Manuel Gálvez - Lo que es la novela

Capítulo II: Lo que es la novela


Reducidas nuestras exigencias a lo mínimo, la novela es un relato de mediana o mucha extensión en el que se narran ciertos hechos, organizados en vista de un final y en el que aparecen personajes que dialogan y reflexio­nan y entre algunos de los cuales sucede algo. Esta definición coincide bastante con la del diccionario de la Academia Española.
Pero estas definiciones no abarcan todo lo que lleva el nombre de novela. Frédéric Lefévre ha escrito: “Cuando se quiere calificar como novelista a un autor francés contemporáneo, se experimenta, casi siempre, una cierta duda. Uno se pregunta si el término de ensayista o de cuentista le convendría más. En el fondo de nosotros persiste la vieja convicción de que una nove­la es, ante todo, una construcción rica y compleja, de varios planos, en la que muchos personajes manifies­tan sus posibilidades diversas, y a veces contradictorias, en el marco de la familia, del oficio, de la sociedad.'
En Francia, y en el mundo entero, se han publicado, con el nombre de novela, libros en los que la acción era apenas un muy delgado hilito que unía páginas descriptivas o ideológicas o simples comentarios de temas, a veces ajenos al levísimo argumento. Es el caso de Belphegor, del filósofo Julien Benda. Entre nosotros ha habido dos novelas hechas con artículos. Manuel Ugarte reunió los que había escrito durante un año, los enhebró con un hilito y bautizó al conjunto la novela de las horas y de los días. Atilio Chiappori hizo lo mismo, dando el nombre de La eterna angustia a su mezcla de ensayo y novela. En Francia se llegó al hartazgo de esta singular especie novelesca, y por ello pudo Henri Massis estampar estas sabias palabras, en 1927, en su librito Réflexions sur l’art du roman: “Queremos novelas en las que pase alguna cosa, en que la vida sea aventura y drama, de la cual el hombre real no esté ausente, el hombre que hemos visto tal como es y que no tiene ya nada que escondernos. En todos los órdenes hemos aprendido una gran lección de realismo. Pero ¿qué seria un realismo intelectual, corno el que deseamos, sin los hechos vivientes, concretos, que el novelista tiene por fin pintar y mostrar en acto?”
Una acción, algo de acción, debe existir para que una novela sea una novela. No una acción única, precisamente. Puede haber dos, acaso tres acciones conver­gentes. En El caballo y su sombra, del uruguayo Enri­que Amorim, hay dos acciones: cada una va por su lado y al final se reúnen. También puede estar formada una auténtica novela por varias acciones que podría­mos llamar "locales”. O episodios, si se quiere. Es el caso de Contrapunto. Yo tengo tres novelas de este tipo: La tragedia de un hombre fuerte, Hombres en soledad y El uno y la multitud. De la primera se ha dicho que es una summa de la vida argentina. Su protagonista tie­ne, sucesivamente, amores con cinco mujeres, y el na­cimiento, análisis y muerte de cada uno de esos amores constituye una pequeña novelita. Pero las cinco están unidas por los intermedios y por la continua presencia del protagonista. En Hombres en soledad existe una acción poco señalada. No obstante, nadie ha negado que fuese una auténtica novela. Lo es. y está llena de drama, de breves dramas, y hasta podría decirse que cada personaje importante tiene el suyo propio.
¿Es preciso que se cuente una historia? Está visto que no. Sin embargo, así lo cree E. M. Forster, en su libro Aspects of the Novel: ‘la base de una novela es una historia, y una historia es una narración de sucesos, arreglados en forma continuada”. Disiento con el autor de A Passage to India. Una historia es una fábula, una acción única. Grandes novelas no están basadas en una sola historia. Ya cité Contrapunto. Ahora recordaré Los Buddenbrooks, por la cual se le dio el premio Nobel a Thomas Mann. En este libro, hay una historia, pero es la de una familia: abuelos, padres, nietos. Los personajes que aparecen al principio se mueren v no los vemos más. Es una historia sin desarrollo, lo cual significa que es una historia.
