del patriotismo y el buen sentido – , los hombres de la generación organizadora le hacían la guerra, aliados a los invasores franceses que venían a abrir nuestros puertos a cañonazos. Cuando les tocó gobernar, se hallaban atados a los compromisos contraídos en esa camaradería de armas con Francia, Inglaterra y Brasil. No podían dejar de aplicar los principios por los que habían combatido contra su Patria.
Así, mientras los Estados Unidos, terminada la guerra de Secesión, se afirmaban orgullosamente en el culto nacional a los Forefathers y establecían, bajo el influjo de los republicanos triunfantes, una rigurosa protección aduanera para sus industrias nacientes, nuestra generación organizadora imponía aquí el desprecio por la tradición y el ser nacional, la sumisión inconsulta al extranjero y el librecambio desenfrenado, con las consecuencias que conocemos para ambos destinos.
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Es necesario que nos pongamos en guardia contra la tentación de sacar de estos hechos conclusiones morales aventuradas contra los hombres que, bien o mal, empeñaron su vida en la lucha por el progreso de la nación, tal como ellos lo concebían. No hubo en todo esto traición consciente. La ofuscación política e ideológica explica muchos errores. El romanticismo político había difundido por todo el mundo la pasión andante por la Libertad abstracta y era natural que, para sus cultores, la personalidad de Rosas en su aspecto de héroe nacional fuera eclipsada por la imagen del mítico Tirano retrógrado, al que era “acción santa” combatir hasta la muerte. Su derrota derrotaba sus principios y les daba validez eventual a los contrarios.
Por lo que hace a la actitud antitradicional, herencia de la generación anterior, no hay que olvidar que ella tenía su origen en la autodenigración de los “iluminados” de la época de Carlos III y que se explicaba por la evidente decadencia en que había caído España. No había en ésta nada de ejemplar y era natural que se buscase, en las culturas en ascenso, ejemplos y enseñanzas.
La instauración del comercio libre es explicable también. Mortal para el interior, era beneficioso para el puerto de Buenos Aires, o mejor dicho, a partir de la “libre navegación” de los ríos, para el litoral ganadero. Significaba la reproducción de la política rivadaviana, cuya acción "progresista había sido la nostalgia de la emigración, y se adecuaba a la imagen que del progreso se hacían los intelectuales urbanos de la época, consistente en la multiplicidad en el mercado de objetos europeos a precios razonables. El resultado significaba el triunfo de Buenos Aires sobre el interior, en el dilema que la especial configuración del país planteaba y cuya solución justa sólo había impuesto Rosas; o sea -traducido al lenguaje de los triunfadores- de la “civilización” sobre la “barbarie”.
Pero explicar la génesis de un error y la posibilidad moral de su adopción, no implica justificar ni menos glorificar la ceguera política, ni exaltar sus resultados. El triunfo decisivo del partido de los emigrados en la época crítica del progreso mundial fue para la patria una verdadera desdicha, pues su influencia nos configuraría mental, social y económicamente en la forma menos adecuada para alcanzar la grandeza a que nos predestinaban nuestros fundadores.
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Es necesario decir estas cosas – aunque signifique enconar viejas heridas – porque decirlas es la condición de nuestra salud: curación psicoanalítica para revelar el “trauma" oculto que nos tuerce el destino.         
¿Cómo pudo ocurrir ese fenómeno de la conquista de todo el país por una minoría audaz e impopular, aun en el mismo Buenos Aires. En primer término, por la destrucción de la única fuerza que podía oponérsele, que era el partido federal.
El partido federal no había sido solamente derrotado, sino que había sido traicionado por Urquiza, cuya acción en Caseros tomó como bandera los principios de sus adversarios. Despojado de su significado nacional y reducido al mero usufructo de situaciones, después de la adhesión oportunista de las provincias interiores al triunfador, quedó virtualmente disuelto y obligado a una resistencia pasiva en la que llevaba todas las de perder. El “urquicismo” circunstancial le vedaba invocar la única tradición de que podía enorgullecerse y que era realmente su título de gloria: la resistencia al extranjero. Se hallaba librado al arbitrio de un jefe que no tenía bandera que proponerle ni ánimo de lucha y que, en su fuero interno, lo repudiaba.
