Manuel Gálvez - Luchas políticoliterarias


XII

LUCHAS POLÍTICOLITERARIAS

Dos o TRES extranjeros ilustres que nos visitaron dijeron que yo era conductor de hombres”. Algo de esto debió pensar Angel Bohigas, el subdirector de La Nación, cuando contestó a los señores del PEN Club de Londres que yo era la persona indicada para fundar el centro de Buenos Aires. Esto significa que tengo aptitudes para mover a los hombres, reunirlos, hacer listas, elegir a los mejores, convencer a los reacios, atraer a los indiferentes... Hablando en plata: eso quiere decir que sirvo para mangonear y, acaso, que me ha gustado mangonear. ..

Es posible. Pertenezco a una familia de caudillos. Mi tío, el doctor José Gálvez, fue en Santa Fe un excepcional caudillo. Mi padre, aunque en menor grado, también lo fue. Y yo, a los quince años, era caudillo entre los muchachitos de Santa Fe.

Sin duda, estas aptitudes directivas me empujaron, antes de cumplir veintiún años, a fundar una revista en la que agrupé a los muchachos que valían: Ricardo Rojas, Juan Pablo Echagüe, Alberto Gerchunoff, Atilio Chiappori, Abel Cháneton, Mario Bravo y otros. Y a fundar la Cooperativa Editorial Buenos Aires, que reunió a medio centenar de escritores. Y el PEN Club, donde hice entrar a escritores de distintas generaciones y de las más contrarias ideas políticas.

También fui yo quien, aunque con ayuda de otro, juntó más de cincuenta firmas para desaprobar a los rojos españoles, que habían recibido la adhesión de cincuenta colegas liberales, socialistas y comunistas, muchos de los cuales no eran argentinos.

La SADE, o Sociedad Argentina de Escritores, fue fundada por Leopoldo Lugones. Pero hubo antes otras tentativas, siendo la más importante la de Roberto Payró. Hacia 1925 pareció que todo saldría bien. Recuerdo la numerosa asamblea en los Amigos del Arte. Pero fracasó porque la cuota mensual, de diez pesos, les pareció muy elevada a ciertos plumíferos...

Lugones redactó el reglamento de la SADE, la cual peligró por una curiosa causa. Como el reglamento ponía al frente de la institución a una comisión ejecutiva compuesta por unas pocas personas, algunos dijeron que tal cosa no era democrática y se rebelaron... Nada tan ridículo como eso de querer introducir la democracia en todas partes.

Quiso Lugones que yo fuese el tesorero. Él sería presidente, y vice, por imposición suya, Horacio Quiroga. Pero yo me negaba a aceptar. Él me lo mandó a Quiroga para que me convenciese y terminé por decir que sí. Pero renuncié pronto.

Pasaron unos años. Lugones se apartó de la Sociedad, que había caído en manos de los izquierdistas. La comisión directiva hacía política, descaradamente, pero los socios, en su mayoría, no eran hombres de izquierda.

Asistí a los dos primeros congresos: el de Buenos Aires, en 1936, y el de Córdoba, en 1939. Fui al de 1936 porque creía mi deber apoyar, con mi nombre y mi presencia, una reunión de la que mucho podíamos esperar. Por otra parte, siempre pensé que los escritores, para ser algo y conquistar nuestros derechos, debíamos unirnos, cualesquiera que fuesen nuestras opiniones. Mi actitud contrastó con la indiferencia de los demás escritores de jerarquía. Ni Larreta, ni Capdevila, ni Lynch, ni Ibarguren se adhirieron. Lugones ni manifestó hacia el congreso simpatía. Rojas, muy propio de él, envió un mensaje. Yo, muy propio de mí, asistí personalmente. Esto agradó. Al salir de una de las asambleas, se me acercó Samuel Eichelbaum para manifestarme, en nombre de muchos colegas, la simpatía con que habían visto mi presencia en el congreso.

** *

Presenté varias mociones, que fueron aprobadas unánimemente, y sin discusión. Pero las comisiones directivas jamás hicieron nada por llevarlas a la práctica. Ni las mociones mías ni las de nadie. La SADE se ocupó de las cosas más inverosímiles, como aquella de organizar, en su sede, una exposición de flores. . .

