PROLOGO DE LOS
EDITORES
Manuel Gálvez murió, empinado
en sus ochenta gloriosos arios, sin haber tenido la satisfacción de vivir la
segunda edición de El general
Quiroga, obra
publicada por primera vez en 1932 y que ahora nos honramos en reimprimir.
¿Cuándo y cómo escribió esta
novela? En el tomo III de Recuerdos de la
vida literaria, Gálvez
dice: “Al día siguiente de terminar El gaucho de los Cerrillos, el 1° de enero de 1931, me puse a trabajar en El general Quiroga, segunda novela de la serie. Es decir, me puse a
pensar en el argumento y los personajes principales. Porque no empecé a
escribirla hasta el 1? de marzo. Los dos meses de estudio y preparación eran
explicables: nada más difícil que inventar una familia cuyos miembros debiesen
participar en sucesos que ocurrían en Buenos Aires, Mendoza,
Tucumán y otros lugares de la República. Yo había hecho ya la hazaña con la
Trilogía í, pero ahora la
solución de la dificultad me parecía más ardua.'’
El inconveniente
consistía en la necesidad que se le presentaba al autor de situar la acción de
su nueva novela entre gente de la clase intermedia y de la popular, para así
completar el cuadro de la sociedad argentina de las primeras décadas posteriores
a la Revolución de Mayo, dado que la acción de El gaucho de los Cerrillos se daba en la clase superior. Resolvió la dificultad
gracias a su fecunda imaginación: inventó una familia numerosa y pintoresca,
los Lanza, grupo humano al que en adelante reputó, comparándolo con otros
presentados a través de su extensa obra novelesca, como “el más rico en
personajes característicos, originales, llenos de colorido y muy criollos”
Un año y dos meses le
demandó la creación de su nueva novela, a
cuyo original dio cima en mayo de 1932. Pulcramente impreso el volumen en los
talleres gráficos de López, sitos, como hasta hace poco tiempo, en Perú 662,
de la ciudad de Buenos Aires, salió a la venta con el auspicio de la Librería y
Editorial La Facultad, de Juan Roldan y Cía.,
con sede en Florida 359. “Apareció El general Quiroga, dice Gálvez en su antes citada obra autobiográfica, un
mes antes de la muerte de Hipólito Yrigoyen. Este suceso debió influir
negativamente en la salida de los libros. Además, ese año fue malísimo para los
negocios de librería.’' Para Quienes están vinculados con la empresa
editorial, esta afirmación del gran novelista no suena a pretexto o a
justificación. Es bien sabido que la peor suerte que le puede caber a un
escritor, más si es un
consagrado, consiste en que un libro suyo vea la luz en momentos de conmoción
pública o de producirse sucesos políticos o sociales de largas consecuencias.
En tales momentos, el lector deja de lado las noticias literarias y se entrega
por entero a la información acerca de los hechos del día; las secciones de
crítica bibliográfica ni merecen el favor de una rápida mirada y los editores
se cuidan muy bien de publicar avisos periodísticos porque nadie los leerá, y
si alguien lo hace, su propósito de concurrir a una librería para adquirir el
nuevo libro cederá ante el temor de salir a la calle
o el afán por no
perder detalle de cuanto está acaeciendo. Por la causa apuntada, la novela se
vendió muy lentamente y tardó años en agotarse. Mas si no se la reeditó por
casi cuatro décadas, como ahora lo hace Ediciones Theoría, mereció, sí, que se la tradujera al checo y se la
publicara en Praga.
¿Qué opinaba Gálvez
de esta novela suya? Así decía de ello en 1962: “...El general Quiroga me parece de lo mejor que he escrito. No suelo leer
mis libros, como hacen otros escritores, sobre todo ciertos poetas —narcisos
enamorados de sus obras—, pero de cuando en
cuando las circunstancias, la corrección de pruebas de las nuevas ediciones, me
obliga a aquello. Pues bien: jamás quedo contento. Por este motivo corrijo
incesantemente, de modo que, salvo excepciones explicables, ninguna
edición de un libro mío es en absoluto idéntica a la anterior. Con El General Quiroga me sucede que, cuando, por casualidad lo abro y leo unas líneas
aquí o allí, siempre quedo satisfecho.
