Manuel Gálvez - Vida de Sarmiento (parte I)

XX
Compendio y valoración

Al llegar a este punto, el lector conoce bien la psicología de Sarmiento, más acaso por la acumulación de hechos y palabras suyas que por méritos del biógrafo. Sabe que su ambición y vanidad fueron sus límites; que su actividad se producía en forma de impulsos instantáneos e irrefrenables; que era tumultuoso, explosivo, atropellador, volcánico, apocalíptico, excitable y exaltado hasta el exceso; que no vigilaba sus actos y palabras; que tenía viarazas, extravagancias y puerilidades; que en él dominaban, sobre la vida del espíritu, las preocupaciones del progreso, de la cultura popular y de la acción; que le impulsaba una gran pasión civilizadora y había en sus ser un fondo de primitividad y aun de barbarie; que predicaba la tolerancia, y era, en sus ideas del momento, el más fanático de los sectarios pues no soportaba la contradicción; que carecía de toda reserva y señorío, llegando frecuentemente a lo chabacano y plebeyo, y aun a los gestos payasescos, como cuando hizo a la multitud que lo silbaba un corte de manga o se levantó la levita y le enseñó el trasero; que acertaba con intuiciones estupendas, como el haber anunciado la revolución del 48 en Francia, y tenía equivocaciones lamentables, como en el caso de Urquiza; que había en él una mezcla de grandeza y bajeza, de vulgaridad y elevación, de maldades y ternuras, de violencia y suavidad, de cóleras y carcajadas, de sentimentalismos y feroces odios, de venganzas y generosidades, de materialismo y de idealismo, de sanchopancismo y de arranques quijotescos, de ignorancia y de saber, de audacia y de prudencia y que en su cerebro, siempre en febriles trabajos, había no poco de caótico y de anormal. Diríase que algunos de estos contrastes se encuentran en muchos hombres. Pero lo que en otro no pasa de límites moderados, en él, virtudes y defectos, más los defectos, alcanzaban alto grado. Su alma estaba hecha de materiales extrañamente diversos y aun incoherentes y opuestos: desde los impuros y groseros hasta los nobles y delicados.
Pero, aunque lo conozcamos, es preciso recalcar algunos aspectos de su psíquis. De otro modo, no es posible comprenderlo ni explicarlo.
Fue un tremendo y constante extravertido, es decir, un hombre que vivió siempre hacia fuera. Para él la vida interior no existía. No le preocuparon sino las cosas exteriores y objetivas: las obras de progreso, las leyes, la política. En los últimos años de su existencia agitada hay en sus escritos alguna frase perdida y no relacionada con el mundo exterior; pero es tan poco que no puede ser tomado en cuenta. Moverse, escribir, pelear, gritar, planear obras prácticamente, proponer a montones ideas útiles, eso fue su vida. Pero nada de eso tiene que ver con la interioridad. Casi ningún ser humano es totalmente introvertido o extravertido. Se le llama de un modo o del otro a aquel en quien predomina la introversión o la extraversión. Pero Sarmiento era un caso fenomenal, pues en él la extraversión ocupaba la totalidad, o muy poco menos, de su persona y de su existencia.
Por todo eso, y por su gran amor a la vida y sus risas y sus frenéticas exaltaciones, era un dionisíaco. Nada tenía de apolíneo o contemplativo. Y era también un temperamento rabelesiano, como se ve en su afición a los chistes, palabrotes y cuentos obscenos, que narraba con el máximo de grosería.
Su voluntad era poderosa e indomable. Groussac la cree intermitente y sujeta a súbitos desfallecimientos. Sin embargo, cuando quería algo, no paraba hasta conseguirlo. No niego esos desfallecimientos, pero creo que, en la mayor parte de las veces en que disminuía en su empeño, era porque otros deseos lo solicitaban. O por conveniencias políticas o de otro orden. Y su voluntad no era fría, hecha de cálculo. Sarmiento procedía por impulsos espontáneos e incontenibles y que se renovaban sin cesar, sobre todo cuando algo los obstaculizaba.
