Vicente Sierra - Significación y alcances de la empresa misionera

Capítulo XI: Significación y alcances de la empresa misionera

1.    Religión y economía
        Si los hechos de la conquista hasta aquí relatados no estuvieran con­dicionados a un sentido misional que, a la vez, no hubiera sido el contenido político esencial del imperio español, trataríanse de me­ros episodios religiosos de la conquista de América, no fundamen­tales en cuanto a la formación de lo auténticamente tradicional americano. El relato de la conquista espiritual de Hispanoamérica pa­saría a ser, admitida la menor jerarquía del sentido misional como objetivo de la empresa, un conjunto de anécdotas sin mayor validez como categorías; manera que adoptó la historiografía liberal, ba­rriendo de su bibliografía la labor evangelizadora, para hacer de ella una simple expresión del “atraso secular de España, a fin de poder dar a la gesta colonizadora un carácter más de acuerdo con tantas otras conquistas habidas en la historia de la humanidad; es decir, un pueblo fuerte —en este caso España se enfrenta a pue­blos débiles -las razas naturales del Nuevo Mundo- y por poseer mayores recursos técnicos en el arte de la guerra, los domina, los explota y con los títulos derivados de la guerra victoriosa aumenta territorio nacional, el patrimonio de la corona o las posibilidades mercantiles de la metrópoli. Roto así, dentro de este esquema, todo afán de espíritu, lo tradicional americano puede ser acomodado a la última teoría política de moda; y la historiografía liberal la aco­modó a las necesidades de una expansión económica que, situada en su hora y en su medio, carece de toda realidad histórica. Por­que los hechos de la historia europea confirman, si no bastara la copiosa documentación que hemos expuesto, el sentido misional de la conquista de América; y la historia económica confirma la rea­lidad de ese sentido como un imperativo del ser mismo de la his­panidad en los siglos XVI y XVII.
Si ello no se ha visto antes ha sido por el afán de construir la historia de la época colonial, no sólo desprendida de la realidad imperial española, de la realidad política y espiritual del imperio español, sino, además, aislada de la realidad mundial que la cir­cundara.
El mundo moderno —llamo mundo moderno, dice Meinvielle, al engendrado por la acción antitradicional de la Reforma protestante, perpetuada por el liberalismo del siglo XIX y dispuesto ahora a se­pultarse en la anarquía bolchevista—, el mundo moderno, digo, no sabe qué es la vida, porque se ha privado del acto propio de la in­teligencia, que es juzgar” 935.

Por juzgar entendemos un proceso ideológico, es decir, no co­nocer las cosas por su mera exterioridad fenoménica, sino por las esencias determinadas por el fin. Por ello, para que escribir historia alcance a ser una manera concreta de juicio, a fin de que en lugar de una apariencia intelectual resulte una definida postura política, es imprescindible rebasar el mecanismo de la documentación para penetrar en los juicios de valor sobre la realidad del pasado. Así, por ejemplo, es imposible tomar los métodos británicos de comercio con sus colonias y colocarlos en pugna con los utilizados por los españoles, sin considerar si ambos constituyen realidades con el mismo contenido moral. No cabe, tampoco, comparar la coloniza­ción inglesa en América con la realizada por España, sin que antes el juicio nos haya demostrado que ambas obedecían a una misma finalidad. Y al realizar esta tarea, juzgando el pasado, veremos có­mo lo demostrado por los documentos se esclarece con nuevas luces, y el sentido misional de la conquista de Hispanoamérica se muestra como un hecho tan definido y concreto como el dado por la ex­posición de las circunstancias vistas a través de los viejos papeles.
Dice Achille Loria que la colonización, como la inmigración, es un Fenómeno eminentemente moderno, y de origen capitalista. Sobre tal base afirma, con verdad que suscribimos, que la primera gran nación colonizadora es Inglaterra, y demuestra cómo, a raíz de la revolución agrícola de los siglos XVI y XVII, que dio por resultado en ese país la constitución de grandes latifundios, destinados al pastoreo, los agricultores expropiados formaron el núcleo originario de la emigración transatlántica y dieron origen a la primera manifestación colonizadora. 936 Pero es lo cierto que la revolución agrícola de referencia no fue sólo la expresión de progresos técnicos, sino que uno y otros fueron determinados por la aparición de una mentalidad nueva para encarar los problemas propios de la producción, del comercio y de la distribución de la riqueza. Sin entrar ahora a considerar este aspecto, fundamental, de la cuestión, es lo cierto que en la acción que empuja a España a co­lonizar el Nuevo Mundo no hay nada que permita colocarla dentro de este esquema, pues ni siquiera, al iniciar la conquista, la econo­mía española ha salido de las reglas propias del medioevo. No sólo no tiene masas expropiadas, sino que, salida recién de una guerra de ocho siglos, y cuando acababa de expulsar de su seno a los mo­riscos y judíos no conversos, lejos de poseer masas para constituir el núcleo de cualquier emigración, se encontraba en condiciones de propiciar inmigraciones que acrecieran su caudal de habitantes.
De los varios métodos empleados para la fundación de colonias, el primero en aparecer —dice Loria— se fundó sobre el monopolio y se desarrolló sobre tres grandes bases:
a)     el monopolio de los elementos productivos;
b)     el monopolio comercial;
c)     el monopolio político.