Creo
que no tiene una coma de más, y creo también que mi estilo narrativo, excepto
en Miércoles Santo, nunca llego a tanto
vigor y sobriedad. Hay además en El general
Quiroga mucho
colorido, y puede afirmarse Que es el más argentino, el
más criollo de mis libros.” Con Gálvez coincidía Raúl. Scalabrini Ortiz
al expresar que era la más grande y la más argentina de sus novelas.
Desde las páginas de la revista Atlántida, un crítico, tras formularse varias preguntas sobre el
famoso riojano, afirmaba: “Es preciso
leer a Gálvez para descubrir esas incógnitas, para hallar nuevos prismas
espirituales y desconocidos aspectos del Tigre de los Llanos; es necesario
penetrar en la enmarañada selva de la vida de este caudillo, que en la novela
resalta con nítido relieve, para comprender su especial psicología”. También
desde la mencionada revista, se decía en otra nota critica: “Gálvez ha tenido
la habilidad, de presentarnos un Facundo humano, viviente, que actúa en
el relato con naturalidad, sin muchas sombras, y ajustado a lo que entendemos
por realidad histórica, pero despojado de las exageraciones evidentes en otros
relatos, que lo presentaban a la imaginación popular más bárbaro y cruel de lo
que han sido, generalmente, esos
caudillos del interior”.
Julio Irazusta, en la
revista El Hogar, sostuvo que las novelas
de Gálvez sobre la época de Rosas “tienen importancia reveladora. Confirman la
buena orientación del movimiento empezado hace unos años en favor de esa época
tan ignorada de la historia argentina. Un pueblo desorientado quiere conocer
una parte decisiva de su pasado que hasta ahora se le ocultaba, para seguir con
dirección más segura su marcha hacia el porvenir.
Y los conocedores de su
sensibilidad se adelantan a satisfacer su deseo, dándole los elementos que la
historia exige.” Agregaba que la obra de Gálvez merecía el más alto
reconocimiento porque sus novelas “difundirán entre un numeroso público la
buena manera de enfocar el conflicto de los hermanos-enemigos, y facilitarán la
recepción de los juicios históricos definitivos, desalojando a las abominables
novelas de cordel que hasta ahora dominaban el campo de la información sobre
la época.”
En España, y desde las columnas
del diario El Liberal, el agudo crítico
Rafael Cansinos Assens decía rotundamente “El general Quiroga es la obra de un novelista que domina la arquitectura
del género y camina sin dificultad por un dédalo de acontecimientos y
personajes, en que otro menos experto se perdería. Manuel Gálvez ha llegado ya
a esa altura en que el arte deja de ser un tormento para ser un dominio.
Señorea sobre el plano total de la literatura española, y es, desde luego, suya
la herencia de Galdós, que tantos se disputan vanamente en la Península
Publicado El general Quiroga, Manuel Gálvez presentó su libro al concurso anual,
promovido por el Gobierno nacional, correspondiente a
1932. El fallo del jurado se demoró hasta el 28 de noviembre de 1935, día en que se supo que a nuestro gran escritor le
había sido concedido el Primer Premio Nacional de Literatura. Cabe señalar,
para que quede bien valorada la distinción, que al conceder los premios, el
jurado señaló “... que
al otorgarlos debe tenerse en cuenta no sólo los libros presentados sino
también la obra anterior de los autores”. Seguramente, la aclaración mucho
tenía que ver con un lamentable episodio ocurrido años atrás y también vinculado
con el Premio Nacional.
El general Quiroga debía ser, según el plan de trabajo que se había
trazado Gálvez, el segundo volumen de la serie novelística Escenas de la época de Rosas. El tercero llevaría por título Doña Encamación, que en 1932 se anunciaba como de próxima aparición. En realidad Gálvez nunca llegó a
escribir este libro, parte de cuya
contenido fue incluido en El general Quiroga. Cuanto podía fallar se integró
años después en La ciudad
pintada de rojo, libro con el que
Gálvez retomó la creación de la serie antedicha, a la que puso término en 1951, casi en las
vísperas del centenario de la batalla de Caseros, con la publicación de Y así cayó don Juan Manuel.