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Consideremos ahora algunos de sus defectos y virtudes personales, con el intento de explicarlos.
Su egolatría anormal, que le llevó hasta decir que sus hechos militares “bastarían a embellecer la foja de servicios de los más acreditados generales”; su vanidad pueril, que le empujaba a elogiarse incesantemente, ya escribiera o hablara; su protervia de opinión, que le impedía tolerar el menor disentimiento con sus ideas; sus jactancias y presunciones, sus exageraciones e invenciones cuando de sí hablaba, todo eso le fue necesario durante largo tiempo, convirtiéndose luego en segunda naturaleza. Admitido su derecho a la ambición, necesitaba de otros que lo exaltasen, que propagaran sus talentos y méritos. Rivadavia, Mitre, Roca, Hipólito Yrigoyen, contaron con fervientes y casi fanáticos fieles que los veneraban y vivían elogiándolos. Sarmiento no los tuvo. De sus amigos de la infancia y adolescencia, uno, Rawson, fue su adversario. Otro, Aberastain, verdadero admirador suyo, vivía muy lejos, allá en San Juan, y murió pronto. Los demás, como Laspiur y Cortínez, no le hicieron propaganda. En Chile riñó con todos sus amigos, excepto con Montt; pero Montt, por su situación política, no podía ser un hincha de Sarmiento. Su caso era el de Becky Sharp, la protagonista de Thackeray: sin padres, ni parientes, ni dinero, ni nada, debió valerse de procedimientos incorrectos para lograr en el mundo la posición que ambicionaba. Sarmiento tenía necesidad de que el país se enterase de lo que él era; de su saber, que imaginaba inmenso; de su pasión por la cosa pública; de sus talentos de gobernante, que creía únicos; de su capacidad para salvar a la patria y dirigirla. No teniendo quien lo dijera, lo dijo él mismo, y no una sino diez mil veces. Pero su estrategia no fue calculada sino instintiva, como casi todo en él.
Su costumbre de mentir la había heredado. El dijo que los Sarmiento eran mentirosos y pintó como tal a su padre. Más de un vez reconoció tener ese vicio, como en su carta del 28 de Octubre de 1868 a Manuel Rafael García: “Si miento lo hago como don de familia, con la naturalidad y la sencillez de la verdad”. No puede juzgarse a un hombre que miente sin tomar en consideración ese defecto, uno de los más feos que existen. De un hombre que miente puede esperarse todo, hasta el calumniar. Pero Sarmiento no faltaba a la verdad sino cuando hablaba de sí o cuando se refería a sus contrarios. Exageraba tremendamente – forma de mentira – la maldad o los defectos de quienes el atacaban. No tenía escrúpulos para dejar mal a un enemigo, como cuando le escribió a García que Mitre había ido tres veces borracho al Senado. Y sin embargo, y en lo que le era extraño, amaba la verdad. Sublevábale que se tergiversasen los hechos pasados. Y quería que la Historia presentase a los hombres como habían sido, con sus virtudes y sus vicios.
Todos sus defectos, desde la vanidad hasta el hábito de mentir, requieren, en su relación con la política, un comentario. Inclusive tienen trascendencia. Porque el caso es que muchas de sus mentiras fueron creídas por otros, hasta por la posteridad, lo que es grave. El presentarse un hombre constantemente ante el país como lo que no es, linda con la “mixtificación”. Pero él lo hacía como propaganda política. Casi al mismo tiempo que, escribiéndole a Mary Mann, reconocía no haber fundado sino veinte escuelas, de las cuales dos en la ciudad de Buenos Aires, decía a sus amigos de la Argentina que había “sembrado” de escuelas el país…
