Las libertades del liberalismo
El
liberalismo es el descubrimiento del individuo. Al bien de todos por medio de
la organización, aquel sustituyó, como fin de la sociedad, el bien de cada uno
por medio de una desorganización general. Basado en un principio verdadero (el
de que la salvación del alma es, en definitiva, lo único que importa), el
liberalismo creyó superar a la doctrina política tradicional, que sólo exigía
al Estado favorecer la obra de la Iglesia, asignando al primero un fin
religioso y suprimiendo la segunda. Su infatuación de haber establecido el
régimen de gobierno más racional está justificada en teoría: el Estado liberal
es teocrático; pero en la práctica no, porque se trata de una teocracia sin
Dios. O mejor dicho, es una agrupación de pequeñas teocracias, desde que cada
individuo es un diosecillo. No es extraño pues que la anarquía del Olimpo haya
sucedido a la armonía de nuestro cielo católico. Los dioses más débiles siempre
fueron los más belicosos, y la individuo-maquia contemporánea no es sino un
conflicto de pasiones divinas. Lo que falta saber es si al endiosarlo el
liberalismo ha libertado al individuo.
Por lo
pronto, la libertad de pensamiento, objetivo primordial de los paladines
liberales, no ha dado los resultados que de ella se esperaban. Innecesaria para
la operación misma del pensar, que no puede sustraerse a las leyes del
espíritu, y para la comunicación, porque no hay fuerza humana capaz de suprimir
un concepto verdadero, no ha servido más que liberar a las inteligencias
perezosas del sometimiento al objeto y dejar a los pobres de espíritu, sin el
apoyo de una tutelar autoridad suprema, a merced de irresponsables pontífices.
Nuevos símbolos se han sustituído a los antiguos, que servían para guiar con
imágenes y no con razones a esos niños que son los hombres: el compás y el
triángulo a la cruz, la urna a la corona, la hoz y el martillo a la espada y la
balanza, sin que la humanidad haya ganado con el cambio. Resultado directo de
la libertad de pensamiento es la decadencia de todas las disciplinas
relacionadas con esa función del espíritu. La información de segunda mano, la
erudición de enciclopedia, la miseria lógica, el mal gusto, el rebajamiento
general de la cultura son efectos de la gran aspiración liberal a que cada uno
pueda pensar lo que quiera, no lo que debe pensar.
La libertad
de prensa, corolario inmediato de la anterior, es todavía más ilusoria. Para pensar
aún en aquel régimen de licencia mental, basta una inteligencia recta, que se
sobreponga a la influencia nociva de los malos ejemplos. Pero imprimir nuestro
pensamiento no siempre depende de nosotros. Los ingentes capitales que requiere
hoy día el establecimiento de una empresa editorial ponen fuera del simple
arbitrio individual la comunicación del pensamiento a los demás por medio de
prensa. Las grandes sociedades anónimas que se dedican al negocio periodístico
ejercen un monopolio de hecho mucho más oprimente de lo que podría serlo el del
Estado. Por malo que sea, éste representará siempre un interés menos particular
que los intereses representados por aquellas. DE modo que la censura legal nunca
podría ser tan perniciosa como la censura ilegal de los directores de diarios.
Ésta opera a menudo en beneficio de intereses culpables y delictuosos, y en
contra del interés general. La famosa libertad de la prensa no es en general
sino la libertad de los canallas y las esclavitud del individuo que el Estado
no tiene cómo defender. El veneno intelectual administrado a las masas por la
prensa periódica es uno de los mayores elementos de descomposición que hoy
trabajan a los pueblos. Los alumnos de la escuela liberal no tienen cómo
controlar los errores y las mentiras de los corruptores del espíritu público
emboscados detrás del anónimo periodístico.
Porque la
escuela liberal, instrumento básico de la ilustración del individuo,
hipnotizada por el Dios de las escuelas tradicionales, quiere libertar a aquel
de esa creencia opresiva, sin inculcarle ninguna convicción fundamental. Y lo
deja sin defensa contra los vientos de opinión que soplan de todos lados,
llevando en suspensión los peores gérmenes de muerte. Los individuos así
liberados del yugo de la verdad y de la moral se vuelven esclavos de sus
instintos. Y de este yugo del mal sí que no pueden salvarse, porque como no hay
libertad contra la libertad, la escuela liberal tiende a suprimir la
competencia de instituciones similares que estén al servicio de una creencia
positiva. Es laica, gratuita y obligatoria. Libertad respecto de Dios, sujeción
al diablo.
La gran
conquista del liberalismo (la libertad de cultos), como todas las suyas, tiene
a su reverso, cuya fealdad no está compensada por la traza del anverso.
Movimiento de oposición al catolicismo, consecuencia directa de la Reforma, la
libertad de cultos favorece a ésta, perjudicando a aquel. Esta tendencia se ve
en la ojeriza con que el liberalismo mira las órdenes religiosas. Como toda
enajenación de la personalidad le parece contraria a la dignidad humana, el
voto monástico repugna al liberalismo; éste ha hecho campañas famosas contra el
monarquismo. En cambio aplaude las huestes de catequistas que los protestantes
disfrazan de gimnastas. La absoluta libertad de cultos no se ha hecho para el
catolicismo sino para las sectas.