Creemos oportuno, finalmente,
señalar que esta segunda edición de El general Quiroga difiere en su última parte de la
publicada en 1932. La razón del cambio la explica el gran escritor en su obra autobiográfica al manifestar cuanto sigue: “. . .he modificado el final de
esta novela, por la razón que se leerá.
La
segunda edición no ha sido hecha todavía, e
ignoro cuándo podrá aparecer. La crisis del libro es tan grave que los editores
no quiere publicar nada que haya antes aparecido bajo otro sello
editorial. Pero advierto ahora aquella modificación, para que al lector no le
tome desprevenido.
“En una de las últimas páginas,
Santos Pérez, el matador de Facundo, un
momento antes de ser fusilado, grita: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!” Sin
duda porque ni en los párrafos precedentes ni en los siguientes se afirma lo
contrario, aunque se lo insinúa con claridad, muchos lectores, y algunos muy
cultos y aun entendidos en cosas de historia, pensaron que yo consideraba a
Don Juan Manuel como el asesino moral de Quiroga. Jamás he creído eso. Santos
Pérez podía creerlo, pues es seguro que, para decidirlo al crimen, le dijeron
que Rosas lo quería y lo ordenaba”.
“He arreglado el punto —pues
era preciso arreglarlo— con el aumento de
cuatro líneas en un parrafito cuyas palabras últimas han quedado así'; “Iban a ser
fusilados José Vicente Reinafé, ex gobernador de Córdoba, su hermano Guillermo —instigadores
del crimen— y su ejecutor
material, el capitán Santos Pérez, gaucho malo a quien se había hecho creer,
para decidirle, que Rosas ordenaba el asesinato de Quiroga”. Y en la página
siguiente he suprimido el calificativo de “terribles” que
aplico a las palabras que pronuncia Santos Pérez”.
“Y así queda
restablecida la verdad histórica, pues hoy por hoy ningún historiador
responsable cree en la culpabilidad de Rosas en el crimen de Barranca Yaco”.
1 Las tres novelas que integran la serie Escenas
de la guerra del Paraguay
Ediciones Theoría
Buenos
Aires, octubre de 1970
Aquel 10 de marzo era de duelo
para los Lanzas. ¡Cinco años, desde el día en que los indios, maloqueando por
las estancias del Salado, se llevaron cautivos a Juan y a su mujer! La madre y
las hermanas los lloraban en cada aniversario. Si hubiese muerto, no los
recordarían tanto, Pero les horrorizaba aquella esclavitud entre los salvajes,
comiendo carne cruda, bebiendo la sangre de las yeguas.
Vivían en la calle de la Plata,
allá por el hueco de Lorea, ya en “las orillas”, como denominaban a los
arrabales en Buenos Aires. La casa era espaciosa, con enormes estancias y huerta,
pero miserablemente amueblada, como casi todas las viviendas de entonces. Los
Lanzas carecían de fortuna. La estanzuela del Salado era una ruina. La guerra
civil del año 29 no había dejado ni las paredes del rancho. El sueldo del
padre, don Eleuterio, sargento mayor de un batallón de cívicos, era el único
recurso de la familia.
Porque con los hijos no se podía
contar. Salvo Gregorio, el primogénito, que era lomillero, oficio productivo en
aquellos tiempos en que todo el mundo necesitaba monturas y lazos, frenos y
rebenques, y, en fin, toda clase de enseres de cuero, ninguno de los demás
trabajaba; pero Gregorio vivía con su familia, en casa aparte. Régulo se había
casado con la hija de un ricachón y perdía en el juego la fortunita que su
mujer heredara. El tercero, Lucas, era militar; pero no oficial, sino simple
sargento, y había entrado en el ejército hacía unos meses, después de año y
medio, sin ganar sueldo, naturalmente, en la montonera de Pancho el Ñato,
sirviendo a la causa federal. Amallo era un vago, que se pasaba las horas en
las pulperías, esperando a que alguien le pagase una caña; y Fructuoso, un
anormal que dormía el día entero, cuando no se ocupaba de guasquear a los
perros o de asustar a las sirvientas.
Los Lanzas, a pesar de las
apariencias en contrario, tenían, por el lado paterno, bastante buen origen.
