XX
Compendio y valoración
Al llegar a
este punto, el lector conoce bien la psicología de Sarmiento, más acaso por la
acumulación de hechos y palabras suyas que por méritos del biógrafo. Sabe que
su ambición y vanidad fueron sus límites; que su actividad se producía en forma
de impulsos instantáneos e irrefrenables; que era tumultuoso, explosivo,
atropellador, volcánico, apocalíptico, excitable y exaltado hasta el exceso;
que no vigilaba sus actos y palabras; que tenía viarazas, extravagancias y
puerilidades; que en él dominaban, sobre la vida del espíritu, las
preocupaciones del progreso, de la cultura popular y de la acción; que le
impulsaba una gran pasión civilizadora y había en sus ser un fondo de
primitividad y aun de barbarie; que predicaba la tolerancia, y era, en sus
ideas del momento, el más fanático de los sectarios pues no soportaba la
contradicción; que carecía de toda reserva y señorío, llegando frecuentemente a
lo chabacano y plebeyo, y aun a los gestos payasescos, como cuando hizo a la
multitud que lo silbaba un corte de manga o se levantó la levita y le enseñó el
trasero; que acertaba con intuiciones estupendas, como el haber anunciado la revolución
del 48 en Francia, y tenía equivocaciones lamentables, como en el caso de
Urquiza; que había en él una mezcla de grandeza y bajeza, de vulgaridad y
elevación, de maldades y ternuras, de violencia y suavidad, de cóleras y
carcajadas, de sentimentalismos y feroces odios, de venganzas y generosidades,
de materialismo y de idealismo, de sanchopancismo y de arranques quijotescos, de
ignorancia y de saber, de audacia y de prudencia y que en su cerebro, siempre
en febriles trabajos, había no poco de caótico y de anormal. Diríase que
algunos de estos contrastes se encuentran en muchos hombres. Pero lo que en
otro no pasa de límites moderados, en él, virtudes y defectos, más los
defectos, alcanzaban alto grado. Su alma estaba hecha de materiales
extrañamente diversos y aun incoherentes y opuestos: desde los impuros y
groseros hasta los nobles y delicados.
Pero, aunque
lo conozcamos, es preciso recalcar algunos aspectos de su psíquis. De otro
modo, no es posible comprenderlo ni explicarlo.
Fue un
tremendo y constante extravertido, es decir, un hombre que vivió siempre hacia
fuera. Para él la vida interior no existía. No le preocuparon sino las cosas
exteriores y objetivas: las obras de progreso, las leyes, la política. En los
últimos años de su existencia agitada hay en sus escritos alguna frase perdida
y no relacionada con el mundo exterior; pero es tan poco que no puede ser
tomado en cuenta. Moverse, escribir, pelear, gritar, planear obras
prácticamente, proponer a montones ideas útiles, eso fue su vida. Pero nada de
eso tiene que ver con la interioridad. Casi ningún ser humano es totalmente
introvertido o extravertido. Se le llama de un modo o del otro a aquel en quien
predomina la introversión o la extraversión. Pero Sarmiento era un caso
fenomenal, pues en él la extraversión ocupaba la totalidad, o muy poco menos,
de su persona y de su existencia.
Por todo eso,
y por su gran amor a la vida y sus risas y sus frenéticas exaltaciones, era un
dionisíaco. Nada tenía de apolíneo o contemplativo. Y era también un
temperamento rabelesiano, como se ve en su afición a los chistes, palabrotes y
cuentos obscenos, que narraba con el máximo de grosería.
Su voluntad
era poderosa e indomable. Groussac la cree intermitente y sujeta a súbitos
desfallecimientos. Sin embargo, cuando quería algo, no paraba hasta
conseguirlo. No niego esos desfallecimientos, pero creo que, en la mayor parte
de las veces en que disminuía en su empeño, era porque otros deseos lo
solicitaban. O por conveniencias políticas o de otro orden. Y su voluntad no
era fría, hecha de cálculo. Sarmiento procedía por impulsos espontáneos e
incontenibles y que se renovaban sin cesar, sobre todo cuando algo los
obstaculizaba.
***
Consideremos
ahora algunos de sus defectos y virtudes personales, con el intento de
explicarlos.