La libertad
de trabajo se estableció para salvar al individuo de la tiranía de las antiguas
corporaciones. La dirección de éstas padecía de abusos como todas las
instituciones. Pero sin duda los peores inconvenientes del sistema residían en
lo que hacía su virtud: la necesidad del aprendizaje para los principiantes, la
diferencia de retribución según la capacidad de los obreros, la regulación de
la producción y la vigilancia ejercida sobre el comercio. Los beneficios
resultantes de la competencia del obrero, la justicia de la producción al
consumo y la moderación del provecho no compensan a los ojos del liberalismo lo
que sufría un individuo aislado, por su propia incapacidad u holgazanería. Que
cada obrero haga pues lo que se le antoje y las cosas se arreglarán solas, fue
su voz de orden. El juego de la oferta y la demanda eliminaría a los
incompetentes en beneficio de los competentes, determinaría el monto del salario,
proporcionaría la producción a las necesidades del consumo. Esta hermosa
quimera se disipó como humo al viento de la revolución industrial que dio
origen a la formación de los grandes capitales modernos. Cuando el patrono
industrial fue un multimillonario que podía elegir entre 10.000 obreros, dice
Maurras, “la libertad económica llegó,
por rápida deducción a la célebre libertad de morirse de hambre”. Y la de
producir a voluntad, a la de quedarse sin mercado.
El libre
cambio, como las otras libertades del liberalismo, libera al individuo de
trabas impuestas por la autoridad que lo beneficia, haciendo el bien de la
comunidad, para esclavizarlo bajo la dominación de los grandes monopolios de
hecho; dominación verdaderamente tiránica porque sólo es provechosa para el que
la ejerce, no para los que están sometidos a ella. En el orden internacional,
el librecambio significa para los países sin capitales propios y de producción
unilateral la imposibilidad de completar el régimen de la economía nacional
creando las industrias que no poseen; y en la mayoría de los casos, hasta el
enfeudamiento al capital extranjero. De manera que el individuo emancipado por
el liberalismo sólo trabaja en provecho ajeno. Ni siquiera lo hace en provecho
de un compatriota, sino de un extranjero.
Y ésta es la
peor de las esclavitudes.
Otra de las
cadenas que en los tiempos oscuros oprimían al individuo era la familia.
Destruir ésta era libertar a aquel. Para ello, nada mejor que el código
napoleónico, que el liberalismo ha “predicado” y “establecido” con el mismo fin
que su autor. Napoleón quería destruir las casas nobles que podían hacerle
oposición y crear otras que, dependiendo exclusivamente de una renta que él les
otorgaba, estarían interesadas en la consolidación de su poder. (11) El liberalismo persigue a la
familia, para favorecer al individuo. Pero el beneficio recibido por éste es
menos seguro que el perjuicio sufrido por ambos. El impuesto a las sucesiones
empobrece a la una sin enriquecer al otro. El reparto igual tiene la virtud de
despertar más odios de familia que los conocidos por el mayorazgo, y provoca
una división mayor en lo moral que en lo material, lo que es mucho decir. Los
menores quedan a merced de avenegras o tutores que operan en perfecta impunidad
frente a una familia disuelta, y los mayores sin suerte, al perder su parte,
quedan sin probabilidad de rehacer su fortuna con ayuda de sus coherederos. Si
el jefe de familia no ha sabido evitar los efectos perniciosos de la expectación
de la herencia, en vez de un zángano el reparto igual produce varios. Las
fortunas grandes no tienen voluntad de servir desinteresadamente a un Estado
enemigo que las acecha en la encrucijada de un velorio para echárseles encima;
las medianas son empobrecidas, con desmedro de la calidad; las pequeñas,
pulverizadas con peligro para la vida. Hay individuos que se quedan en la calle
porque la casa paterna, único bien familiar, debe ser vendida para facilitar el
trámite sucesorio. El ciudadano expósito que muere célibe para quien, según
Renán, se ha hecho el código napoleónico, es libre de toda traba doméstica,
pero su libertad viene a ser la de morirse en la calle.
La libertad
política es garantía de las otras libertades del individuo. El mínimum de
gobierno es condición indispensable del máximum de libertad individual. Para
evitar todo riesgo de despotismo hay que debilitar el Estado. Y se lo debilita
de tal modo que se le hace imposible la tarea esencial de asegurar el orden de
la calle. Y al despotismo probable del Estado se sustituye el despotismo seguro
de ladrones, asesinos y matones de toda laya.
Pero la
libertad política no es completa para el liberalismo, si no se confunde con la
soberanía. Todo gobierno que no surja de la voluntad individual es atentatorio
a la dignidad humana. El individuo es pues declarado rey. Pero como no está
sólo en el mundo, tiene que compartir su soberanía con los otros miembros de la
sociedad a que pertenece. No pudiendo ser todos a la vez gobernantes y
gobernados, el poder se constituye por medio de un cómputo de las voluntades
particulares cuya agregación forma la voluntad general. Ahora bien, el poder así
constituído ejerce la soberanía más absoluta, la del que se gobierna a sí
mismo. Pero como esta identidad de soberano y súbdito es ficticia, por lo menos
en los individuos que no forman la mayoría, lo que para unos es libertad, es
despotismo para los otros. Y si en derecho no hay apelación contra las
decisiones de la voluntad general, en el hecho no hay quien defienda de su
arbitrariedad al ciudadano liberal. Privado de instituciones que pesaban sobre
él más para protegerlo que para oprimirlo, se encuentra solo frente a un Estado
que por la necesidad de vivir le quita con una mano las libertades que le había
dado con la otra. La esclavitud del individuo es así una consecuencia lógica
aunque inesperada del liberalismo.
(11) Propósito abiertamente confesado en una carta a
su hermano José, rey de Nápoles, aconsejándole establecer el Código Civil, en Correspondance de Napoleón I, Tomo XII, págs..
432, 433.
LA NUEVA
REPÚBLICA, Buenos Aires, N° 78, 10 de Enero de 1931
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