Terminadas las sesiones, y empujado por un propósito conciliatorio, publiqué en La Nación el articulejo "El Primer Congreso Gremial de Escritores”. La asamblea me parecía la primera demostración indiscutible de la existencia de la Sociedad. Quedaba probado que era necesaria. Y escribí estas palabras que juzgo indispensable reproducir, aunque sintetizadas:

No ha faltado quien creyera fracasado el congreso por la ausencia de varios nombres prestigiosos de nuestras letras. Quienes así han juzgado no advirtieron que nuestra institución es exclusivamente de carácter gremial. En ella importa la cantidad y no la calidad. Una sociedad gremial de cincuenta escritores, los más reconocidamente notables, sería un de-sastre. A una sociedad de quinientos escritores, nada le importa que falten algunos, aunque sean los más eminentes. La SADE necesita que todos se asocien; pero en caso de preferir, no preferiría a los que escriben mejores versos o tienen más talento, sino a los que tienen más intereses que defender, sea cual sea la calidad de su obra.

En otro párrafo hablé de la escasa conciencia profesional de nuestros escritores. En su mayoría —por ese tiempo— eran periodistas o autores de un solo libro: no tenían intereses que defender. Escritores por accidente, no sentían la profesión. Pero yo esperaba que esto cambiaría. En unas palabras que pronuncié en el Congreso, apoyando uno de los proyectos presentados, dije que ese proyecto respondía a "la urgencia que tenemos los escritores —los escritores que, cumpliendo nuestro destino, hemos hecho de la literatura un oficio— de crear en este país el concepto del escritor profesional”.

Como se dijera que el Congreso no trató cuestiones gremiales, declaré que, salvo en la última sesión, no se trató de otra cosa: medios de vida del escritor, relaciones con las empresas periodísticas, ley de propiedad intelectual, cuestiones editoriales, agremiación, mutualismo y asistencia. Pero reconocí que en esta rapidez para tratar los temas gremiales no hubo siempre inocencia. Algunos de los que más intervinieron en los debates y que, mis que escritores, eran agitadores políticos, tenían interés en pasar volando sobre esos temas para entrar pronto en los que les habían llevado al Congreso. "Estas personas —dije— dueñas por momentos de la asamblea, no han dejado hablar, a veces, a los que se interesaban por los asuntos profesionales.”

A la opinión circulante de haber hecho política, respondí que sí, aunque no tanta. Expliqué:

Ha pasado en nuestro gremio como en los demás. El hombre de izquierda es activo, militante, intrépido, audaz, disciplinado. El hombre de derecha, salvo el fascista (el fascismo sólo pertenece a la derecha por su concepto del orden y de la jerarquía), es generalmente pasivo, tímido, poco amigo de someterse a una disciplina.

Y después de unas frases agregaba:

No fue política el homenaje a García Lorca, pues el gran poeta era miembro de nuestra sociedad. Tampoco es asunto político la declaración en favor de la libertad del escritor, puesto que donde no hay libertad, como acaba de decirlo Gide a propósito de Rusia, no hay literatura ni obra de pensamiento posibles. Convengo en que muchos congresistas han puesto en su voto una intención política, pero lo evidente es que todo el mundo puede estar de acuerdo con una declaración en favor de la libertad del escritor.

Doscientos escritores nos conocimos y tratamos. Teníamos los de esta ciudad un interés simpático por conocer a los de las provincias y verlos actuar. Al decir esto añadí: "Buenos Aires ya no sonríe, como en años lejanos, de los hombres del interior.”

El último párrafo del articulejo demostraba el fervor de mi espíritu profesional: “... Si perseveramos y si tenemos el sentimiento de la solidaridad profesional, llegaremos a realizar grandes cosas, pero, eso sí, no pensemos en nosotros mismos.” Y por fin, recordé unas palabras que había pronunciado:

Declaro que he venido a este congreso gremial, no para trabajar por mis posibles ventajas materiales, puesto que, lejos ya de mí la juventud, no llegaría a verlas. He venido a trabajar por los jóvenes. He venido, sobre todo, a trabajar por los escritores de las generaciones venideras, a fin de que ellos puedan realizar una obra superior a la que nosotros hemos realizado, a fin de que ellos sean más felices que nosotros.