Pero ahora no formaban parte de la sociedad, de la “gente decente”, como se
decía. La incultura, la vida en el campo o en la montonera, y el aislamiento en
que la sociedad los tenía, por causa de un crimen que cometió el abuelo de don
Eleuterio, los había hecho descender. Don Eleuterio sabía leer, aunque con
dificultad, y doña Zenona, su cónyuge, era analfabeta. Las cuatro hijas mujeres
entendían en labores femeninas; y carecían de cultura. Los Lanzas tenían
parientes lejanos en la buena sociedad, pero no eran visitados por ellos, que
los consideraba como “gentuza”; aparte de que nadie hubiera querido encontrarse
con Lucas, con Amalio o con Fructuoso.
Aquella tarde, las cuatro hijas
acompañaban a la madre. En el corredor del primer patio cosían, tejían y
tomaban mate. Fructuoso, como mosca atontada, iba pegajosamente de una a otra
de sus hermanas para tironearles del pelo, arrebatarles las labores, o
gritarles a la oreja una estupidez cualquiera, con intención de asustarlas.
- ¡Pobre m’hijo Juan! — exclamaba de cuando en
cuando doña Zenona. ¿Ande estará? El
corazón me dice que no lo han muerto los salvajes, que vive…
Doña Zenona fumaba un grueso
cigarro de hoja, al que dejaba largos ratos en los rincones de la boca. Se dividía
el pelo en dos mitades, bien aplastadas, y lo recogía en un “sorongo” en la
nuca o lo dejaba caer en anchas trenzas.
Durante cinco años, los padres
habían buscado al hijo. Cuando el coronel Juan Manuel de Rosas, comandante
general de la campaña, entro en acción a fines de 1828, tuvieron esperanzas de
encontrarlo. Don Eleuterio, hasta entonces, no había actuando con Rosas, como
que Rosas estaba dedicado solo a sus estancias; pero después del fusilamiento
de Dorrego, jefe del federalismo y gobernador legal, pasó a servir con don Juan
Manuel. Rosas era querido y respetado por los indios, y las tolderías le
ayudaron en la guerra contra ¿avalle. Por medio del jefe, don Eleuterio creyó
poder rescatar a Juan, y trató, sin éxito, de utilizar su influencia: los
indios fieles a Rosas nada sabían del cautivo, o fingían no saber. Don
Eleuterio se convenció de que Juan no debía estar entre las indiadas amigas,
sino en tierra adentro, en las más lejanas tolderías, donde no era reconocido
el poder de Rosas.
De las hijas, una, Encamación, la
menor, era soltera. Tenía ojos como carbón, cejas espesas y renegridas, boca
ancha y sensual, ligero bozo en los labios, trenzas hasta las rodillas, carnes
moronas, nalgas abultadas, andar lento y dengoso. La mayor, Bernabela, habíase
casado con un unitario y vivía en la casa: su marido, empleado durante el
gobierno de Lavalle, había huido a Montevideo. Bernabela tenía porción de
hijos; don Eleuterio gestionaba el retorno del marido, Pedro Lobos, e iba en
camino de lograrlo. La segunda, Marcelina, a la que llamaban Celina, casóse con
un francés relojero. Nadie comprendía cómo aquella portería pudo casarse con un
“gringo”, con un “franchute”. El marido, Antonio Laporte, no pisaba la casa, de
miedo a Lucas. En aquellos días de conflictos con Francia, los buenos federales
odiaban a los franceses, y Lucas había anunciado que cosería a puñaladas al
gringo cuando lo encontrase. Laporte no salía a la calle, temeroso de que los
muchachos, los nombres y hasta las mujeres le gritaran carcamán v gringo v aun
le tiraran con piedras. Había otra hija, Eulogia, a la que decían Ulogia.,
considerada como solterona por haber llegado sin casarse a os veinticinco años.
Era flaca, rezadora, politiquera y desabrida, un palo vestido tenía más gracia
que ella.
—Raro que no vengan Carmen ni
Melchora... — dijo Celina, pensativa.
Melchora era la mujer de Gregorio
Lanza, el lomillero. Un poco mulata, pertenecía a una condición inferior a la
de su marido. Siempre iba a la casa, y sólo por enfermedad podía explicarse su
ausencia en aquel día.