Su egolatría
anormal, que le llevó hasta decir que sus hechos militares “bastarían a
embellecer la foja de servicios de los más acreditados generales”; su vanidad
pueril, que le empujaba a elogiarse incesantemente, ya escribiera o hablara; su
protervia de opinión, que le impedía tolerar el menor disentimiento con sus
ideas; sus jactancias y presunciones, sus exageraciones e invenciones cuando de
sí hablaba, todo eso le fue necesario durante largo tiempo, convirtiéndose
luego en segunda naturaleza. Admitido su derecho a la ambición, necesitaba de
otros que lo exaltasen, que propagaran sus talentos y méritos. Rivadavia, Mitre,
Roca, Hipólito Yrigoyen, contaron con fervientes y casi fanáticos fieles que
los veneraban y vivían elogiándolos. Sarmiento no los tuvo. De sus amigos de la
infancia y adolescencia, uno, Rawson, fue su adversario. Otro, Aberastain,
verdadero admirador suyo, vivía muy lejos, allá en San Juan, y murió pronto.
Los demás, como Laspiur y Cortínez, no le hicieron propaganda. En Chile riñó
con todos sus amigos, excepto con Montt; pero Montt, por su situación política,
no podía ser un hincha de Sarmiento. Su caso era el de Becky Sharp, la
protagonista de Thackeray: sin padres, ni parientes, ni dinero, ni nada, debió
valerse de procedimientos incorrectos para lograr en el mundo la posición que
ambicionaba. Sarmiento tenía necesidad de que el país se enterase de lo que él
era; de su saber, que imaginaba inmenso; de su pasión por la cosa pública; de
sus talentos de gobernante, que creía únicos; de su capacidad para salvar a la
patria y dirigirla. No teniendo quien lo dijera, lo dijo él mismo, y no una
sino diez mil veces. Pero su estrategia no fue calculada sino instintiva, como
casi todo en él.
Su costumbre
de mentir la había heredado. El dijo que los Sarmiento eran mentirosos y pintó
como tal a su padre. Más de un vez reconoció tener ese vicio, como en su carta
del 28 de Octubre de 1868 a Manuel Rafael García: “Si miento lo hago como don
de familia, con la naturalidad y la sencillez de la verdad”. No puede juzgarse
a un hombre que miente sin tomar en consideración ese defecto, uno de los más
feos que existen. De un hombre que miente puede esperarse todo, hasta el
calumniar. Pero Sarmiento no faltaba a la verdad sino cuando hablaba de sí o
cuando se refería a sus contrarios. Exageraba tremendamente – forma de mentira
– la maldad o los defectos de quienes el atacaban. No tenía escrúpulos para
dejar mal a un enemigo, como cuando le escribió a García que Mitre había ido
tres veces borracho al Senado. Y sin embargo, y en lo que le era extraño, amaba
la verdad. Sublevábale que se tergiversasen los hechos pasados. Y quería que la
Historia presentase a los hombres como habían sido, con sus virtudes y sus
vicios.
Todos sus
defectos, desde la vanidad hasta el hábito de mentir, requieren, en su relación
con la política, un comentario. Inclusive tienen trascendencia. Porque el caso
es que muchas de sus mentiras fueron creídas por otros, hasta por la
posteridad, lo que es grave. El presentarse un hombre constantemente ante el
país como lo que no es, linda con la “mixtificación”. Pero él lo hacía como
propaganda política. Casi al mismo tiempo que, escribiéndole a Mary Mann,
reconocía no haber fundado sino veinte escuelas, de las cuales dos en la ciudad
de Buenos Aires, decía a sus amigos de la Argentina que había “sembrado” de
escuelas el país…
Sus virtudes
fueron la honradez y el desinterés en materia de dinero; la generosidad, cien
veces evidenciada, como cuando ascendió a un jefe que no le había querido
ascender a él; y la ausencia de rencor, que le permitía, por ejemplo, en un
artículo sobre Frías, que acababa de morir, elogiar al amigo que pocos años
atrás, cuando la cuestión con Chile, habíale tratado muy severamente y hasta
recordádole lo de Magallanes. Era optimista, excusaba o comprendía los defectos
de los otros; afectuoso en el trato social, y simpático cuando quería; sincero
casi siempre; amigo de los niños y defensor de las mujeres; nada figurón, como
es común en nuestros hombres importantes, sino sencillo y accesible; y enemigo
de chismes, comadreos y envidias. Sus odios no fueron eternos, como se ha visto
en el abrazo a Alberdi; y Vicuña Mackenna, que se reconciliara con él en Chile,
escribió que Sarmiento no le guardó “el más leve rencor, porque su espíritu
pertenece a esa clase que olvida y que perdona, rara en América”.
