España en la cultura
moderna (fragmento)
Como el idioma español sufrió eclipse político durante
doscientos años, la figura de España aparece, a los ojos del vulgo, inferior a
lo que realmente ha sido en la creación de la cultura moderna.
Desde la época de los Reyes Católicos hasta la de Felipe II,
navegaciones y descubrimientos dan a España y Portugal —una sola unidad de
cultura entonces— función renovadora en las ciencias de aplicación y descripción.
Es enorme su labor en geografía, en mineralogía, en zoología y botánica. De la
zoología y la botánica se ha dicho que renacen, después de siglos de
estancamiento, con el descubrimiento de América. En las ciencias puras, la
actividad es muy inferior. Pero en los tiempos de Carlos V, cuando no se echaba
de menos en España ninguno de los impulsos del Renacimiento, cuando se
discutían francamente problemas religiosos y filosóficos y se ensayaban
novedades fecundas en todas las artes, el movimiento científico
hispano-portugués estaba lleno de promesas con los estudios de Fray Juan de
Ortega en matemáticas v de Pedro Juan Núñez, el genial Nonnius, en álgebra y en
cosmografía, y de Álvaro Tomás sobre la teoría de las proporciones y las
propiedades del movimiento, anticipando a Galileo, y de Miguel Servet en
biología, y hasta los atisbos de Hernán Pérez de Oliva sobre el
electromagnetismo. El posterior descenso de las ciencias teóricas se ha
explicado siempre con la ojeriza inquisitorial hacia la investigación libre:
sería inútil negar su influencia. Otra grave causa fue la norma dictada en
1550, con fines defensivos para las universidades españolas: se prohibió salir
a estudiar en universidades extranjeras. Prueba de cómo la ciencia no puede
aislarse: universal por esencia, en los tiempos modernos lo es además en su
desarrollo.
En la filosofía, España y Portugal intervienen, con León
Hebreo, Luis Vives, Fox Morcillo, Gómez Pereira, Francisco Sánchez y Juan
Huarte, en la renovación crítica del siglo XVI, en los pasos hacia la moderna
teoría del conocimiento, en la nueva concepción del hombre, en la interpretación
y transformación de las doctrinas platónicas y aristotélicas. Vives —piensa
Dilthey— es el primer autor que en el Renacimiento estudia sistemáticamente al
hombre: “representa el paso de la psicología metafísica a la descriptiva y
analítica”. Después, España no colabora en las grandes construcciones libres
del siglo XVII, salvo la parte que le toca en Spinoza, cuya lengua de hogar era el español, y, en
campo limitado, las observaciones de Gracián. Pero gran tarea suya fue la
reconstrucción de la metafísica escolástica y de la teología, que empieza en
Francisco de Vitoria y se completa en Domingo de Soto, Melchor Cano, Domingo
Báñez, Luis de Molina. Gabriel Vázquez, Francisco Suárez, Fray Juan de Santo
Tomás: teólogos —dice Renán— que eran “en el fondo pensadores tan atrevidos
como Descartes y Diderot”. Suárez, dice Pfandl, “fue el nombre europeo de mayor
autoridad en la metafísica del siglo XVII”; Descartes y Leibniz lo estudiaron
atentamente.
Paralelo es el desarrollo y esplendor de la mística v de la
ascética, en Santa Teresa y San Juan de la Cruz, en Fray Luis de León y Fray
Luis de Granada. Pero antes, en la época de los erasmistas y sus activas
discusiones*, el pensamiento religioso se proyectó en tantas direcciones
audaces, que de España salieron, para influir sobre tierras extrañas, místicos
y teólogos heterodoxos, como Miguel Servet y Juan de Valdés. Como caso
singular, es Valdés, el admirable escritor, el sutil heterodoxo del
Renacimiento, quien abre la serie de los grandes místicos de España; no menos
singular es que la cierre otro heterodoxo célebre, de influencia universal,
Miguel de Molinos.
En el pensamiento jurídico, España procede con originalidad y
amplitud. La conquista de América la puso frente a problemas nuevos. Y la
nación conquistadora es la primera, en la historia moderna, que discute la
conquista. De la heroica contienda que abren tres frailes dominicos en la isla
de Santo Domingo, en 1510, y que Bartolomé de Las Casas hizo suya durante cincuenta
años, salieron las Leyes de Indias y la doctrina de Francisco de Vitoria y de
sus discípulos, que, trasmitida a Grocio, ampliada y divulgada por él, constituyó
"un progreso en la vida moral del género humano”. Esta doctrina se resume
en el igual derecho de todos los hombres a la justicia y en el igual derecho de
todos los pueblos a la libertad. Sus primitivos antecedentes están en
disposiciones que dictó Isabel la Católica sobre América, anticipándose a los
problemas de la discusión.
España recibió de Italia, desde el siglo XV, la devoción de
la antigüedad clásica, y bien pronto se aplicó a estudiarla de acuerdo con
métodos rigurosos. A la labor de interpretación, de crítica, de estudio
histórico y lingüístico, de revisión y depuración de textos, se aplican hombres
como Antonio de Nebrija, cuyo nombre se hizo símbolo de la enseñanza del latín;
Diego Hurtado de Mendoza, Pedro Simón Abril, Juan Páez de Castro, Alfonso
García Matamoros, Pedro de Valencia, precursor de los modernos historiadores de
la filosofía en su estudio monográfico sobre la teoría del conocimiento entre
los platónicos de la Academia llueva. Con la erudición clásica coincidía la
erudición bíblica, que produjo los monumentos de la Biblia Políglota de Alcalá,
bajo la inspiración del Cardenal Cisneros (1514-1517), y la de Arias Montano
(Amberes, 1568-1572). Son multitud estos investigadores, críticos, comentadores
y traductores: así, Aristóteles pasó íntegramente al español antes que a
ninguna otra lengua moderna; en la versión de tragedias griegas, sólo Italia
adelanta a España, y en muy pocos años... ¡Y sin embargo, Sandys olvidó a los
españoles en su Historia de la erudición
clásica!