Naturalmente, el espíritu nacional no se entregaría sin lucha. Una violenta oposición se levantó en todo el país, que señalaba los males del régimen y la entrega de la nación a intereses extraños.
La verdadera “élite” intelectual a la que tocaría, en esta época desgraciada, defender la inteligencia y el honor nacionales estaba constituida por jóvenes de diversos orígenes políticos, aunque en su mayor parte de cepa federal, que advertían con zozobra y consternación los caminos por los que se conducía a la República.            
Si bien plegados al liberalismo ideológico, que  era el denominador común de la época y que les vedaba la apología régimen anterior a Caseros, esos jóvenes de la segunda generación romántica -iniciados en “La Reforma Pacífica” de Calvo y en la colaboración con el gobierno de Paraná los más – reaccionarían violentamente contra el espíritu entrenador del mitrismo y su  política pro-brasileña, con lo que asumían la herencia nacional de la Restauración. Todos ellos se opusieron a la guerra del Paraguay y a la brutal intervención militar en las provincias interiores, y sus campañas periodísticas les acarrearían prisioneros y destierros. Fueron, entre otros, Vicente G. Quesada, Carios Guido y Spano, Miguel Navarro Viola, José Hernández y Olegario V. Andrade.
El rosismo no había desaparecido, por cierto, sino que se había convertido en una especie de culto secreto, ya que su mención salvo para fulminarlo, estaba vedada por las dos banderías en que se hallaba dividida la opinión y que se acusaban mutuamente de "mazorqueros". Con la consecuencia inevitable y funesta de que fuesen también “tabú" sus enérgicas actitudes en defensa de la patria, calificadas de bárbara xenofobia, v loables las opuestas, de entrega. Solamente en la intimidad de los hogares se atrevían los federales fieles a recordar las glorias pasadas y a manifestar que ciertas cosas que estaban ocurriendo no habrían sido posibles en tiempos de “don Juan Manuel”.
En segundo término, el triunfo hubo de consolidarse por la propaganda, alimentada por los cuantiosos recursos de Buenos Aíres.
Nunca se ponderará suficientemente la circunstancia de que la generación organizadora estuviese constituida por hombres de letras: causa de su perdurable prestigio entre quienes confunden un florecimiento literario realmente auspicioso con análogo fenómeno en política. Los causantes de nuestra desgracia fueron escritores -algunos de real talento, como Sarmiento, Alberdi v López; otros de mediano talento compensado con una tremenda laboriosidad, como Mitre-; es decir, gente capaz de defender sus principios con elocuencia y adornarlos con una mitología seductora. Esa circunstancia contribuye de manera especial a su gloria, ayudada por sus colegas que son quienes la otorgan. La verdad es que los escritores al actuar en política, suelen degenerar en ideólogos apartados de la realidad, a la que pretenden aplicar la exageración de sus principios, lo cual resulta funesto    cuando esos principios son radicalmente falsos. No se apartaron de esta regla Sarmiento y Mitre. Pero defendieron sus errores por la pluma con tanto calor y con tanta insistencia que impresionarían la mente nacional, logrando imponerlos como aciertos por el espacio de dos generaciones.
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Tampoco faltó, entre los mayores, quien advirtiera las consecuencias funestas de la política librecambista. Ya hemos visto antes la opinión de López a este respecto. Agregaremos que se opuso a las concesiones ferrocarrileras a empresas foráneas. En 1873 concretaba la situación a que esa política nos reducía en los siguientes términos: “¿Qué somos ahora? No somos sino agentes serviles, y pagados a módico precio, de las plazas extranjeras”.
