Julio Irazusta - Las libertades del liberalismo

Las libertades del liberalismo

El liberalismo es el descubrimiento del individuo. Al bien de todos por medio de la organización, aquel sustituyó, como fin de la sociedad, el bien de cada uno por medio de una desorganización general. Basado en un principio verdadero (el de que la salvación del alma es, en definitiva, lo único que importa), el liberalismo creyó superar a la doctrina política tradicional, que sólo exigía al Estado favorecer la obra de la Iglesia, asignando al primero un fin religioso y suprimiendo la segunda. Su infatuación de haber establecido el régimen de gobierno más racional está justificada en teoría: el Estado liberal es teocrático; pero en la práctica no, porque se trata de una teocracia sin Dios. O mejor dicho, es una agrupación de pequeñas teocracias, desde que cada individuo es un diosecillo. No es extraño pues que la anarquía del Olimpo haya sucedido a la armonía de nuestro cielo católico. Los dioses más débiles siempre fueron los más belicosos, y la individuo-maquia contemporánea no es sino un conflicto de pasiones divinas. Lo que falta saber es si al endiosarlo el liberalismo ha libertado al individuo.
Por lo pronto, la libertad de pensamiento, objetivo primordial de los paladines liberales, no ha dado los resultados que de ella se esperaban. Innecesaria para la operación misma del pensar, que no puede sustraerse a las leyes del espíritu, y para la comunicación, porque no hay fuerza humana capaz de suprimir un concepto verdadero, no ha servido más que liberar a las inteligencias perezosas del sometimiento al objeto y dejar a los pobres de espíritu, sin el apoyo de una tutelar autoridad suprema, a merced de irresponsables pontífices. Nuevos símbolos se han sustituído a los antiguos, que servían para guiar con imágenes y no con razones a esos niños que son los hombres: el compás y el triángulo a la cruz, la urna a la corona, la hoz y el martillo a la espada y la balanza, sin que la humanidad haya ganado con el cambio. Resultado directo de la libertad de pensamiento es la decadencia de todas las disciplinas relacionadas con esa función del espíritu. La información de segunda mano, la erudición de enciclopedia, la miseria lógica, el mal gusto, el rebajamiento general de la cultura son efectos de la gran aspiración liberal a que cada uno pueda pensar lo que quiera, no lo que debe pensar.
La libertad de prensa, corolario inmediato de la anterior, es todavía más ilusoria. Para pensar aún en aquel régimen de licencia mental, basta una inteligencia recta, que se sobreponga a la influencia nociva de los malos ejemplos. Pero imprimir nuestro pensamiento no siempre depende de nosotros. Los ingentes capitales que requiere hoy día el establecimiento de una empresa editorial ponen fuera del simple arbitrio individual la comunicación del pensamiento a los demás por medio de prensa. Las grandes sociedades anónimas que se dedican al negocio periodístico ejercen un monopolio de hecho mucho más oprimente de lo que podría serlo el del Estado. Por malo que sea, éste representará siempre un interés menos particular que los intereses representados por aquellas. DE modo que la censura legal nunca podría ser tan perniciosa como la censura ilegal de los directores de diarios. Ésta opera a menudo en beneficio de intereses culpables y delictuosos, y en contra del interés general. La famosa libertad de la prensa no es en general sino la libertad de los canallas y las esclavitud del individuo que el Estado no tiene cómo defender. El veneno intelectual administrado a las masas por la prensa periódica es uno de los mayores elementos de descomposición que hoy trabajan a los pueblos. Los alumnos de la escuela liberal no tienen cómo controlar los errores y las mentiras de los corruptores del espíritu público emboscados detrás del anónimo periodístico.
Porque la escuela liberal, instrumento básico de la ilustración del individuo, hipnotizada por el Dios de las escuelas tradicionales, quiere libertar a aquel de esa creencia opresiva, sin inculcarle ninguna convicción fundamental. Y lo deja sin defensa contra los vientos de opinión que soplan de todos lados, llevando en suspensión los peores gérmenes de muerte. Los individuos así liberados del yugo de la verdad y de la moral se vuelven esclavos de sus instintos. Y de este yugo del mal sí que no pueden salvarse, porque como no hay libertad contra la libertad, la escuela liberal tiende a suprimir la competencia de instituciones similares que estén al servicio de una creencia positiva. Es laica, gratuita y obligatoria. Libertad respecto de Dios, sujeción al diablo.
La gran conquista del liberalismo (la libertad de cultos), como todas las suyas, tiene a su reverso, cuya fealdad no está compensada por la traza del anverso. Movimiento de oposición al catolicismo, consecuencia directa de la Reforma, la libertad de cultos favorece a ésta, perjudicando a aquel. Esta tendencia se ve en la ojeriza con que el liberalismo mira las órdenes religiosas. Como toda enajenación de la personalidad le parece contraria a la dignidad humana, el voto monástico repugna al liberalismo; éste ha hecho campañas famosas contra el monarquismo. En cambio aplaude las huestes de catequistas que los protestantes disfrazan de gimnastas. La absoluta libertad de cultos no se ha hecho para el catolicismo sino para las sectas.