La lectura de este artículo empujó a Enrique Amorim a dirigirme estas impresionantes líneas:

...Esta esquela, que escribo con vivo entusiasmo. Nos va sorprendiendo usted con su fervor, con su tenacidad. Tiene usted entusiasmo de escritor europeo, voluntad de maestro de generaciones. En su obra ha puesto usted una pasión que no pueden poner los otros. Desde que comencé a publicar está usted presente entre las filas. Nos ha desconcertado con sus obras, de ideologías opuestas, pero no sorprendido con sus actitudes de escritor. Nadie nos da un ejemplo de mayor generosidad entre los pachecos de su generación y los pachequitos de la mía. En una literatura que requerirá por mucho tiempo fervor, instinto en el tiempo, generosidad, gesto abierto, usted se ha colocado en el mejor sitio. Si usted no produjese, sería un vejete adulón. Pero usted nos entrega obra. Eso es lo que no perdonan los estériles. Hemos dicho, entre los más rebeldes y jóvenes (entre los que no piensan en materia social como usted), que se puede estar al lado de Gálvez. Agrego: se debe estar a su lado. Está con nosotros, esperando el mañana.

Pero era indudable que la institución estaba "controlada” por el izquierdismo. Entonces, me decidí a unirme con otros colegas de ideas diferentes, pero todos antizurdistas, para conseguir el dominio de la Sociedad. La empresa no era difícil: la SADE apenas contaba con trescientos y pico de socios, muchos de los cuales no eran izquierdistas, de modo que haciendo entrar en ella un centenar de colegas podríamos vencer en las elecciones de 1938. Envié cartas y circulares y visité a más de uno. Me respondieron no recuerdo si noventa y cuatro o noventa y seis, lo que significa, tratándose de gente apática como es la literaria, un gran triunfo. Y si se considera que esto se logró en pocos días.
Luego, formé una comisión y lancé la candidatura de Eduardo Acevedo Díaz. No era fácil encontrar un buen candidato para presidente. Acevedo Díaz, persona respetable, autor de una obra literaria de cierta importancia, abogado con clientela, profesor de prestigio y escritor que se interesaba por los asuntos gremiales, me pareció que debía vencer. Además, lo que era importante para la lucha, y para cuando estuviese al frente de la Sociedad, tenía buena casa y gustaba de recibir a sus amigos. Los izquierdistas buscaban también un candidato de primer orden y no tardaron en encontrarlo: Enrique Banchs. Literariamente. Banchs desplazaba mucho más que Acevedo Díaz, aunque no publicase desde veinticinco años atrás. Era uno de los ases de nuestras letras y Acevedo Díaz no. Pero nuestro candidato parecía más hombre de trabajo, tenía intereses que defender —lo que no era el caso de Banchs— y entre sus méritos figuraba Ja ecuanimidad, la prudencia, la escasa o ninguna simpatía por la política.

Pero había que votar también por candidatos a miembros de la comisión directiva, y en la elección de los nombres tuvimos dificulta-des. La comisión se reunía en mi casa. Yo exigía que los candidatos fuesen populares en el gremio, y mis compañeros proponían a escritores muy jóvenes, desconocidos entre los socios de la SADE. Susana Calandrelli se empeñaba en que incluyéramos en la lista a cierto colega, porque comulgaba todos los días... Los demás asintieron, nuestra lista resultó de poco arrastre electoral y yo, fastidiado, renuncié a la presidencia de la comisión.

Pero seguí trabajando por nuestra causa, que era inmejorable. Porque nosotros no pretendíamos hacer política reaccionaria, como aseguraban nuestros enemigos. Nosotros levantamos, desde el primer momento, la bandera de la no-política. Estábamos en contra del comunismo, y no queríamos que se hiciese política en la sade. Escribí un artículo en un semanario que dirigía Pedro Juan Vignale. Dije que nosotros aspirábamos a la supresión de toda política en la Sociedad y "a mover a nuestros compañeros de todas las ideas” para que la SADE fuese "una cosa viviente y no muerta”. Acerca de nuestro candidato declaré que lo propuse llevado por mi intuición. No teníamos amistad. Ni siquiera hubo entre nosotros obsequios de libros.