-
A Melchora — comentó doña Zenona — algo le ha’e
pasar. Alguna de sus criaturas, de fijo, ha’estar empachada. Cuanto a la obra.
. . pst... ¡la orgullosa de siempre! Nos desprecea porque somos pobres...
Las hijas protestaron. Carmen, la
mujer de Régulo, no las despreciaba y era muy buena con ellas. Pero, no quería
encontrarse con Lucas, o con Amalio, o con Fructuoso.
—¿Y qué tienen de malo mis hijos,
vamos a ver? ¡Qué caray! ¿Son mejores sus hermanos? Mis hijos, a lo menos, son
buenos federales, no traidores...
Doña Zenona miró de reojo a la
casada con el unitario. Cuando defendía a sus hijos, o cuando discutía, poníase
agresiva con los que la rodeaban.
Las hijas callaron, respetuosas y
prudentes. La charla de la madre, como canilla de agua mal cerrada, dejaba caer
gotas de protesta o de enojo, de cuando en cuando. Por fin calló ella también,
no encontrando eco en su auditorio.
Entró un mulatito en patas. Venía
de parte de la mujer de Gregorio. Ni ella ni su marido podían ir. Una de sus
criaturas había caído con el sarampión. Las cuatro hermanas lo echaron al mulatito,
temerosas del contagio. Fructuoso lo corrió con un palo hasta la calle, y quedó
riéndose.
-
íQué Pavada! - exclamó doña Zenona-. El mal no
salta de un cristiano a otro. Son sonseras de los dotores.
La mujer de Régulo era una
Herrera y pertenecía a la mejor sociedad. Se casó con Régulo después de una
larga oposición de su familia. Régulo tenía excelente aspecto, y él solo, entre
todos los Lanzas demostraba que los suyos fueron “gente decente” en otras
generaciones.
-iQué paqueta, hijita! – exclamó doña
Zenona, observando la elegancia de su nuera. — Aunque, bien mirao, no valía la
pena ponerse las mejores pilchas para visitamos a nosotras. Parece que tuvieras
cumplidos con tu suegra y tus cuñadas, y que nos trataras como a extrañas.
A la vieja le incomodaba ver a
Carmen mejor vestida que sus hijas. Carmen llevaba zapatos de raso, traje de
seda, una gran peinola y algunas alhajas. Doña Zenona era ridículamente celosa,
y no simpatizaba con su nuera. Hasta su belleza y su poco de ilustración le
ofendían. Carmen era una linda rubia de ojos celestes, y no sólo sabía leer y escribir
sino que tenía libros y los leía. Había estudiado dos años, siendo ya una
señorita casadera, con Madame Louise, una francesa distinguida que educó a
algunas jóvenes de la buena sociedad.
— No
son mis mejores pilchas, señora, como usted dice — contestó la rubia. — Yo ando
siempre así. Y no son paqueterías . . .
¡Oh, no me vengas a mentir! Lo
que vos querés es humillarnos, porque te crees mejor que nosotras.
-
¡Pero Mama, por favor...! — rogaron las hijas.
La vieja rezongó un poco más,
hasta que se le pasó el enojo.
—¿Y qué hay de nuevo? — preguntó
Encarnación. — A ver. . . cuenten. . . las que vienen de la calle.
Carmen dijo que no se hablaba
sino de política. El tema que preocupaba a toda la gente, hombres y mujeres,
grandes y chicos, era la llegada de Facundo Quiroga.
La vieja se hinchó de
aspavientos.
—¿Quiroga, decís? ¿No es el
general Quiroga, aquel que declaró la guerra al tirano perverso y traidor de
Juan Lavalle? Es uno de los nuestros.
—¿Y qué clase de hombre será? —
inquirió Celina. — Porque unos dicen una cosa y otros otra.,.
—No es más que un gaucho bárbaro
—aseguró Carmen.— Un hombre malo, que ha cometido muchos crímenes.
—¡Cuándo no habías de ser vos!
Claro, como que los de tu casa son
federales de engaña pichanga, enemigos del Restaurador. . . Ustedes van a
acabar mal, hijita.