Sobre otras
de sus virtudes personales hay algo que decir. Era ingenuo, como todo
hombre demasiado franco: ingenuo es el que
no esconde ni disimula su carácter. Dejaba ver, sin intento de impedirlo, su
monstruoso orgullo y vanidad. Llegaba hasta ser pueril como cuando consideraba
una prueba de sus talentos militares que el general Bugeaud le contara su
campaña de Argelia. Pero no carecía por completo de cálculo. Sabía esquivar lo
que pudiera comprometerle, y así en los Estados Unidos escribió a Mary Mann,
que quería presentarle como “desprendido de las creencias del catolicismo”,
diciéndole que no convenía tocar esa cuestión.
Se le juzga
generalmente bueno, pero el egotista, el que no piensa sino en sí mismo, no
puede alcanzar la bondad. No debe darse este nombre a la tolerancia con las
debilidades ajenas; ni a la facilidad para lagrimear, puesto esto ocurríale, no
cuando los otros penaban, sino cuando le hacían homenajes. Incurrió en
numerosas y grandes maldades: calumniar gravemente, ridiculizara en público,
ofender de palabra, alegrarse de la muerte de otros. El general Roca dijo que
Sarmiento amaba a la humanidad y no al hombre. Pero si no era permanentemente
bueno, debe reconocerse que tenía momentos de bondad.
Lo más
interesante en él era su temperamento, con sus virtudes y defectos. Su “número
uno”, como acostumbramos decir, era de una originalidad poderosa. En nuestra
historia, y en cuanto a originalidad temperamental, solamente le sobrepasaban
Rosas e Irigoyen, que no se parecían a nadie. Dios hizo a eso caracteres y
rompió el molde. Puede decirse lo mismo de Sarmiento.
***
Si me
exigieran expresar en dos o tres palabras su carácter y la naturaleza de su
obra, diría: fue un periodista.
Su “saber”,
era periodístico. No era, en realidad, saber, sino información. Desde los
treinta años escribió sobre todo. Debía creer que el periódico equivale a la
escuela, y por eso imaginaba saberlo todo y poder enseñar y gobernar. Lo que
caracteriza al periodista es la improvisación. El improvisó sus libros como
había improvisado sus artículos y su cultura. Leyó mucho en su juventud y en
Chile. Después, no gran cosa, según asevera Mansilla, que le trató íntimamente.
Parece que era, mas que lector,
revolvedor de libros, hurgador de índices, epígrafes y prólogos. No había leído
con el propósito de dominar una rama del saber, sino para enterarse y poder
hablar en los diarios, o por curiosidad intelectual, grande en él, o por sacar
de los libros proyectos e ideas útiles. Groussac, que también le trató, dice
que desfloró muchas materias sin profundizar ninguna. Cualquier redactor de un
gran diario puede opinar sobre todo lo humano y lo divino, y con relativo
acierto si no se mete en honduras. Mas no por eso se cree una lumbrera, como se
creía Sarmiento, que en 1883 escribió de sí mismo: “en Alemania, un tal hombre
sería tenido por sabio”. Pero incurría en disparates descomunales, sin contar
con sus vastas lagunas de ignorancia. Por todo esto, no fue un maestro de
nuestra cultura, aunque, como animador, mucho hizo por ella. Además,
antihumanista como era, enemigo de los estudios clásicos y hasta de la
filosofía, perjudicó a la alta cultura, la única digna de este nombre, dando
predominio sobre ella a la instrucción primaria.
(continuará…)
Gálvez, Manuel: Vida de Sarmiento,
editorial TOR, Bs.As., p. 445-447
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