Perdimos las elecciones. Los izquierdistas, más unidos y más activos, maniobraron mejor. Como se podía votar por escrito, movieron a los provincianos de izquierda. Además, nos hicieron fraudes, según lo comprobamos: Alfredo Bianchi se ocupó de eso. Con todo, pudimos haber triunfado. Perdimos la presidencia por un voto, y ganamos la vice. Obtuvimos alguna vocalía y dos o tres suplencias. Perdimos, aparte del fraude, porque varios de los nuestros, poco avisados o mal enseñados, no votaron correctamente. Uno envió su voto por telegrama, como si eso pudiese valer, y otro escribió que votaba por nuestra lista, sin nombrar a los candidatos. Con los votos de este par de tontos, nos bastaba para triunfar.

A las pocas semanas, renunció el vice recién elegido, el poeta Leopoldo Marechal. Se lo reproché. Le dije que, cuando se lucha por una causa noble, hay que permanecer en los puestos de combate. Debo agregar que el odio entre los dos bandos era un colazo de la guerra civil española. Los vencedores estaban con los rojos, y nosotros habíamos hecho una declaración contra aquellos tiranos y malhechores.

** *

El año siguiente, 1939, iba a realizarse el segundo congreso de la SADE, en Córdoba. Ese mismo año comenzó, con la aparición del Yrigoyen en volumen, el cuarto período de mi vida literaria, dedicado a escribir biografías y novelas de ambiente histórico.

La Municipalidad de Córdoba y el Gobierno de la Provincia pagaron a los congresales el viaje y la permanencia. Todo el mundo había querido participar en la ganga. Pero los izquierdistas, que tenían la sartén por el mango, eligieron a sus compinches. Para despistar, fingiendo imparcialidad —el caso no tiene otra explicación— incluyeron, entre el montón de izquierdistas y comunistas, a tres que no éramos nada de eso: Mariano G. Bosch, Ernesto Palacio y yo.

El congreso demostró su pasión izquierdista con su adhesión al peruano Haya de la Torre —que no es, precisamente, escritor— porque lo habían encarcelado, y con su negativa a protestar porque al pensador católico Nimio de Anquín, argentino y nacionalista, le hubiesen quitado sus cátedras. Perfecta ley del embudo. Yo hablé por de Anquín, pero, como era en momento de gran tumulto, nadie me oyó. Y por cierto que, aunque me hubiesen oído, no habrían por ello cambiado de opinión aquellos energúmenos.

* * *

Revolución del 43. Ni durante la guerra, ni antes ni después, jamás, fiel a mis principios, tomé parte en política. Nadie me habrá visto en manifestaciones callejeras, ni en banquetes partidarios. La declaración contra los rojos españoles, por mí organizada, no era contra un partido o una idea sino contra el crimen. No colaboré en los periódicos El Pampero, El Federal y Cabildo, a pesar de mis convicciones nacionalistas. Sólo publiqué un artículo en Reconquista, como he contado, y, en Tribuna, el prólogo para la traducción al inglés, que se editaría en Nueva York, de El amor de los amores, de Ricardo León. No negaré mi antipatía por los ingleses, que nos habían convertido en colonia, ni por los yanquis, que aspiraban a reemplazarlos. Pero jamás fui partidario de Hitler, al que consideré, primero, como hombre sin palabra ni veracidad, y, después, como un delincuente.

Lo que referiré demuestra mi horror de verme entremezclado en actividades políticas. Yo iba todos los años, el 1° de mayo, a presenciar la manifestación de los nacionalistas en la avenida Santa Fe. Me paraba en una esquina, o frente a San Nicolás, y desde allí contaba el número de filas. Siempre estuve solo, pues no quería ser interrumpido. Una vez, mi amigo el médico Guillermo Zorraquín, que iba en la columna, salióse de ella para agarrarme de un brazo y meterme en las filas. Yo protestaba y trataba de desasirme. Pero él, hombre de robusto brazo, no me soltaba. Así anduvimos algo más de una cuadra. De pronto, Zorraquín me suelta para saludar con el brazo en alto a un amigo, que miraba desde la acera. Yo aproveché la ocasión para verme libre, me escapé y eché a correr por la acera para no ser de nuevo raptado...

