Marcel Proust - El sufrimiento


             
El sufrimiento, prolongación de una conmoción moral impuesta, aspira a cambiar de forma; esperamos volatilizarlo haciendo proyectos, pidiendo informaciones; queremos que pase por sus innumerables metamorfosis, cosa que requiere menos valor que conservar el sufrimiento intacto; esa cama en la que nos acostamos con nuestro dolor parece demasiado estrecha, dura, fría. Conque me puse en pie; me movía por el cuarto con una prudencia infinita, me colocaba de tal forma que no viera la silla de Albertine, la pianola en cuyos pedales apoyaba ella sus chinelas doradas, ni uno solo de los objetos que había usado, todos los cuales parecían querer darme —en el lenguaje particular que les habían enseñado mis recuerdos— una traducción, una versión diferente —anunciarme por segunda vez la noticia— de su marcha, pero, sin mirarlos, los veía; las fuerzas me abandonaron, caí sentado en uno de esos sillones de raso azul cuyo centelleo una hora antes —en el claroscuro de la habitación anestesiada por un rayo de luz me había hecho concebir sueños apasionadamente acariciados entonces y tan lejos de mí ahora. Nunca me había sentado en él —¡ay!— antes de aquel minuto, salvo cuando Albertine estaba allí. Por eso, no pude quedarme y me levanté y así, a cada instante, había alguno de los innumerables y humildes yoes de que estamos compuestos que ignoraba aún la marcha de Albertine y al que debía notificársela; debía anunciar —cosa que resultaba más cruel que si hubieran sido extraños y no hubiesen tomado mi sensibilidad para sufrir— la desgracia que acababa de ocurrir a todos esos seres, a todos esos yoes que no lo sabían aún; era necesario que cada uno de ellos oyese, a su —y por primera— vez, estas palabras: «Albertine ha pedido sus maletas» —aquellas maletas en forma de ataúd que yo había visto cargar en Balbec junto a las de mi madre—, «Albertine se ha marchado». A cada uno de ellos debía yo comunicar mi pena, la pena que en modo alguno es una conclusión pesimista libremente obtenida de un conjunto de circunstancias funestas, sino la reviviscencia intermitente e involuntaria de una impresión concreta, procedente del exterior, y que no hemos elegido. A algunos de esos yoes no los había yo vuelto a ver desde hacía bastante tiempo: por ejemplo (no me había acordado de que era el día en que venía el peluquero), el yo que era yo cuando estaban cortándome el pelo. Había yo olvidado aquel yo y su llegada me hizo estallar en sollozos, como, en un entierro, la de un viejo servidor jubilado que conoció a la que acaba de morir. Después recordé de repente que, desde hacía ocho días, había sentido a ratos pánicos que no me había confesado a mí mismo. Sin embargo, en esos momentos los rechazaba diciéndome: «Sería ocioso, verdad, pensar en la hipótesis de que se marche bruscamente. Es absurda. Si sometiera dicha hipótesis a un hombre sensato e inteligente (y lo haría para tranquilizarme, si los celos no me impidieran hacer confidencias), me respondería así: “Pero está usted loco. Es imposible”». Y, en efecto, aquellos últimos días no habíamos tenido ninguna discusión. «Quien se marcha lo hace por un motivo. Lo dice. Te da derecho a responder. No se marcha así como así. No, es una niñería. Es la única hipótesis absurda.» Y, sin embargo, todos los días, al volver a verla por la mañana cuando llamaba yo al timbre, había yo lanzado un inmenso suspiro de alivio cuando Françoise me había entregado la carta de Albertine había estado seguro al instante de que se trataba de aquello que no podía ser, de aquella marcha en cierto modo advertida varios días antes, pese a las razones lógicas para estar tranquilo. Me lo había dicho a mí mismo casi con satisfacción por m¡ perspicacia dentro de mi desesperación, como un asesino que conoce la imposibilidad de ser descubierto, pero tiene miedo y de pronto ve el nombre de su víctima escrito a la cabecera de un expediente en la mesa del juez de instrucción que lo ha citado. Toda mi esperanza radicaba en que Albertine hubiera partido para Turena, a casa de su tía, donde, a fin de cuentas, estaba lo bastante vigilada y no podría hacer gran cosa hasta que yo volviese a traerla a mi casa. Mi peor miedo había sido el de que se hubiera quedado en París o hubiese partido para Amsterdam o Montjouvain, es decir, que se hubiera escapado para dedicarse a alguna intriga cuyos preliminares me hubiesen pasado inadvertidos, pero, en realidad, al citarme París, Amsterdam, Montjouvain, es decir, varios lugares, yo pensaba en simples lugares posibles; por eso, cuando el portero de Albertine respondió que se había marchado a Turena, aquella residencia que creía yo desear me pareció la más atroz de todas, porque era real y por primera vez me imaginaba, torturado por la certidumbre del presente y la incertidumbre del futuro, a Albertine iniciando una vida que había deseado completamente ajena a mí, tal vez para mucho tiempo, tal vez para siempre, y en la que realizaría aquel anhelo incógnito que en tiempos me había trastornado tan a menudo, pese a que tenía la dicha de poseer, de acariciar, su exterior, aquel dulce rostro impenetrable y cautivo. Aquel anhelo incógnito constituía el fondo de mi amor.