Lo esencial es que en la novela no haya largas digre­siones. Pero el error de encajar en el relato páginas ajenas a la acción no importa mucho cuando se comete pocas veces y el libro es muy extenso. En Ana Karenina hay unas treinta páginas seguidas sobre la agricultura en Rusia y otras tantas sobre la servidumbre, pero la novela tiene más de mil.
En muchas grandes novelas el personaje verdadero es una ciudad. Esta especie de novela no exige una ac­ción única. Basta con que haya caracteres, conflictos, pa­siones, unidos por un hilo conductor. No es preciso que sea una recia cuerda, ni un piolín. Un hilo de coser es suficiente.
Pero todo eso -hombres y mujeres, hechos, con­flictos, pasiones, dramas pequeños o grandes—, que es lo que constituye una novela, ha de ser narrado en for­ma vivida, con sentido humano, con el espíritu de quien está manejando hombres y no ideas ni entelequias. La novela puede ser de varias clases, pero nunca lo que se llama ensayo. Ni un largo poema en prosa, como las obras de Giraudoux.
Si se quiere saber lo que es una novela, debe considerarse lo que es en sí misma y lo que es para el autor y el lector.
Por lo dicho, sabemos bastante sobre lo que es en sí misma. Agregaré que no es una representación de la realidad, según creía Flaubert, ni la vida contada, como quería Bourget. No puede ser, tampoco, una prolon­gación ni amplificación del yo. El mundo de la novela pertenece al no-yo, al mundo objetivo que tiene vida propia y ajena al yo. No es, igualmente, una emana­ción de la persona, pero pudiera ser, en lo hondo de su entraña, todavía indeterminado, una inmanencia. La no­vela es una trasposición de la realidad.
La novela idealista no ha de ser confundida con la poética. La primera refleja la realidad purificada, la vida mirada con ojos inocentes. Así son las novelas de Fer­nán Caballero, de Octavio Feuillet y de Jorge Sand, aunque la vida de esta señora nada tuviese de inocente. El narrador idealista no advierte lo feo, o, por doctrina estética, como Valera, no quiere mostrarlo. Por esto, en las novelas idealistas los personajes no se expresan como en la realidad: hablan pulcra y correctamente, como es­cribe el autor.
Hay en toda novela un conflicto entre el autor y sus personajes. El momento de Niebla en que el protagonis­ta se le presenta a Unamuno v le dice que no quiere morir, no es tan fantástico según pudiera creerse. Los personajes no se le aparecen al novelista como si fuesen seres humanos o como fantasmas, pero sí en una reali­dad semejante al sueño. Fracasa el novelista que pretende someter a los personajes a su plan. Los personajes acaban siempre por imponerse. El poder del novelista es limitado. André Malraux, comentando esta idea, dice: “Cómo Los Karamazov, Las ilusiones perdidas, dominan a Dostoievski y a Balzac, se ve leyendo estos libros después de las bellas novelas paralizadas de Flaubert.”
Una novela no debe ser un libelo, ni un tratado, ni un manifiesto. Debe ser un conjunto de seres que viven. Debe ser una acción humana. No obstante, pueden en ella caber, en dosis mínimas, casi a escondidas, partícu­las de libelo, tratado o manifiesto; pero siempre en labios de los personajes, nunca en la palabra del autor.
Para el novelista de raza, la novela constituye su único, o su principal, medio de expresarse. Así como Guy de Maupassant se expresaba por medio de cuentos, Balzac expresó sus ideas de todo orden —estéticas, re­ligiosas, políticas, sociales— por medio de novelas. Tam­bién es la novela una imposición de la naturaleza. El modo de sacarse un montón de cosas que uno lleva dentro. Un parto, frecuentemente doloroso, de un hijo del espíritu, aunque tal vez no sea sólo del espíritu. Casi está dicho: la novela es una liberación. Schopenhauer lo dijo de todo el arte. La novela es una libe­ración de preocupaciones, de obsesiones, de angustias. Enrique Larreta se liberó del dolor monstruoso que le causara la muerte de una hija muy joven, despedazada por un automóvil, escribiendo Zogoibi.