No obstante, en la SADE, en una asamblea celebrada en 1945, cierto sujeto pidió que se investigaran mis actividades políticas. Lo mismo fue pedido para Arturo Cancela. Y se votó la expulsión de Marechal, no sé por qué delito contra la Democracia. .. La primera noticia que me llegó fue la de haber sido expulsado por causas políticas. Yo sólo vi una noticia en La Razón. Pregunté. Nadie sabía. Y entonces presenté mi renuncia a Martínez Estrada, que era el presidente.

Pedía, "sin arrogancia ni fastidio, pero sí con algún resentimiento”, que fuese eliminado mi nombre de la lista de socios. Suponiendo habérseme anisado de actividades nacionalistas, invitaba a que se me dijese en qué manifestación callejera o reunión de esa tendencia me habían visto, o en qué periódico nacionalista habían leído colaboraciones mías. Informaba que en el diario católico El Pueblo y, aquí y allí, en frases de mis últimos libros, había expresado ideas contra Hitler y Mussolini y que en el mismo diario, y por séptima vez en mi vida, había escrito en defensa de los judíos. Y afirmé:

En cuanto al gobierno actual, no tengo con él, como no tuve jamás con ningún otro, el menor contacto. En un artículo publicado en El Pueblo elogié, hace un año y tres meses, la obra social del coronel Perón: y no por ser suya, sino porque aprobaré siempre todo lo que se haga en bien del trabajador y del pobre.

En otro párrafo, protesté de que pretendiera investigarme un socio que el año anterior no lo era y de quien nadie sabía qué pudiese haber escrito. Mientras yo era autor ele cuarenta libros, alguno de los cuales estaba traducido a once idiomas, ninguno de los colegas a quienes pregunté había oído nombrar jamás a Simón Contreras. . .

Recordaba, en seguida, cuanto había hecho yo por los escritores: la Cooperativa Editorial Buenos Aires, que reveló a colegas jóvenes y desconocidos, o poco conocidos, y algunos de los cuales serían después famosos como Horacio Quiroga, Fernández Moreno y Alfonsina Storni; el PEN Club, que había realizado una útil obra de acercamiento; la Academia de Letras, cuya fundación, como he referido, propuse al ministro Rothe. Recordé también cómo ayudé a mis colegas sin preocuparme jamás de sus ideas políticas. A Córdova Iturburu, comunista, una declaración mía le salvó de la detención policial. Por mi recomendación, en tiempo de Justo, no fue desterrado Elias Castelnuovo, por entonces comunista. Años atrás, contribuí como nadie, y jugándome el empleo de Inspector de Enseñanza Secundaria, a evitar que fuese desterrado Folco Testena, socialista militante. A mi pedido, el presidente Uriburu ordenó la libertad de Cordone, ex secretario de Crítica, diario antinacionalista y, como ahora se diría, prosoviético. Y recordé también El mal metafísico.

Después de esas palabras venía este párrafo interesante;

Desde hace tiempo deseaba renunciar. Cuando el primer congreso, publiqué en La Nación un artículo en el que defendí a la Sociedad del cargo de hacer política. El momento era grave, pues muchos socios pensaban borrarse. Con mi artículo evité la borratina, y no me limité a eso sino que, poco después, hice ingresar en la Sociedad a cerca de cien escritores, muchos de ellos importantes. Pero ¿cómo demostrar ahora que la SADE no hace política?

Renuncié también, como lo dije, por la inacción de la Comisión Directiva:

En los dos congresos presenté proyectos muy realizables, que la Asamblea aprobó pero que la C. D. no tomó en consideración. A todos los presidentes, menos a usted, con quien no he tenido el gusto de hablar, y a varios miembros de las diversas comisiones, les indique la conveniencia de crear, entre otras cosas, la Quincena del Libro Argentino. Es harto fácil hacerlo, ahora que hay tantos editores y que se puede contar con la ayuda de la Comisión de Cultura. No se ha intentado, siquiera.