Delante de la puerta de Albertine, me encontré con una niña pobre que me miraba con ojos muy abiertos y parecía tan buena, que le pregunté si quería venir a mi casa, como lo habría hecho a un perro de mirada fiel. Se le alegró la cara. En casa, la mecí un rato en mis rodillas, pero su presencia, al hacerme sentir demasiado la ausencia de Albertine, no tardó en resultarme insoportable y le rogué que se marchara, tras haberle entregado un billete de quinientos francos y, sin embargo, poco después, la idea de tener a alguna otra niña cerca de mí, pero no estar nunca solo sin el socorro de una presencia inocente, fue el único sueño que me permitió soportar la idea de que tal vez Albertine pasara algún tiempo sin regresar. En el caso de la propia Albertine, apenas existía en mí salvo en forma de su nombre, que, exceptuados algunos respiros al despertar, venía a inscribirse en mi cerebro y no cesaba de hacerlo. Si hubiera pensado en voz alta, lo habría repetido sin cesar y mi verborrea habría sido tan monótona, tan limitada, como si me hubiera convertido en pájaro, en un pájaro igual al de la fábula cuyo canto repetía sin fin el nombre de aquella a quien, siendo hombre, había amado. Lo pensamos y, como lo callamos, parece que lo escribamos dentro de nosotros, que deje su huella en el cerebro y éste deba acabar —como una pared en la que alguien se haya divertido emborronándola— enteramente cubierto por el nombre mil veces reescrito de aquella a quien amamos. Lo reescribimos todo el tiempo en el pensamiento, mientras somos felices, y más aún, cuando somos desgraciados, y al repetir ese nombre que no nos da sino lo que ya sabemos, sentimos renacer, incesante, la necesidad, pero a la larga nos cansa. En el placer carnal ni siquiera pensaba en aquel momento; ni siquiera veía ante mi pensamiento la imagen de aquella Albertine, pese a ser la causa de semejante conmoción en mi ser, no columbraba su cuerpo y, si hubiera querido aislar la idea vinculada —pues nunca deja de haber alguna— con mi sufrimiento, habría sido, alternativamente, la duda sobre las disposiciones con las que se había marchado, con la intención de regresar o no, por una parte, y, por otra, los medios para volver a traerla. Tal vez haya un símbolo y una verdad en el ínfimo lugar que ocupa en nuestra ansiedad aquella por quien la sentimos. Es que, en efecto, su propia persona tiene poco que ver, lo que tiene que ver casi totalmente es el proceso de emociones, angustias, que semejantes azares nos hicieron sentir en tiempos a propósito de ella y que la costumbre ha unido a ella. Lo que lo demuestra perfectamente es (más aún que el aburrimiento que sentimos en la felicidad) hasta qué punto ver o no ver a esa misma persona, ser estimado o no por ella, tenerla o no a nuestra disposición, nos parecerá algo indiferente, cuando ya sólo tengamos que plantearnos el problema (tan ocioso, que incluso dejaremos de hacerlo) en relación con la persona misma, por haber quedado olvidado el proceso de emociones y angustias, al menos en relación con ella, pues puede haberse desarrollado de nuevo pero transferido a otra. Antes de eso, cuando aún estaba vinculada con ella, creíamos que nuestra felicidad dependía de su persona: dependía sólo del fin de nuestra ansiedad. Así, pues, nuestro inconsciente era más lúcido que nosotros mismos en aquel momento, al empequeñecer hasta tal punto la figura de la persona amada, a quien tal vez hubiéramos olvidado incluso, a quien podíamos conocer mal y considerar mediocre, en el espantoso drama en el que de volver a encontrarla, para no esperarla más, podría depender hasta nuestra propia vida: proporciones minúsculas de la figura de la mujer, efecto lógico y necesario de la forma como se desarrolla el amor, alegoría clara de su naturaleza subjetiva.
La intención con la que Albertine se había marchado en semejante seguramente a la de los pueblos que preparan la labor de su diplomacia mediante una demostración de su ejército. Debía de haberse marchado tan sólo para obtener de mí mejores condiciones, más libertad, más lujo. En ese caso, si hubiese yo tenido fuerzas para esperar —esperar el momento en que, al ver que no obtenía nada, habría vuelto por sí sola—, quien habría vencido —de nosotros dos— habría sido yo, pero, si bien en las cartas, en la guerra, en las que lo único que importa es ganar, se pueden resistir los faroles, muy distintas son las condiciones que crean el amor y los celos, por no hablar del sufrimiento. Si para esperar, para «durar», dejaba yo a Albertine permanecer lejos de mí varios días, varias semanas tal vez, arruinaría el que había sido mi objetivo durante más de un año: no dejarla libre ni una sola hora. Si le dejaba tiempo, facilidad para engañarme todo lo que quisiera, todas mis precauciones resultarían inútiles, y, si al final se rendía, yo ya no podría olvidar nunca más el tiempo en que ella habría esta do sola y, aun venciendo al final, el vencido en el pasado - es decir, irreparablemente— habría sido yo.