Carmen afirmó que los de su casa
eran buenos federales. Pero eso no la obligaba a ella a no ver en Quiroga lo
que era: un gaucho ignorante y criminal.
—¡Mejor gaucho que cajetilla,
che!
Todas callaron. Insultos y
rezongos se apagarían en el pozo de silencio. Así fue, pero, al rato, brincó el
reproche:
—¿Y cómo yo no sé nada? ¿O es que
ustedes me lo han callao adrede, porque son malas federalas?
Las aludidas, Bernabela, Celina,
Ulogia y Encarnación, protestaron.
—¡Claro que son malas federalas,
po! Una, porque es la mujer de un unitario; otra, porque es la mujer de un
franchute; y la tercera, porque se ha enchusquecido de un godo, y los godos han
de ser contrarios al ilustre Restaurador. Sólo Ulogia es buena federala.
Nuevas protestas de las hijas,
que afirmaron ser tan federalas como doña Encarnación Ezcurra, la mujer de
Rosas.
—Y si usted no sabe nada, señora,
de la llegada de Quiroga,
— dijo
Carmen — es porque hasta ayer nadie lo sabía.
Carmen refirió pormenores de la
recepción que, por orden de Rosas, se preparaba a Quiroga, el caudillo de La
Rioja, el famoso Tigre de los Llanos. El propio gobernador saldría a recibirlo
al empezar la calle de la Piala, y estaba construyéndose un arco triunfal para
que Quiroga pasara por debajo.
—Entonces ¿viene triunfador? —
exclamó Ulogia.
—Viene derrotado —sonrió Carmen—.
El general Paz, gobernador de Córdoba, lo ha vencido en dos cómbales: los de la
Tablada y de Laguna Largo. Dicen que Quiroga apenas pudo escaparse con cuarenta
hombres.
—Ha’e ser mentira - -saltó doña
Zenona—. Yo he óido que el general Quiroga es el hombre más valiente que hay en
el país. Díganme ¿no fue él aquel que en San Luis impidió él solo que los godos
prisioneros triunfasen cuando se sublevaron? ¿Y no fue también él, quien yendo
una vez por una travesía en e desierto de San Luis, pelió con un tigre mano a
mano? ¡Y bueno, po! ¿Cómo lo va a derrotar ese Paz, que pa pior es manco? ¡Ande
se ha visto que un cajetilla derrote a un gaucho corajudo!
Y sin embargo, era verdad lo que
dijera Carmen. Juan Facundo Quiroga, caudillo de La Rioja, pocas semanas
después de saber el derrocamiento del gobernador de Buenos Aires, coronel
Manuel Dorrego, por el general unitario Juan Lavalle, le declaró la guerra, en
nombre de la causa federal. No le fue necesario llegar hasta Buenos Aires,
porque, transcurridos seis meses de la revolución, Lavalle, en junio, pactó con
Juan Manuel de Bosas, vengador de Dorrego. Pero como unos meses atrás, en
abril, el general unitario José María Paz derrocara al caudillo y gobernador de
Córdoba, general Juan Bautista Bustos Quiroga, bajó a esta provincia con sus
gauchos. Viósele pelear en la Tablada como una fiera, con el busto desnudo,
descalzo, remangados el chiripá y los calzoncillos y atados alrededor de los
mus- los, agitando el sable con su brazo poderoso, chorreando sangre propia y
enemiga su vestimenta, sus carnes y sus espesas barbas renegridas, y sableando,
no sólo a sus contrarios, sino también a sus soldados que flaqueaban. Fue
derrotado, y Rosas lo sabía. Pero como conviniera a sus fines recibirlo en
carácter de vencedor, había organizado una apoteosis para su llegada.
Carmen seguía dando noticias,
cuando entró Lucas. El sargento pasó de largo junto a las mujeres, sin
mirarlas. Fructuoso, en el temor de recibir un guascazo de su hermano, fue a
esconderse, encogido y asustado. Carmen calló, disgustada por aquella presencia.