La oposición se agruparía políticamente en las filas del partido autonomista, fundado por Adolfo Alsina. Aunque rama del viejo tronco liberal, este partido, con la adhesión de los opositores al mitrismo, se impregnó de "vivencias” federales que lo llevarían a reaccionar, en cada caso, en forma contradictoria con aquél, verdadero sucesor del espíritu rivadaviano y unitario. El mitrismo era proclive a la simpatía por la monarquía "ilustrada”, amigo del Brasil y de los extranjeros, favorable a las empresas coloniales como el imperio de Maximiliano, europeísta, antipopular, antiamericano y oligárquico. El liberalismo autonomista asumía tintes democráticos y jacobinos: simpatizaba con la insurrección popular y las barricadas, desconfiaba del extranjero y asumía la defensa de los criollos pobres. En su seno se caracterizaba un ala de cepa netamente federal y popular, que proponía desde el comienzo reformas concretas, como la abolición del servicio de fronteras para los paisanos de la campaña y la necesidad de “promover las industrias, que... emanciparán (a la nación) del dominio económico del extranjero, arrancándola de la postración en que ha caído”; y propiciaba, como instrumento para obtenerlas, el sufragio popular. Esta ala, núcleo del futuro radicalismo, tenía como caudillo al joven Leandro N. Alem.
 El carácter esencialmente “porteño” del partido de Alsina le impidió, no obstante, oponerse con eficacia al proceso que caracterizó a las presidencias de Mitre y Sarmiento y que consistió esencialmente en el sometimiento del interior a los intereses de Buenos Aires, en nombre de la civilización. Lo que sólo fue posible por la calumnia sistemática de la capacidad criolla para el trabajo y la industria y por el aplastamiento de la rebelión de las provincias, gracias a las armas de precisión de último modelo, compradas a las fábricas europeas  con el producto de los primeros empréstitos en Londres.
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¿Cuáles serían las consecuencias del triunfo “porteño”? La transformación del país, y no sólo en su fisonomía política, social y económica, sino en su alma misma. No, por cierto, para su bien.
La derrota del interior trae aparejados su sometimiento y su ruina. Provincias ricas se convierten en provincias miserables; y las que conservan su riqueza industrial – azúcar, vino – deben pagarla con la sumisión política. Muere el espíritu federalista. Las clases dirigentes del interior, que constituyen un verdadero patriciado (la “antigua nobleza” de que hablaba Régulo Martínez), pierden su influjo ante la aparición de un politiquerismo venal sostenido por los hombres de Buenos Aires, que necesitan el control de las “situaciones” para sus mayorías parlamentarias. Heredero directo de los conquistadores y los fundadores, ese patriciado que ha dado también de sí a los libertadores y los caudillos y cuya influencia moral ha conformado a las poblaciones en el culto de los valores fundamentales, desaparece como tal, vilipendiado en sus principios y arruinado en sus bienes. Y con él, un elemento de orden y de virtud. Con lo cual, los “pueblos” privados de sus jefes naturales, se ven reducidos a plebe indiscriminada y explotable. Los principios del día repudian la herencia de la conquista (nuestra única herencia cultural) y a sus representantes legítimos. Mientras los descendientes de los conquistadores tienen como último destino el de emigrar a Buenos Aires, a aumentar la masa de los aspirantes a empleos, asumen el mando vacante los politiqueros advenedizos sumisos al poder central, generalmente abogadillos a sueldo del comercio usurario, cuyo auge comienza.
Lo cierto es que las virtudes que esa población criolla podía invocar va no están de moda. Más aún, son violentamente repudiadas. El apego a la tradición y a la tierra, la defensa celosa de la libertad se califican de “barbarie”, y de “bandidos” a los héroes que arriesgan su vida por ella, para quienes no hay cuartel. Ya Alberdi ha escrito que no necesitamos héroes y que las virtudes militares son un anacronismo. El héroe del día es el “civilizador”. A un general que llega del campo de batalla le dice Sarmiento: “Voy a reemplazarlo a Ud. por Wheelwright”.

Sarmiento ha dicho que la civilización se cifra en estos términos: población, comercio, riqueza. (Los elementos espirituales no cuentan, al parecer). Es la fórmula de Buenos Aires y los tres términos dependen del extranjero. A favor del libre comercio de exportación se enriquece la clase terrateniente porteña, dependiente del mercado inglés, con campos que se valorizan rápidamente, gracias al aumento de la población, el alambrado y los ferrocarriles. La fisonomía economía del país adquiere sus perfiles precisos muy pronto conformada en la alianza de esa clase dirigente con sus compradores habituales. Los estancieros de Buenos Aires, que han sido rivadavianos y rosistas, se hacen mitristas en su mayor parte y creen haber llegado a la fórmula de la perfección. Mientras los ingleses, comen sus “churrascos”, ellos se surten de levitas en Londres. Ser inglés es muy “chic” . Surge por entonces y se difunde la curiosa idea de que ser inglés es ser "distinguido”, por lo cual el último patán Smith de los suburbios comerciales de Liverpool, llegado acá como gerente de frigorífico, puede optar a la mano de la más orgullosa aristócrata porteña. Aunque ésta suela por lo común ser nieta de un pulpero enriquecido, ello no ocurre con ningún pretendiente español, ni italiano, aunque sea noble. ¡Prestigio del Imperio!