Sus virtudes fueron la honradez y el desinterés en materia de dinero; la generosidad, cien veces evidenciada, como cuando ascendió a un jefe que no le había querido ascender a él; y la ausencia de rencor, que le permitía, por ejemplo, en un artículo sobre Frías, que acababa de morir, elogiar al amigo que pocos años atrás, cuando la cuestión con Chile, habíale tratado muy severamente y hasta recordádole lo de Magallanes. Era optimista, excusaba o comprendía los defectos de los otros; afectuoso en el trato social, y simpático cuando quería; sincero casi siempre; amigo de los niños y defensor de las mujeres; nada figurón, como es común en nuestros hombres importantes, sino sencillo y accesible; y enemigo de chismes, comadreos y envidias. Sus odios no fueron eternos, como se ha visto en el abrazo a Alberdi; y Vicuña Mackenna, que se reconciliara con él en Chile, escribió que Sarmiento no le guardó “el más leve rencor, porque su espíritu pertenece a esa clase que olvida y que perdona, rara en América”.
Sobre otras de sus virtudes personales hay algo que decir. Era ingenuo, como todo hombre  demasiado franco: ingenuo es el que no esconde ni disimula su carácter. Dejaba ver, sin intento de impedirlo, su monstruoso orgullo y vanidad. Llegaba hasta ser pueril como cuando consideraba una prueba de sus talentos militares que el general Bugeaud le contara su campaña de Argelia. Pero no carecía por completo de cálculo. Sabía esquivar lo que pudiera comprometerle, y así en los Estados Unidos escribió a Mary Mann, que quería presentarle como “desprendido de las creencias del catolicismo”, diciéndole que no convenía tocar esa cuestión.
Se le juzga generalmente bueno, pero el egotista, el que no piensa sino en sí mismo, no puede alcanzar la bondad. No debe darse este nombre a la tolerancia con las debilidades ajenas; ni a la facilidad para lagrimear, puesto esto ocurríale, no cuando los otros penaban, sino cuando le hacían homenajes. Incurrió en numerosas y grandes maldades: calumniar gravemente, ridiculizara en público, ofender de palabra, alegrarse de la muerte de otros. El general Roca dijo que Sarmiento amaba a la humanidad y no al hombre. Pero si no era permanentemente bueno, debe reconocerse que tenía momentos de bondad.
Lo más interesante en él era su temperamento, con sus virtudes y defectos. Su “número uno”, como acostumbramos decir, era de una originalidad poderosa. En nuestra historia, y en cuanto a originalidad temperamental, solamente le sobrepasaban Rosas e Irigoyen, que no se parecían a nadie. Dios hizo a eso caracteres y rompió el molde. Puede decirse lo mismo de Sarmiento.
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Si me exigieran expresar en dos o tres palabras su carácter y la naturaleza de su obra, diría: fue un periodista.
Su “saber”, era periodístico. No era, en realidad, saber, sino información. Desde los treinta años escribió sobre todo. Debía creer que el periódico equivale a la escuela, y por eso imaginaba saberlo todo y poder enseñar y gobernar. Lo que caracteriza al periodista es la improvisación. El improvisó sus libros como había improvisado sus artículos y su cultura. Leyó mucho en su juventud y en Chile. Después, no gran cosa, según asevera Mansilla, que le trató íntimamente. Parece  que era, mas que lector, revolvedor de libros, hurgador de índices, epígrafes y prólogos. No había leído con el propósito de dominar una rama del saber, sino para enterarse y poder hablar en los diarios, o por curiosidad intelectual, grande en él, o por sacar de los libros proyectos e ideas útiles. Groussac, que también le trató, dice que desfloró muchas materias sin profundizar ninguna. Cualquier redactor de un gran diario puede opinar sobre todo lo humano y lo divino, y con relativo acierto si no se mete en honduras. Mas no por eso se cree una lumbrera, como se creía Sarmiento, que en 1883 escribió de sí mismo: “en Alemania, un tal hombre sería tenido por sabio”. Pero incurría en disparates descomunales, sin contar con sus vastas lagunas de ignorancia. Por todo esto, no fue un maestro de nuestra cultura, aunque, como animador, mucho hizo por ella. Además, antihumanista como era, enemigo de los estudios clásicos y hasta de la filosofía, perjudicó a la alta cultura, la única digna de este nombre, dando predominio sobre ella a la instrucción primaria.

(continuará…)

Gálvez, Manuel: Vida de Sarmiento, editorial TOR, Bs.As., p. 445-447

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