La libertad de trabajo se estableció para salvar al individuo de la tiranía de las antiguas corporaciones. La dirección de éstas padecía de abusos como todas las instituciones. Pero sin duda los peores inconvenientes del sistema residían en lo que hacía su virtud: la necesidad del aprendizaje para los principiantes, la diferencia de retribución según la capacidad de los obreros, la regulación de la producción y la vigilancia ejercida sobre el comercio. Los beneficios resultantes de la competencia del obrero, la justicia de la producción al consumo y la moderación del provecho no compensan a los ojos del liberalismo lo que sufría un individuo aislado, por su propia incapacidad u holgazanería. Que cada obrero haga pues lo que se le antoje y las cosas se arreglarán solas, fue su voz de orden. El juego de la oferta y la demanda eliminaría a los incompetentes en beneficio de los competentes, determinaría el monto del salario, proporcionaría la producción a las necesidades del consumo. Esta hermosa quimera se disipó como humo al viento de la revolución industrial que dio origen a la formación de los grandes capitales modernos. Cuando el patrono industrial fue un multimillonario que podía elegir entre 10.000 obreros, dice Maurras, “la libertad económica llegó, por rápida deducción a la célebre libertad de morirse de hambre”. Y la de producir a voluntad, a la de quedarse sin mercado.
El libre cambio, como las otras libertades del liberalismo, libera al individuo de trabas impuestas por la autoridad que lo beneficia, haciendo el bien de la comunidad, para esclavizarlo bajo la dominación de los grandes monopolios de hecho; dominación verdaderamente tiránica porque sólo es provechosa para el que la ejerce, no para los que están sometidos a ella. En el orden internacional, el librecambio significa para los países sin capitales propios y de producción unilateral la imposibilidad de completar el régimen de la economía nacional creando las industrias que no poseen; y en la mayoría de los casos, hasta el enfeudamiento al capital extranjero. De manera que el individuo emancipado por el liberalismo sólo trabaja en provecho ajeno. Ni siquiera lo hace en provecho de un compatriota, sino de un extranjero.
Y ésta es la peor de las esclavitudes.
Otra de las cadenas que en los tiempos oscuros oprimían al individuo era la familia. Destruir ésta era libertar a aquel. Para ello, nada mejor que el código napoleónico, que el liberalismo ha “predicado” y “establecido” con el mismo fin que su autor. Napoleón quería destruir las casas nobles que podían hacerle oposición y crear otras que, dependiendo exclusivamente de una renta que él les otorgaba, estarían interesadas en la consolidación de su poder. (11) El liberalismo persigue a la familia, para favorecer al individuo. Pero el beneficio recibido por éste es menos seguro que el perjuicio sufrido por ambos. El impuesto a las sucesiones empobrece a la una sin enriquecer al otro. El reparto igual tiene la virtud de despertar más odios de familia que los conocidos por el mayorazgo, y provoca una división mayor en lo moral que en lo material, lo que es mucho decir. Los menores quedan a merced de avenegras o tutores que operan en perfecta impunidad frente a una familia disuelta, y los mayores sin suerte, al perder su parte, quedan sin probabilidad de rehacer su fortuna con ayuda de sus coherederos. Si el jefe de familia no ha sabido evitar los efectos perniciosos de la expectación de la herencia, en vez de un zángano el reparto igual produce varios. Las fortunas grandes no tienen voluntad de servir desinteresadamente a un Estado enemigo que las acecha en la encrucijada de un velorio para echárseles encima; las medianas son empobrecidas, con desmedro de la calidad; las pequeñas, pulverizadas con peligro para la vida. Hay individuos que se quedan en la calle porque la casa paterna, único bien familiar, debe ser vendida para facilitar el trámite sucesorio. El ciudadano expósito que muere célibe para quien, según Renán, se ha hecho el código napoleónico, es libre de toda traba doméstica, pero su libertad viene a ser la de morirse en la calle.
La libertad política es garantía de las otras libertades del individuo. El mínimum de gobierno es condición indispensable del máximum de libertad individual. Para evitar todo riesgo de despotismo hay que debilitar el Estado. Y se lo debilita de tal modo que se le hace imposible la tarea esencial de asegurar el orden de la calle. Y al despotismo probable del Estado se sustituye el despotismo seguro de ladrones, asesinos y matones de toda laya.
Pero la libertad política no es completa para el liberalismo, si no se confunde con la soberanía. Todo gobierno que no surja de la voluntad individual es atentatorio a la dignidad humana. El individuo es pues declarado rey. Pero como no está sólo en el mundo, tiene que compartir su soberanía con los otros miembros de la sociedad a que pertenece. No pudiendo ser todos a la vez gobernantes y gobernados, el poder se constituye por medio de un cómputo de las voluntades particulares cuya agregación forma la voluntad general. Ahora bien, el poder así constituído ejerce la soberanía más absoluta, la del que se gobierna a sí mismo. Pero como esta identidad de soberano y súbdito es ficticia, por lo menos en los individuos que no forman la mayoría, lo que para unos es libertad, es despotismo para los otros. Y si en derecho no hay apelación contra las decisiones de la voluntad general, en el hecho no hay quien defienda de su arbitrariedad al ciudadano liberal. Privado de instituciones que pesaban sobre él más para protegerlo que para oprimirlo, se encuentra solo frente a un Estado que por la necesidad de vivir le quita con una mano las libertades que le había dado con la otra. La esclavitud del individuo es así una consecuencia lógica aunque inesperada del liberalismo.
(11) Propósito abiertamente confesado en una carta a su hermano José, rey de Nápoles, aconsejándole establecer el Código Civil, en Correspondance de Napoleón I, Tomo XII, págs.. 432, 433.

LA NUEVA REPÚBLICA, Buenos Aires, N° 78, 10 de Enero de 1931

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