La historia de los Estados Unidos, como la de otras coloniza­ciones realizadas por Gran Bretaña, confirman estas apreciaciones del economista italiano, por cuanto ese fundar colonias responde a una mentalidad capitalística, cosa que no se advierte, y no podía ser de otra manera, históricamente considerado, en la acción de España en América. Suponer la existencia de una mentalidad capitalística de la España del siglo XV es algo más de lo que puede admitir el más lego en historia. Así, por ejemplo, es fácil advertir que mientras el monopolio inglés se realiza en exclusivo beneficio del desarrollo de las manufacturas de la metrópoli, el monopolio español es una forma de proteccionismo que busca facilitar a cada una de las regiones del Nuevo Mundo el desarrollo de sus propias posibilidades, sin entrar en competencia con las otras.

No es ésta una afirmación inconsistente. España no sólo no pro­hibió. sino que creó y fomentó el desarrollo de las industrias ame­ricanas en el mismo momento que la Francia del mercantilista Colbert prohibía a las suyas toda industria; y la Inglaterra de Pitt ha­cía lo mismo, y con singular energía, con las propias. En 1548 las cortes de Valladolid pedían que se hiciera todo lo posible para que las colonias se bastaran a sí mismas con productos de sus pro­pias manufacturas, petición imposible de concebir para un inglés que consideraba, y así llegó a decirlo Pitt, que una herradura he­día en Norteamérica era un delito que debía castigarse. Bien po­demos repetir con Colmeiro: “Digan lo que quieran los censores de nuestro sistema colonial, hay algo y mucho digno de alabanza en la política de España respecto a sus colonias. Mientras Ingla­terra desterraba de sus posesiones de América las artes mecánicas, nosotros teníamos fábricas de paños bastos en los virreinatos de Méjico y Peni, telares de seda en la isla de Los Angeles, en Nueva España, ingenios de azúcar en la Isla Española y otras partes, y se labraba la pita y el algodón, y sobre todo el lino y el cáñamo, en Chile, de donde se proveía de jarcias y velamen a nuestra ar­mada del Sur; y bien que las leyes fomentasen la industria de las colonias olvidando en este caso el monopolio de la madre patria, todavía consagraba el principio noble y generoso que «importa me­nos que cesen algunas fábricas que el menor agravio que puedan sentir los indios>> (ley 4, título XXVI, libro IV, de la Recopilación de Indias)”937.