También para el lector una novela puede significar una liberación, o un consuelo. Una dama, ya anciana, que mucho había sufrido, me dijo: “No te imaginas lo que ha sido Balzac para mí.” La novela realista nos enseña a aceptar la vida como es, a conformarnos. Unos lectores buscan en las novelas el placer estético, o emo­ciones sentimentales o la satisfacción de una curiosidad. Los espíritus vulgares, y aun muchos que no lo son, buscan divertirse, pasar el rato o “matar el tiempo". Suele haber conflictos entre el lector y el novelista. El lector quiere hallar en las novelas lo que a él le gusta. Quiere que los finales sean como él ha observado en la realidad o de acuerdo con su modo de concebir la vida. El novelista, aunque escribe para mayorías, no debe dejarse dominar por el lector, ni aun pensar en él; y el lector exige que se piense en él. Pero el novelista, que está defendiendo el arte, la verdad humana y su propio temperamento, debe imponerse al lector, vencerlo, educarlo.
El lector, aun el más culto, cree que el novelista “hace estadística”, según protestó Unamuno varias veces. No tolera que todos los personajes sean malos pero él interpreta la maldad a su manera, no desde el punto de vista del autor, que es lo importante. Ignora que, para el novelista, no hay personajes malos ni bue­nos. El novelista suele pensar que cada cual es como es. Ciertos lectores no quieren que los personajes buenos in­curran en graves pecados. El novelista sabe que todos pecamos y mira a esos pecados como debilidades. El no­velista en la vida cotidiana es una cosa, pero como nove­lista es un hombre que comprende. Pérez Galdós hace simpáticos a todos sus personajes, hasta a los muy malos. Es que se introduce en sus almas, forma un todo con ellos y de este modo logra comprender y explicar.
Dije que la novela era una trasposición de la reali­dad. Ahora agrego que es una creación o, mejor dicho, una re-creación, porque el novelista vuelve a dar vida, pero una vida distinta, a lo que, más o menos, ha sucedi­do. Es un creador de vida y de vidas. Muchas veces he­mos oído decir acerca de las novelas: ‘'son invenciones del autor. No, no son mentiras, son verdades, pero interpretadas, vueltas a crear. Alain ha escrito: “Siempre que un novelista nos cuenta las cosas tal como las ha visto, está perdido.” El novelista debe huir tanto de las mentiras estilizadas, exageradamente embellecidas, como de la verdad fotografiada.
La novela jamás refleja la realidad absoluta. Hay diferencia entre los seres humanos tal como somos en la realidad y como aparecemos en las novelas. Si llega­ran los personajes a ser retratos perfectos y se contaran en las novelas cosas que han sucedido y tal como han sucedido, la novela se convertiría en historia. Siempre hay un mínimo de convencionalismo, aunque sólo con­sista en la eliminación de cosas que no pueden ser conta­das o que carecen de interés o de expresividad.
Para terminar, debo decir que, dentro de la verda­dera novela, cabe mucha diversidad: la diversidad de la vida, de la vida toda. La novela se emparienta con todos los géneros literarios. Con la tragedia, como en El abuelo, de Galdós, que recuerda al Rey Lear; con la epopeya, como en Los cuarenta días del Musa Dagh, de Franz Werfel, o Los de abajo, del mejicano Ma­riano Azuela; con la poesía lírica, como en Brujas la muerta, de Rodenbach; con los “misterios”, como en las obras de Gertrudis von Le Fort; con las hagiografías, como en El cántico de Bernardita, de Werfel; y en fin, hasta con el juguete cómico, como en El sombrero de tres picos, de Alarcón, y El socio, del chileno Jenaro Prieto. La novela es la vida, y puede ser la summa, en un mo­mento determinado, de toda la vida de un pueblo. Pero sea cualquiera el tipo a que pertenezca, toda novela debe ser siempre estas dos cosas: una organización y una armonía.


Gálvez, Manuel: El novelista y las novelas, Dictio, Bs.As., 1980, pp. 23-29


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