La mentalidad del país ha de conformarse muy pronto a los intereses de su clase dominante, constituida alrededor del connubio de la Sociedad Rural con el comercio británico de importación y exportación, cuyo dominio se simboliza en las líneas del ferrocarril inglés, que se extiende por todo el territorio como una garra, articulada en Buenos Aires pero manejada desde Londres.
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Como la clase dominante es tributaria, impone al país una mentalidad colonial. Sobre la destrucción del viejo patriciado se alza una burguesía comercial carente de virtudes nobles, que comunicaría su estilo a la política, a la enseñanza y a las costumbres.
La definición política del régimen en el orden externo será el Pacifismo elevado al rango de religión nacional. Se establece como dogma la carencia de problemas de fronteras en nuestro país y la decisión, en caso de existir, de resolverlos por arbitraje. Se borra de la enseñanza de la historia todo recuerdo de guerras externas, salvo la de la Independencia; y en cuanto a las invasiones inglesas, se deja bien sentado que Inglaterra nos ha hecho el servicio de enviarnos a la libertad, así como había tratado de libertarnos por segunda vez combatiendo a Rosas. ¿Y el Brasil? Sólo merece nuestra gratitud por habernos ayudado desinteresadamente a derrocar al “tirano” en Caseros.
Sin problemas internacionales, nuestra única preocupación debía ser el fomento de nuestra riqueza. ¿Cómo? Criando vacas y sembrando trigo, a fin de merecer el honroso destino de “granja de Inglaterra” mientras no llegásemos al ideal de “granero del mundo”. No teníamos, desde luego, ninguna aptitud industrial, ni había para qué. Carecíamos afortunadamente de combustibles y metales cuya posesión pudiera perturbamos en el cumplimiento de nuestro destino seguro. En cambio, ¡poseíamos pasto en abundancia!
La inmigración nos traería los brazos necesarios para levantar las cosechas: mano de obra abundante y barata.
Con las vacas criollas y el comercio inglés, todos nuestros problemas estaban resueltos. Los miembros de la clase dirigente, que sobrasen en las tareas de la administración rural, tendrían un derivativo para su actividad en los puestos rentados de las empresas británicas que se reservaban para los criollos. La situación de abogado de esas empresas sería la más codiciada de todas y la que conferiría mayor prestigio social: llave segura para obtener matrimonios encumbrados y éxito político, noviciado indispensable para llegar incluso a la presidencia de la República.
Las profesiones tradicionales de la nobleza: la milicia y el clero, consideradas definitivamente anacrónicas, perderían todo su prestigio y su ejercicio acarrearía una visible disminución social. El ejército estaba bien para el pariente provinciano a quien se recibía a escondidas, o para el hijo del almacenero: la entrada a él excluía toda idea de gloria en un país pacifista. En cuanto al clero, la oligarquía liberal lo abandonaba a los críos de la inmigración puesto que la religión era cosa para las mujeres y para la plebe.
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 ¿A quién seguir? Todos recordamos el espíritu vigente en nuestro país hasta hace muy poco y los principios de la doctrina nacional de la República liberal configurada en las presidencias decisivas de Mitre y de Sarmiento, doctrina que se impuso en la enseñanza y en la prensa de manera definitiva.