No menor injusticia es el olvido en que se deja la antigua
lingüística española: después de Nebrija, a quien por lo menos se menciona como
primer gramático de idioma moderno, habría que recordar a Bernardo Aldrete, que
escribe el primer ensayo de comparación entre las lenguas románticas, con el
primer esbozo de leyes de evolución fonética; a Fray Pedro de Ponce, a Manuel
Ramírez de Carrión, a Juan Pablo Bonet, a Mateo Alemán, cuyas doctrinas y
descripciones fonéticas tienen rigor científico no alcanzado fuera de España
hasta fines del siglo XIX; este saber fonético no fue privilegio de unos pocos,
y en América lo aplicaron a la descripción de lenguas indígenas misioneros como
Fray Alonso de Molina y Fray Luis de Valdivia#.
En la teoría de la literatura, los españoles tuvieron
libertad y vuelo desusados entonces, levantándose a concepciones generales que
se sobreponían a las estrechamente derivadas de la antigüedad clásica, puras o
con deformaciones. Si las doctrinas españolas de Vives y de Fox Morcillo, del
Brócense y del Pinciano, de Tirso de Molina y Ricardo del Turia, se hubieran divulgado
en vez de las italianas que Francia adoptó e impuso con su egregio imperialismo
de la cultura, no habría sido necesaria en el siglo XVIII la revolución de
Lessing contra la literatura académica: España declaró la libertad del arte
cuando en Italia el Renacimiento entraba en rigidez que lo hizo estéril;
proclamó los principios de invención y mutación que en Europa no se hicieron
corrientes, como doctrina, hasta la época romántica.
Las teorías literarias de los españoles no eran conocidas
fuera de España —salvo la de Vives—, pero las obras literarias sí. A partir del
siglo XVI, Europa se enriquece con el saqueo de España, como antes con el
saqueo de Italia*. España se convierte en maestra de la novela, como Italia lo
había sido antes; crea, con Inglaterra y Francia, el teatro moderno, que Italia
inició pero no llevó a pleno desarrollo; pone invención en toda especie de
literatura.
De fama, la literatura española es bien conocida en el mundo;
de fama, hoy, más que de hecho. Fama igual tienen la pintura y la arquitectura.
Todos pueden nombrar las catedrales de Sevilla, de Toledo, de Segovia, de
Burgos, de Santiago; nombrar al Greco, a Velázquez, a Ribera, a Zurbarán, a
Murillo; después, el salto a Goya. Pero eso es sólo parte de la extraordinaria,
inagotable variedad de la arquitectura española, que desconcierta al visitante
de ciudades olvidadas como Úbeda y Baeza, como Cáceres y Trujillo; o parte del
rico florecimiento que culmina en el Greco y Velázquez, yendo de Borrassá y
Dalmau hasta Morales, Sánchez Coello y Pantoja: hacia la mitad del camino hay
sorpresas como el rojo vigor de Bartolomé Bermejo y la áurea delicadeza de
Alejo Fernández. A la arquitectura y la pintura se suma la alta calidad de la
escultura española, la de piedra y la de madera pintada: el nombre de
Berruguete, inventor genial, es de los que deben encabezar la tradición
artística de Europa.
Si para las artes plásticas sólo se ha divulgado a medias el
conocimiento de la obra de España, para la música el conocimiento usual es
mínimo. ¿Quién, si no ha oído la música de Tomás Luis de Victoria, sospechará
en él a uno de los creadores que están en la línea de alturas de Palestrina y
Bach, de Mozart y Beethoven? De España irradian formas musicales hacia toda
Europa desde la Edad Media; en el siglo XVI, comparte con Italia la magistral
dirección de la música polifónica. Por su danza, en fin, España es
universalmente famosa; de ella proceden arquetipos que se impusieron en Euro¬pa
(’España es la cuna de la danza moderna”), y a través de ella se difundieron
formas procedentes de América, como la chacona.
Todo este caudal hizo de España uno de los hogares, a la par
de los más fecundos, donde germinó la vida intelectual y artística del mundo
moderno. Todo está escrito y valorado en obras de especialistas y monografías
de investigadores: sólo falta que entre en circulación con los manuales, que
vaya hasta el gran público, para enriquecer la imagen popular de España, que la
presenta sólo como patria de guerreros, teólogos, escritores, pintores y
arquitectos.
Notas:
·
La
época está ahora admirablemente descrita en el libro de Marcel Bataillon, Érasme et L’Espagne (1937).
·
Todavía
en época posterior, a fines del siglo XVIII, la obra de Hervás sobre las
lenguas del mundo es intento admirable.
·
Es
muy conocido el pasaje del Diálogo de la lengua en que Juan de Valdes (1535) dice
que en Italia damas y caballeros teman “a gentileza y galanía” saber hablar
castellano. Cien años después es en Franca donde más se aprende español: “en
Francia, ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana”, dice
Cervantes en Persiles.
Fuente: Henríquez Ureña, Pedro: Plenitud
de España, Losada, Buenos Aires, 1967, p.p. 10-15 (1940)
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