En cuanto a los medios para volver a traer a Albertine, tenían tantas más posibilidades de dar resultado cuanto más verosímil pareciera la hipótesis de que se hubiese marchado tan sólo con la esperanza de volver a ser solicitada con mejores condiciones y seguramente, para quienes no creían en la sinceridad de Albertine —sin lugar a dudas para Françoise, por ejemplo—, esa hipótesis lo era, pero para mi entendimiento, al que la explicación única de ciertos malos humores, de ciertas actitudes, había parecido, antes de que yo supiera algo, el proyecto concebido por ella de una marcha definitiva, resultaba difícil creer que, en vista de que se había producido su marcha, se tratase de una simple simulación. Digo para mi entendimiento, no para mí. La hipótesis de la simulación me resultaba tanto más necesaria cuanto que era más improbable y ganaba en fuerza lo que perdía en verosimilitud. Cuando nos vemos al borde del abismo y parece que Dios nos ha abandonado, ya no vacilamos en esperar de él un milagro. Reconozco que en toda aquella situación yo fui el más apático —aunque el más doloroso también— de los policías, pero su huida no me había devuelto las cualidades que la costumbre de hacerla vigilar por otros me había quitado. Sólo pensaba en una cosa: en encargar a otro aquella búsqueda. Aquel otro fue Saint-Loup, quien accedió. La ansiedad de tantos días, transferida a otro, me dio alegría y me estremecí, seguro del éxito y con las manos secas de pronto, como en el pasado, sin ese sudor con el que Françoise me había mojado al decirme: «La señorita Albertine se ha marchado». Como se recordará, cuando decidí vivir con Albertine e incluso casarme con ella, fue para retenerla, saber lo que hacía, impedirle reanudar sus hábitos con la Srta. Vinteuil. Había sido consecuencia del desgarramiento atroz de su revelación en Balbec, cuando ella me Había dicho como la cosa más natural —y que, pese a que se trataba de la mayor pena que había sentido hasta entonces en mi vida, fingí con éxito considerar de lo más natural— lo que m en mis peores suposiciones habría tenido la audacia de imaginar jamás. (Resulta asombrosa la poca imaginación de los celos, que pasan el tiempo haciendo suposiciones falsas, cuan 0 de lo que se trata es de descubrir la verdad.) Ahora bien, aquel amor, nacido sobre todo de la necesidad de impedir a Albertine comportarse mal, había conservado posteriormente la huella de su origen. Estar con ella apenas me importa, a poco que pudiera impedir a la «fugitiva» ir aquí o allá. Para lograrlo, había recurrido yo a los ojos, a la compañía, de quienes iban con ella y, con sólo que por la noche me hicieran un pequeño relato muy tranquilizador, mis inquietudes se esfumaban, convertidas en buen humor.
Como me había comunicado a mí mismo la afirmación de que, independientemente de lo que debiera yo hacer, Albertine estaría de regreso en casa aquella misma noche, había suspendido el dolor que Françoise me había causado al decirme que Albertine se había marchado (porque entonces mi persona, cogida desprevenida, había creído por un instante que aquella marcha era definitiva), pero, después de una interrupción, cuando, con un impulso de su vida independiente, el sufrimiento inicial volvía espontáneamente a mí, seguía siendo tan atroz por ser anterior a la promesa consoladora que me había hecho a mí mismo de volver a traer a Albertine aquella misma noche. Mi sufrimiento ignoraba la frase que la habría calmado. Para aplicar los medios con los que obtener ese regreso, una vez más estaba condenado a fingir —no porque semejante actitud me hubiera dado nunca buen resultado precisamente, sino porque siempre, desde que amaba a Albertine,  la había adoptado— que no la amaba, que no sufría por su marcha, estaba condenado a seguir mintiéndole. Podía ser tanto más enérgico con los medios para hacerla volver cuanto que personalmente parecería haber renunciado a ella. Me proponía escribir a Albertine una carta de despedida, en la que consideraría definitiva su marcha, mientras que enviaría a Saint-Loup a ejercer sobre la Sra. Bontemps —y como si yo no lo supiera— la presión más brutal para que Albertine volviese cuanto antes. Seguramente había yo experimentado con Gilberte el peligro de las cartas con una indiferencia primero fingida y que acaba volviéndose verdadera y aquella experiencia debería haberme impedido escribir a Albertine cartas del mismo carácter que las dirigidas a Gilberte, pero lo que llamamos experiencia no es otra cosa que la revelación ante nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que, naturalmente, reaparece y lo hace con tanta mayor fuerza cuanto que ya nos lo hemos revelado a nosotros mismos una vez, de modo que el impulso espontáneo que nos había guiado en la primera ocasión resulta reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. El plagio humano del que resulta más difícil escapar, para los individuos (e incluso para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas), es el de uno mismo.


Proust, Marcel: Albertine desaparecida, Sudamericana, Bs.As., p.p. 18-25

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