Este distinto sentido económico se revela, además, en el hecho cierto de que, mientras la colonización inglesa es siempre costera y consiste en instalar factorías vecinas al mar, mediante las cuales se pueda explotar al nativo, la colonización española es, siempre, me­diterránea. No fueron portuarias las grandes ciudades coloniales de Hispanoamérica, y ello basta para demostrar que no se crearon con finalidades mercantiles. ¿Es, acaso, que Inglaterra poseía un mejor sentido de lo económico que España? Evidentemente hay mucho de eso, pero no se trata de un hecho histórico tan simple como pa­rece, porque es, justamente, el nudo de la cuestión. Inglaterra, cuando comienza a colonizar, lo hace sobre dos elementos esenciales a los fines de que la tarea sólo obedezca a imperativos económicos: 1° Un determinado desarrollo de la acumulación de capitales; 2° Carencia de los controles religiosos o éticos que permitieron la eclosión de la mentalidad capitalística.
La economía política, presunta ciencia del más puro origen británico y capitalístico, ha creado algo así como una conciencia del origen natural del sistema. “Para ellos -dijo el autor de El CAPITAL refiriéndose a los economistas- sólo existen dos clases de instituciones, las del arte y las de la naturaleza. Las instituciones feudales son instituciones artificiales; las instituciones burguesas son instituciones naturales938. Toda una nutrida bibliografía, cuya característica esencial es la carencia de sentido histórico, se ha escrito para demostrar ese carácter “natural" de las instituciones económicas y políticas de la burguesía, mediante el equívoco de confundir la tendencia del hombre a enriquecerse como una expresión del fenómeno capitalista, en lugar de considerarlo como un hecho moral ajeno a toda concepción natural de la economía. El racionalismo ha hecho perder a tal punto todo sentido de la existencia, que no es raro que Rousseau confundiera los impulsos naturales con la propia naturaleza, y por consiguiente, con la vida. Pero lo cierto es que mientras no se rompen en los hombres los diques de todo principio de ética sobrenatural, no aparece en el mundo un fenómeno semejante al capitalismo. Cualquier tratado de economía política se destaca por un hecho evidente, que consiste en explicar e! sistema en función de los poseedores, es decir de los beneficiarios del mismo, conformándose con la posibilidad jurídica de que todos puedan llegar a poseer. Este hecho nos dice que el capitalismo es una concepción netamente individualista y, por consiguiente, destructora del individuo, por lo mismo que lo desprende de la humanidad para valorarlo, no como hombre, sino como poseedor.
    Ha dicho Berdiaeff que “la verdadera ciencia histórica apareció tan sólo en el siglo XIX, puesto que vemos que en el siglo anterior aún se admitía la posibilidad de que la religión fuese un SIMPLE INVENTO DE LOS SACERDOTES PARA EMBAUCAR AL PUEBLO” 939. La religión es algo más fundamental, puesto que está ligada al destino mismo del hombre, o al concepto que el hombre tenga de su destino. El catolicismo, que posee un firme sentido ecuménico, toma al individuo dentro de una universalidad condicionada a fines sobrenaturales, y no materiales o humanos, salvando así la personalidad de cada ser. Por eso el capitalismo surge de un conjunto de hechos antirreligiosos, y es, esencialmente, un instrumento de lucha antirreligiosa. Sólo la comprensión exacta de esta circunstancia es lo que permite valorar el hecho esencial, sobre todo para comprender la distinta posición de España e Inglaterra en la explotación económica de sus colonias, de que mientras Inglaterra encarna a la Reforma religiosa, España es el movimiento contrario, o sea, el de la Contrarreforma.

NOTAS:

935 Julio Meinvielle, CONCEPCIÓN CATÓLICA DE LA ECONOMÍA, Buenos Aires, año 1936, pág. 13
936 Achille Loria, CORSO DE ECONOMIA POLITICA, Milán, año 1919, pág. 705
937 Manuel Colmeiro, HISTORIA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA EN ESPAÑA, Madrid, año 1863, tomo II, pág. 396.
938 Carlos Marx, MISERIA DE LA FILOSOFIA
939 Nicolás Berdaieff, op. Cit., pág. 15.

Fuente: Sierra, Vicente: El sentido misional de la conquista, Dictio,Buenos Aires, 1980, p.p. 419-424


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