Reproché a la SADE no haber hecho nada para que se reformase la ley de propiedad intelectual, que es pésima. Ni haber protestado contra los editores que no pagaban derechos o administraban libros de los autores, cobrando el cincuenta y cinco por ciento. Y declaré que renunciaba, también, como protesta por la expulsión de Marechal, uno de nuestros grandes poetas.

Y terminé mi nota señalando una contradicción en que incurría la Sociedad.

Como sabemos, y haciendo justicia a su carácter de fundador y a sus excepcionales méritos literarios, se ha colocado en altísima situación el nombre de Leopoldo Lugones. Sin embargo, Lugones es el precursor del actual gobierno militarista. Durante años, y en cincuenta artículos, preconizó el culto de la espada y el gobierno de los militares. Era socio del Círculo Militar, iba allí todos los días y mantenía amistad con los jefes que hicieron la revolución uriburista, algunos de los cuales han colaborado, o colaboran, con el actual gobierno. La Sociedad tendría que elegir: o bajar del pedestal a Lugones, o no preocuparse de que otros socios opinen más o menos como aquel maestro, si es que realmente opinan así, lo que no creo.

No era este mi  caso, por cierto. No se encontrará en toda mi obra una línea en que haya preconizado el gobierno de los militares.

Lo que más me molestó no fue la proposición de un escritorzuelo ignorado, sino el hecho de que nadie hubiese tenido el valor de defenderme. En la SADE existía una especie de dictadura izquierdista, y ya se sabe lo que es la cobardía de los argentinos. Mi nota fue leída en la Comisión Directiva de la SADE. Un amigo allí presente me dijo que todos la escucharon con respeto y en absoluto silencio.

***

Arturo Cancela, escritor de talento, muy culto, vinculado a casi todos los colegas por haber dirigido unos años el suplemento literario de La Nación, decidió fundar otra sociedad. Fácil le fue reunir a importantes nombres de nuestras letras: Carlos Ibarguren, Hugo Wast, Delfina Bunge de Gálvez, Leopoldo Marechal, Carlos Obligado, Manuel Gálvez, Rafael Jijena Sánchez, Vicente Sierra, Agustín Casa (Guillermo House), Acevedo Díaz, el padre Pita (filósofo), Enrique Lavié, Juan Oscar Ponferrada, Pilar de Lusarreta y cien más. Todos eran más o menos nacionalistas, pero la institución, la Asociación de Escritores Argentinos, o ADEA, no debía tener, según fue la intención de sus fundadores, carácter político.

Aun no estaba creada la sociedad mando el coronel Perón invitó a una gran reunión en la Casa de Gobierno. Creo que había como doscientas personas, entre ellas algunas que no se adhirieron a ADEA: José León Pagano, Alberto Palcos, Sylvina Bullrich. . , El coronel Perón reclamaba la unión de todos los escritores en una sola sociedad. Cancela habló. Recordó el agravio que a varios de nosotros se había hecho en la SADE y dijo que si era cristiano el perdonar, era cosa de sonso el olvidar... Y como, además, ni estaban allí los dirigentes de la SADE ni esta sociedad se hallaba dispuesta a salir de su posición contraria al Gobierno, todos comprendimos que el deseo del coronel Perón no era realizable.

ADEA se instaló en un local no muy amplio de la calle San Martín, en los altos del viejo bar Helvecia, al que, según es fama, había concurrido el general Mitre y en donde, hacia 1910, se reunían Roberto Payró, Emilio Becher, Atilio Chiappori y otros escritores y periodistas.

Formé parte de la primera comisión, la que redactó el reglamento. Como en el proyecto, al tratarse de los socios, se exigiese la condición de católico *, protesté enérgicamente. Les dije, más o menos: "Yo soy más católico que cualquiera de ustedes, porque comulgo todos los días; sin embargo, considero una enormidad lo que se quiere hacer." No me explico el artículo del proyecto: ninguno de los miembros de la comisión era un "chupacirios”. Mis palabras impresionaron y la mala idea quedó vencida.