Reducido el ideal nacional a la civilización y la riqueza, se honraría como benefactores a los próceres de la factoría en ciernes. Rivadavia sería proclamado “el primer hombre civil” de la República. Pronto lo seguirían Sarmiento y Mitre en los altares propuestos a la veneración popular. Es decir, que el partido unitario, el de los emigrados, al que don Vicente López y Planes acusaba de contrarrevolucionario, se erigía en paradigma de la virtud cívica, excluyendo violentamente a los auténticos campeones de nuestra independencia independencia y nuestro honor. Para lo cual fue necesario trastornar completamente los conceptos morales y declarar que el principal título de gloria para los gobernantes consistía en fundar escuelas. Y desde luego, en haber “combatido la tiranía”. Mientras se callaban —o se vilipendiaban— los nombres de los héroes de Martín García y la Vuelta de Obligado, nuestras plazas se poblaban con la efigie de los militares de guerra civil que habían luchado contra la patria aliados al francés invasor, expuestas así —junto con las de Canning y Garibaldi— a la admiración de las nuevas generaciones.
Este había sido —se decía— el precio del orden constitucional. Pero la verdad es que la población criolla no sentía los beneficios de ese orden, cuyo sistema de declaraciones, derecho y garantías sólo era válido para el extranjero, mientras que aquélla estaba librada a la arbitrariedad de los comisarios y jueces de campaña nombrados para someterla y despojarla. No había garantías ni derechos contra las levas para el servicio de fronteras, ni consideración personal para el desposeído. “Reclamamos para nosotros los americanos, dueños y señores de estas tierras —expresaba una memoria de habitantes de la campaña elevada a la Legislatura de Buenos Aires en 1851-, una parte de los goces sociales que nuestras leyes conceden a los extranjeros que   vienen a poblar en medio de nosotros". El "Martín Fierro” de Hernández publicado en 1872, no es más que el eco de este clamor general que se levanta después de Caseros: su rápida difusión por la campana demostró que respondía a causas reales y profundas.
El inmigrante extranjero empezaba a llegar, mientras tanto, en sucesivas oleadas, lento y tenaz: medio millón, aproximadamente, entre las presidencias de Sarmiento y Avellaneda. Salvo los que venían especialmente contratados para las colonias agrícolas, no irían al campo por lo general. Las tierras próximas a los centros poblados alcanzaban precios exorbitantes y estaban acaparados por los grandes productores ganaderos, quienes no querían poblarlas de gente, sino de vacas. El camino corriente del inmigrante tesonero consistió en alquilar su trabajo como peón o dependiente hasta hacerse un pequeño capital para establecer comercio, en el que generalmente prosperaba. El comercio urbano y el de campaña cayó muy pronto en manos de activos gallegos o italianos, cuya facilidad de adaptación los llevó a comprender rápidamente las facilidades que el régimen les proporcionaba, en competencia ventajosa con el nativo, cuya incapacidad proclamaban los hombres de Buenos Aires como dogma oficial.
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El proceso que hemos expuestos y que consiste en síntesis en la sojuzgación definitiva del interior por Buenos Aires ofrece una singular analogía con lo ocurrido en los Estados Unidos después de la guerra de Secesión. Allá también el triunfo de un partido significó la aniquilación del adversario. El Sud vencido fue despojado de su vieja “gentry” que le proporcionaba sus jefes naturales, con lo cual desapareció definitivamente como influencia política y debió someterse a la ley del vencedor.
Pero con una diferencia fundamental, que es la siguiente: mientras en Estados Unidos el partido triunfador era el partido realmente nacional, el que mejor representaba la tradición y los intereses de la colectividad norteamericana, entre nosotros ocurría exactamente lo contrario y era el partido antinacional el que vencía. El aplastamiento del federalismo en sus últimos reductos significaba aquí la derrota de la Independencia y de la grandeza, por los representantes del espíritu colonial y contrarrevolucionario.
Desde entonces, la lucha política se centra en Buenos Aires. Y éste es el sentido del proceso que se produce bajo la presidencia de Avellaneda. Despojados los provincianos de su personalidad de la capital histórica, apoyados en uno de los dos partidos en que se divide la opinión porteña: por curiosa paradoja, el más celoso de la integridad provincial y que había hecho de ella su bandera de lucha.


Fuente: Palacio, Ernesto: Historia de la Argentina (1835-1943), A. Peña Lillo editores, Tomo II, Bs.As., 1965, p.p. 228-238


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