Lucas Lanza era sargento en el 6
de Caballería, llamado también regimiento de Coraceros. El regimiento no
pertenecía a la jurisdicción de la ciudad, pero Lucas estaba, con otros soldados,
acompañaba a unos oficiales- enviados en comisión desde el campamento. Su
uniforme trascendía a pampa, a barbarie, a gauchaje. Los coracero calzaban bota
de potro, apretada por enormes espuelas
de hierro. En vez del pantalón europeo y civilizado, vestían el chiripá gaucho,
de paño azul, ribeteado de blanco. Sobre la blusa de bayeta grana con bocamanga
negra, la coraza de hierro defendía el pecho. Una gorreta de mitra llamada así
por su vaga semejanza con el capelo episcopal — y un corvo sable sostenido de
un cinturón por dos tiros, completaban la figura del sargento. Lucas imponía
temor con su negra barba, su mirada fría y tenaz, sus cabellos que le tapaban
la frente y escondían la nuca y las orejas. Sospechábase que, aparte de los
crímenes cometidos durante el año y medio de bandidaje en la partida de Pancho
el Ñato, tuviese encima varias muertes.
—Vení m’hijito, que quiero
preguntarse una cosa — voceó doña Zenona.
El tratamiento cariñoso a
semejante sujeto, sonó como un sarcasmo en medio del silencio de las mujeres.
Fructuoso, detrás de la madre, miraba a Carmen y le señalaba el cuarto del
sargento, riendo de oreja a oreja con su risa babosa.
No tardó en reaparecer Lucas,
vestido de civil. Habíase cambiado »1 chiripá del uniforme por un chiripá
corriente, y sacado la coraza, la blusa y el sable. Traía en la cabeza un sombrero
con barbijo. Un poncho terciado ocultaba parte de la chaqueta. Y la mano de
hierro agarraba un recio látigo. Un trabuco y un cuchillo ostentaban su amenaza
en el cinturón.
— ¡Oh!
¿Y esto? exclamó la madre al verle con otra ropa
Lucas se detuvo, sin saludar a
nadie.
— Mañana — contestó sombríamente — llega el
general Quiroga, y esta noche vamos a hacer una demostración contra los
unitarios.
Y mirando a su hermana Celina de
soslayo, agregó:
—Y contra los franchutes. ..
Celina bajó los ojos, pálida y
estremecida. Temió que I u- cas y sus compinches maltrataran o asesinaran a su
marido Los sabia capaces de todo. Y el pobre Laporte.
Carmen, mientras tanto, hubiera
querido hacerse invisible. Esperaba que el bárbaro tuviese también alguna
palabra para ella.
—Vamos a hacer un lindo
escarmiento, Mama, esta noche. Y no nos olvidaremos, dejuro, de los malos
federales.
Sus ojos miraron siniestramente a
Carmen.
— ¿Han hecho algo los malvados
unitarios y los malos federales? — preguntó Ulogia.
— Han festejado el triunfo que dicen que tuvo el
manco Paz en febrero, cuando lo agarró prisionero al general Aldao. Han celebrado
convites, han hechao brindis, se han juntao en las calles y se han cambiado
parabienes públicamente. Pero aura los buenos federales les vamos a retrucar a
sus insolencias.
Carmen, nerviosa, temblaba.
Encarnación corrió a traerle agua.
- No se asuste niña - dijo Lucas
—, que a usté nada le ha’e pasar. ¡Ja. ja!
Su risa pareció ahogarse en la
maleza de su barba.
La madre le preguntó si era cierto
que Quiroga venía derrotado por Paz. Lucas miró a Carmen rencorosamente, suponiendo
que ella trajera la noticia.
—¡Miente el que diga eso! Don
Juan Manuel lo recibe como triunfador ¡y basta! Don Juan Manuel es el único que
sabe la verdá.
Levantó el rebenque, lo revoleó
como si amenazara a alguien y; sin despedirse, se fue a la calle.
Un temblor de malestar quedó en
el aire. Imágenes de odios, de venganzas, de crímenes pasaron por los ojos de
las mujeres. Carmen, nerviosa, soltó el llanto con aspaventero enojo de su
suegra. Celina, más sufrida, quedóse silenciosa y triste, aunque tuviese mayor
motivo para preocuparse. La vieja siguió parloteando. A veces, miraba a su
alrededor y callaba, pensativa. Fructuoso, todavía con miedo, habíase
arrinconado en un ángulo del patio, como un perro.
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