Nuestra institución, que era antioligárquica, no tenía presidente, sino un secretario y desde el primer momento solicitamos ser admitidos como afiliados a la Confederación General de los Trabajadores, o sea, la C.G.T., lo que conseguimos.

Cancela fue el primer secretario, pero no terminó el período de dos años. Lo reemplazó Carlos Obligado, cuya designación causó gran sorpresa. Obligado murió repentinamente y fue reemplazado por Manuel Alcobre. El caso de Alcobre es notable. Había publicado siete libros de versos y apenas se le conocía. Yo mismo, que soy curioso, ignoraba quién fuese. Había practicado también el periodismo, en Crítica y otras partes. Es un poeta serio, vigoroso, noble. Se le dio el Primer Premio Nacional, merecidamente.

A poco de fundarse la Asociación hubo un grave incidente. Alguien propuso colocar en el salón de actos los retratos de Perón y de Evita. No hubo inconvenientes por Perón, que era ya el presidente de la República. Alcobre y algún otro hablaron en contra del proyecto. Y se aprobó que se pusiese a Perón en el salón de actos y a Evita en otra de las salas. Esto fue causa de que Evita mirase a la Asociación con antipatía.

Esto de los retratos fue propuesto por un cierto pobre diablo, sujeto desconocido, que ignoro cómo se había metido en la asociación. Creo que era tesorero. Poco después, frecuentó el local un empleado o ex empleado de la Policía.

Desde el primer momento, la Asociación fue considerada como peronista. Entiendo que se quiso hacerla apolítica, es decir, no militante. Eso no impedía que simpatizara con la orientación general del Gobierno. Pero luego fue vinculándose cada vez más a las autoridades y llegó, después de 1950, cuando fue secretario González Trillo —-un escritor de valer, autor, en colaboración con Ortiz Behety, de la recia novela Puerto Hambre— a una situación de compromiso.

Ese año de 1950 se me hizo un homenaje, al cumplir cincuenta años de vida literaria. Como mis colegas y amigos eran, en su mayoría, liberales, no asistieron y el homenaje resultó un fracaso. Poco después, como la Academia Sueca escribiera pidiendo proponer un candidato para el Premio Nobel de 1951, fui propuesto yo.

En 1951 se habían retirado muchos socios, porque la Comisión Directiva, en la que tallaba fuerte un periodista de Rosario, persona absolutamente desconocida, había llegado a las más increíbles adulaciones a Perón y a su mujer. Yo debí esperar, por razones personales. Pero a fines de 1951, siéndome ya intolerable permanecer en ADEA, renuncié. Inventé el pretexto de haberse fundado el Sindicato de Escritores, al cual deseaba adherirme, pues me parecía poder representar mejor los intereses de los escritores.

ADEA llegó a tener, si no me equivoco, cerca de mil doscientos socios. Abundaban los autores de textos escolares, y escaseaban los nombres de auténtico prestigio literario, casi todos los cuales estaban en la SADE.

Perón y Evita eran socios de ADEA. Creo que pagaban la cuota. El había publicado un par de libros, uno sobre toponimia araucana. ADEA cayó cuando el gobierno de Perón se vino abajo por obra de dos enemigos: sus propios desaciertos y los rencores de la oligarquía. Junto al edificio donde estaba ADEA funcionaba la Alianza. Como sus dirigentes no quisieron entregarse a las nuevas autoridades, el edificio fue atacado con ametralladoras y creo que aun con cañones. Se derrumbó, y con él se incendió y derrumbó ADEA. De este modo se perdieron todos los papeles que allí había.




* El señor Carlos de Jovellanos y Paseyro, consultado por mí acerca de estas cosas, afirma que él redactó el proyecto de reglamento y que allí no figuraba la exigencia a que me refiero. No recuerda, además, que en la discusión del reglamento se hablara de ese asunto. Sin embargo, no he soñado. Tal vez fue algo propuesto por uno de los presentes. Por desgracia, no recuerdo quiénes eran.


Fuente: Gálvez, Manuel: Recuerdos de la vida literaria (En el mundo de los seres reales), Hachette, Bs.As., 1961, pp. 165-176

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