“Esta generación era heredera del
simbolismo. Rubén Darío había dejado en Buenos Aires su huella de genio y de
poesía cuando nosotros nacimos a las letras. Pero no obstante que admirábamos y
queríamos a Rubén y admirábamos a algunos de sus corifeos, los juzgábamos con
libertad de espíritu. La materia de sus versos no nos entusiasmaba. Carecíamos
de fervor hacia las princesas, las marquesas versallescas y la Grecia de
tercera mano que nos evocaban el maestro y sus discípulos inmediatos. Nosotros
éramos muchos menos cosmopolitas que ellos, y en nuestra subconsciencia se
agitaban ya, seguramente, las imágenes de los seres y de las cosas de nuestra
tierra, que haríamos vivir más tarde en nuestros libros. Nosotros asesinamos a
los faunos y a las marquesas de empolvadas cabelleras.
Como es de imaginar, no teníamos una
absoluta comunidad de ideas. En política, aunque no actuábamos, excepto
Gerchunoff, todos éramos rebeldes: unos, socialistas en diverso grado; y otros,
anarquistas o anarquizantes. El tolstoísmo, que era una especie de anarquismo
cristiano o pseudo cristiano, influyó en alguno de nosotros, en mí, por
ejemplo. En materia estética, más que la comunidad de ideas, nos unían algunos
entusiasmos hacia grandes escritores y artistas de la época. En música éramos
wagnerianos. En el teatro odiábamos todo lo convencional y, naturalmente,
simpatizábamos con el “teatro libre” de Antoine, que por aquellos tiempos
estuvo en Buenos Aires con su compañía. En pintura, sin conocerlos al principio
y conociéndolos cuando recorrimos Europa, adorábamos a los primitivos italianos
y flamencos, al Greco y a los impresionistas franceses. Estos últimos, que ya
comenzaban a ser olvidados en su patria y en los medios artísticos europeos,
representaban entre nosotros la última novedad.
Se ha dicho muchas veces que nuestra
generación era positivista y materialista, que carecía de inquietudes
religiosas. Nada menos cierto. Eran materialistas los estudiantes de Derecho,
que tenían por un dios a Spencer y por otro dios a Comte, al que, en general,
sólo conocían de oídas. Pero en nuestro grupo literario éramos casi todos espiritualistas.
Emilio Becher, que tanta influencia ejerciera sobre los demás, y que habiendo
empezado por la teosofía se acercó a las ideas católicas, terminaba así un
artículo sobre El espíritu religioso, escrito en 1906: "La religión no
consiste en observar los cultos ceremoniales ni en admitir el dogma de las
iglesias. Ella nos inspira la emoción del misterio, la presciencia de las
verdades supremas, el amor de los símbolos nobles y de las formas puras. Es
hermana de la ciencia, como María es hermana de Marta. Marta se atarea en
muchas cosas, pero una sola es necesaria; y debemos creer, como Nuestro Señor
Jesucristo, que María ha elegido la mejor parte.” Igualmente influidos por la
teosofía, aunque no evolucionaron hacia el catolicismo, estaban Ricardo Rojas (1),
Alfredo López Prieto y Andrés Terzaga. Alberto Gerchunoff, que se expresaba
como terrible ateo y materialista absoluto, no tardó demasiado en consagrarse a
los estudios religiosos, en los que reveló, aquí y allí, un fondo espiritualista
insospechado. Jordán se decía católico, aunque creo que no practicaba. Y ni
Echagüe ni Chiappori fueron nunca materialistas. Yo había sido católico hasta
los veinte años pasados, y volví a serlo a los veinticinco, pero, en el tiempo
en que permanecí despegado de la religión católica, nunca dejé de creer en sus
verdades fundamentales, aunque tuviese, en lo social y político, ideas
anárquicas.
(1) Ricardo Rojas se convirtió un tiempo
antes de morir, habiéndose confesado y comulgado.
La historia de mi generación está
contada en mi novela El Mal Metafísico.
Naturalmente que, por exigencias novelescas, he debido deformar muchas cosas. Algunos
personajes reales han tenido que ser caricaturizados. Pero todo lo esencial
está allí: nuestra vida cotidiana, nuestras inquietudes, nuestras ilusiones,
nuestras tristezas. Y está, sobre todo, nuestra lucha heroica contra el
ambiente materialista y descreído, extranjerizante y despreciador de lo
argentino, indiferente hacia los valores intelectuales y espirituales.
Nosotros, los hombres de la generación de Ideas,
podemos afirmar que hemos sido los pioneers
desinteresados y tenaces del actual sorprendente movimiento cultural y
espiritual. Gracias a nuestros esfuerzos y sufrimientos, la situación del escritor
es hoy tolerable en este país. En aquellos tiempos heroicos de 1903 no había
editores, ni público para los libros argentinos, ni diarios y revistas que pagasen
las colaboraciones de los principiantes, ni premios municipales o de otra
índole. ¿Sabrán estas cosas los jóvenes de hoy? Muchachos de veintidós años
obtienen un premio de varios miles de pesos por su primer libro, y todos
consiguen vender una pequeña parte de la edición a la Comisión Protectora de
Bibliotecas Populares. Los poetas de mi tiempo sólo obtenían el desdén general,
y de todo hombre joven que escribía decíase: "le da por la literatura”, es
decir, le da la chifladura por escribir.
En medio de la aplastante
indiferencia comenzamos nuestra obra, y pronto llegamos a imponernos. Hubo un
momento, año más, año menos, en que la alta crítica, en todas las ramas del
arte, estaba en manos de hombres de nuestro grupo. Fué cuando en La Nación, el diario de la gente culta
del país, Echagüe hacía la crítica de teatros, Barrenechea la de música y
Chiappori la de pintura y escultura. Mi generación abarcó todos los géneros: la
novela, con Leumann, Hugo Wast y Manuel Gálvez; el cuento, con Chiappori,
Horacio Quiroga y Gerchunoff; la poesía, con Rojas, Barreda, Bravo y Jordán; la
crítica, con Echagüe, Chiappori y Barrenechea; el ensayo, con varios de
nosotros; y la historia literaria, con Rojas.
Mi generación reveló los valores de
la argentinidad por medio de La
restauración nacionalista; inició, mediante El solar de la raza, de Manuel Gálvez y Las rosas del mantón, de Ernesto Mario Barreda, una corriente de
simpatía hacia la olvidada y calumniada España; difundió por la pluma de Becher
y la mía, en tiempos en que nadie se atrevía a nombrar a Dios, ideales y
sentimientos religiosos; introdujo en nuestras letras la vida provinciana, con La Maestra Normal, los cuentos de
Quiroga y las novelas de Hugo Wast; hizo conocer y estimar la literatura
argentina y, por la obra de Barrenechea, admirar a Nietzsche y a Wagner; impuso
a Rubén Darío, a quien habían abandonado sus amigos; y, desde las más altas
tribunas, difundió, por las plumas de Echagüe y de Chiappori, el gusto y la
comprensión de la auténtica belleza en el teatro y en las artes plásticas. Esto
es una parte mínima de lo que hemos hecho durante los primeros años de nuestra
vida literaria, que si se quisiera referir todo lo realizado después, los
libros que hemos publicado, las instituciones fundadas, las ideas que se han desparramado,
lo que hemos enseñado de la historia y de las costumbres del país, los ideales
que hemos inculcado y la obra en favor de nuestro idioma y de la cultura
general, se necesitarían muchas páginas tan solamente para enumerarlo.”
Gálvez, Manuel: Amigos y Maestros de mi Juventud, Hachette, Bs.As.,
1961, p.41-44
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